“De la ciudad no quedó nada”: el desolador paisaje en Fukushima 10 años después
El desastre que azotó el norte de Japón en marzo de 2011 se cobró la vida de más de 19.000 personas y obligó el éxodo de otras 164.000
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FUKUSHIMA.- Después del terremoto y el tsunami que azotaron la planta nuclear situada a unos 25 kilómetros de su hogar, Tomoko Kobayashi y su esposo fueron evacuados de emergencia y tuvieron que dejar a su perro dálmata, suponiendo que en pocos días más volverían a su casa.
Terminaron siendo cinco años. A una década después de aquel desastre natural del 11 de marzo que desencadenó una catástrofe nuclear, el gobierno japonés ni siquiera ha reabierto por completo las aldeas y ciudades que se encuentran dentro de los 25 kilómetros de la zona original de evacuación que rodean la planta nuclear de Fukushima Dai-ichi. Y aunque lo hiciera, muchos de los antiguos lugareños no tienen intenciones de volver.
Algunos de los que sí volvieron evaluaron que volver a casa justificaba el riesgo de la radiación residual. Otros, como Kobayashi, de 68 años, tenían que recuperar su negocio.
“Teníamos razones para volver y recursos para hacerlo”, dice Kobayashi, que maneja una hostería. “Nos pareció que tenía sentido.”
Pero la Fukushima que encontraron es menos acogedora que inquietante.
En la cercana costanera sobre el Pacífico, por ejemplo, se yergue un descomunal malecón construido para impedir que otro tsunami azote la planta nuclear, un centinela ominoso en una región antes bucólica, conocida por sus duraznos y su típico ramen de fideos gruesos.
En las ciudades cercanas, como Futaba, el pasto crece en las grietas del asfalto y en las terrazas de los edificios abandonados. Casi invisible entre los pastos crecidos, la bicicleta olvidada de algún escolar o de algún repartidor.
Para muchos de los que han vuelto, fue todo un proceso de redescubrimiento de esos lugares que les resultaban conocidos y hostiles al mismo tiempo.
“Todos me preguntan por qué volví, cuántos volvieron”, dice Kobayashi. “No entiendo qué quieren decir, porque en realidad, el lugar ya no existe”.
El desastre que azotó el norte de Japón en marzo de 2011 se cobró la vida de más de 19.000 personas y fue un momento de la verdad a mundial sobre los peligros de la energía nuclear. También le dio al nombre de Fukushima una notoriedad internacional tristemente parangonable con la de Chernóbil.
Dentro de Japón, la herencia que dejó la catástrofe sigue teniendo un carácter de inminencia: el gobierno japonés ha propuesto liberar al mar alrededor de 1 millón de toneladas de agua contaminada, enfureciendo a los pescadores locales, y las causas judiciales contra el gobierno y el operador de la planta están llegando a los tribunales más altos del país. El tema de la energía nucleoeléctrica sigue siendo muy delicado.
Y en los kilómetros que rodean la planta hay mojones físicos, recordatorios de un accidente que obligó al éxodo de unas 164.000 personas.
En Katsurao, unos 40 kilómetros tierra adentro desde el hogar de Kobayashi, hay tierra radioactiva depositada en sitios de desechos temporales. Desde la distancia, los montículos verdes parecen juguetes de niños desparramados sobre una alfombra beige.
En Futaba, el predio de un templo budista sigue cubierto de escombros del terremoto.
Y en algunas zonas boscosas de Fukushima, los científicos siguen encontrando evidencia de radiación persistente.
Las familias jóvenes que abandonaron la zona de evacuación ya se hicieron una nueva vida en otra parte. Sin embargo, los gobiernos locales —a veces con fondos del operador de la planta nuclear— han estado construyendo escuelas nuevas, rutas, viviendas sociales y demás infraestructura, en un intento por seducir a los antiguos vecinos.
Para algunos mayores de 60 años, que no se imaginan viviendo en otra parte, la opción resulta atractiva.
“Quieren estar en su ciudad natal”, dice Tsunao Kato, de 71 años y tercera generación de barberos, que reabrió su barbería incluso antes de que se restableciera el agua corriente. “Quieren morir acá”.
Una ventaja es que la amenaza de la radiación se siente menos inmediata que la del coronavirus, dice Kato, que tiene su barbería en la ciudad de Minami Soma. En ese sentido, vivir entre recordatorios de un desastre nuclear, en ciudades donde los faroles iluminan esquinas vacías, es una bienvenida forma de distanciamiento social.
Al igual que Kato, Kobayashi tiene un negocio familiar, en su caso una hostería. Su casa de huéspedes en Minami Soma pertenece a su familia desde hace generaciones y ella se hizo cargo en 2001, cuando su madre se jubiló.
La hostería sufrió importantes daños, sobre todo a causa del agua del tsunami. Pero la familia la restauró y decidieron reabrir. Su perro dálmata, que sobrevivió al accidente nuclear, murió justo antes de completada la renovación.
Kobayashi dice que nunca esperaron una avalancha de turistas, pero si recibir a las personas que querían volver a la zona y no tenían dónde quedarse.
“De la ciudad no quedó nada”, dice. “El que quiera volver va a tener que reconstruir.”
Traducción de Jaime Arrambide
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