¿De quién es un país? Irán y EE.UU. dicen que eso ya no está nada claro
En Irak, Siria, Venezuela y otros países, el intervencionismo toma nuevas formas ante el retroceso de las normas y los organismos internacionales
En definitiva, los dos quieren lo mismo. Se pelean durante décadas, crean una enemistad histórica, intercambian amenazas nucleares, provocan pánico en el mundo ante una (improbable) tercera guerra mundial. Pero Estados Unidos e Irán comparten hoy un gran objetivo: que el otro se retire lo antes posible de Irak.
Al día siguiente de ordenar la muerte del general iraní Qassem Soleimani, Donald Trump dijo que la mayor parte de los iraquíes habían festejado el asesinato porque estaban hartos de la injerencia de Irán en sus vidas.
Su Casa Blanca busca asfixiar económicamente a Teherán y reducir al máximo su presencia en los países de Medio Oriente; la creciente influencia del régimen de los ayatollahs en la región no solo recorta el poder de Washington, sino que amenaza a sus aliados, Arabia Saudita e Israel.
Pese al golpe de la pérdida de Soleimani, el gobierno iraní, por su parte, está decidido a aprovechar la incertidumbre de estos días para forzar la salida de las tropas norteamericanas -unos 5000 efectivos- de Irak. Desde hace unos años, a través de las mayorías chiitas, maneja a la distancia a su vecino y ahora quiere hacerlo sin interferencia alguna.
Uno y otro se olvidan que Irak no es ni un Estado ni una provincia de sus respectivos territorios y que los iraquíes están tan hartos de la larguísima presencia militar norteamericana como de la fuerte influencia de Irán en el gobierno y de su apoyo a las milicias fundamentalistas.
Ya pasaron dos décadas del siglo XXI, las colonias y los países satélites de la Guerra Fría son recuerdos del XIX y del XX y, sin embargo, hoy los iraquíes no se pueden autoproclamar dueños de su propia nación. Ellos, como lo hacen hoy millones de personas desde Venezuela hasta Libia y Sri Lanka, se preguntan: ¿de quién es un país?
El sentido común, el derecho y la historia indican que de su pueblo. Pero el orden global está en pleno cambio: las potencias se reinventan, unas emergen, otras se debilitan; las alianzas de siempre se desintegran; las normas internacionales se desdibujan y los organismos encargados de custodiarlas flaquean como nunca. Y, mientras tanto, el intervencionismo está de fiesta.
No es el intervencionismo humanitario, que llama a los gobiernos y organismos internacionales a involucrarse en situaciones internas de otras naciones para detener violaciones masivas de los derechos humanos.
No es el intervencionismo militar, arma de administraciones que buscan desplazar a gobiernos poco convenientes de otros países.
Es un nuevo intervencionismo, que mezcla política, economía, poder comercial y soporte militar de manera pública pero no formal. Su actor principal ya no es, como sí lo fue en la pos Guerra Fría, Washington; sus protagonistas hoy van desde China hasta Turquía, desde Rusia y Arabia Saudita hasta Cuba.
Las injerencias de siempre
Claro que Estados Unidos no pierde las mañas a pesar de tener ahora un presidente que se vanagloria de su aislacionismo. Una de las primeras intervenciones directas de Washington para desplazar a otro gobierno fue precisamente en Irán.
En una acción que aún hoy reverbera en la relación entre Washington y Teherán, en 1953, la CIA derrocó al entonces premier, Mohammed Mossadegh.
Muy popular, excéntrico y de izquierda, Mossadegh había nacionalizado las grandes empresas de petróleo, que en ese momento eran de intereses británicos.
Londres propuso una invasión pero el gobierno del entonces presidente norteamericano, Dwight Eisenhower, optó por un golpe para reinstaurar al sha.
Arreciaba la Guerra Fría y el mandatario no solo estaba alarmado por la nacionalización del petróleo sino por lo que, creía, eran las inclinaciones comunistas de Mossadegh y de un Irán que se acercaba a Moscú.
"No entiendo por qué no podemos hacer que la gente en estos países oprimidos nos quiera en lugar de odiarnos", se preguntó Eisenhower en una reunión de su equipo de seguridad. Parte de la respuesta residía en lo que se gestaba en ese encuentro: el golpe. El derrocamiento de Mossadegh reverbera aún en la enemistad entre Washington y Teherán.
De la misma manera en la que la CIA sintió inmunidad en 1953 para deshacer un gobierno extranjero, la Casa Blanca de Trump se creyó habilitada para asesinar a un militar iraní en Bagdad sin dar muchas explicaciones... la soberanía de Irak !bien gracias!
Washington adujo ante el Consejo de Seguridad que mató a Soleimani amparado por el artículo 51 de la Carta de la ONU, es decir en defensa propia ante la supuesta inminencia de un atentado organizado por ese líder iraní. Lo hizo con poco entusiasmo y mucha menos evidencia, sin convencer ni a la oposición norteamericana ni a los iraquíes. Siempre sufridas y golpeadas por guerras, las calles iraquíes ahora temen ser el campo de una guerra entre Teherán y Washington. Seguramente Trump podría hacerse, entonces, la misma pregunta que se hizo Eisenhower y no cambiaría mucho la respuesta.
El intervencionismo no es solo norteamericano. En plena ofensiva política, Irán hace lo suyo y es tan recelado como Estados Unidos en muchos de los países de la región.
Washington no es el único
No es solo influencia política, es injerencia directa y abierta en guerras internas y en la gestión de gobierno. En Siria es participación militar de la Guardia Revolucionaria junto a las fuerzas del régimen de Bashar al-Assad en la lucha contra los rebeldes y asesoría política al gobierno. En el Líbano es poder parlamentario y político a través de Hezbollah. En la devastada Yemen es respaldo militar y logístico a las milicias hutíes, que combaten a facciones apoyadas por Arabia Saudita, en una guerra indirecta entre las dos potencias del mundo musulmán.
Esos avances sobre las soberanías de varios países no son gratuitos para Teherán; todos están atravesados por el descontento social y la insatisfacción con los gobiernos, un malestar que también hace blanco en Irán.
La autonomía de un país puede ser vulnerada de más de una manera; lo sabe China, la potencia que empieza disputarle a Estados Unidos la supremacía global.
Su expansionismo es fundamentalmente comercial y económico, y su gobierno dice una y otra vez que no le interesa entrometerse en los asuntos internos de otras naciones... abiertamente.
La diplomacia económica de Pekín no impone valores ni busca gobiernos alineados ideológicamente. Solo (¿solo?) apunta a la tierra y los recursos naturales o cualquier instrumento que facilite su ofensiva económica.
Eso puede incluir pedazos de territorio, pequeñas Chinas dentro de otros países. En Sri Lanka se quedó con el puerto cuando el país no pudo honrar un préstamo. No hay que ir tan lejos tampoco para observar cómo vulnera soberanías. La estación espacial china en Neuquén es tierra vedada para los argentinos.
La ley de la selva
Tampoco hay que viajar a otro continente distante para encontrar ejemplos de nuevo intervencionismo por parte de una potencia que lo tiene bien aceitado. Muy a lo Irak, pero sin el nivel de violencia, en Venezuela se entrecruzan las injerencias de por lo menos tres países: Estados Unidos, Cuba y Rusia.
Cuba asesora al gobierno de Nicolás Maduro -siempre muy a su propia conveniencia- desde 2013. Estados Unidos acompaña los pasos de la oposición. Y Rusia apunta al presente y al futuro de Venezuela y de sus recursos, a través del Kremlin y de las empresas petroleras ligadas a Moscú.
Tal es su involucramiento que el Ministerio de Finanzas ruso tiene un equipo de 12 expertos listo para recuperar la economía venezolana una vez que Maduro enderece su relación con la Asamblea Nacional. Venezuela se transformó en el escenario de una verdadera competencia injerencista no solo por sus recursos petroleros o por la devastación de su economía y de su sociedad. Si no también porque, como sucede en Irak, Siria o Yemen, las normas y los organismos internacionales, debilitados por su propia inercia y por el poder de los Estados, retroceden.
Pese a la urgencia de la catástrofe venezolana, ni la OEA ni la ONU tuvieron gestiones decididas y neutrales en esa crisis. La ONU tampoco pareció inmutarse con esta semana que tuvo en vilo al mundo.
Ausentes el derecho y las instituciones multilaterales destinadas a organizar el mundo después del trauma de las dos grandes guerras, el orden global parece regirse por la ley de la selva y un gran vacío de reglas. Los más fuerte borran fronteras y debilitan soberanías para avanzar sus propios intereses.
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