Cubrí la guerra de Rusia en Ucrania por 50 días y estas son las imágenes que más me impactaron
Elisabetta Piqué llegó a Kiev un día antes de que Putin ordenara la invasión; del horror a la resiliencia y la solidaridad, un repaso por las primeras siete semanas del conflicto
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LVIV.- Se cumplen hoy 50 días de una invasión anunciada, pero que nadie nunca imaginó que podría transformarse en realidad. Un conflicto en el corazón de Europa que ha puesto el mundo al borde de una tercera guerra mundial. Tenía que ser un ataque relámpago, de dos o tres días, que iba a sacar del poder al presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, y volver a poner esta exrepública soviética rebelde bajo la órbita de la “gran madre” Rusia del “zar” del Kremlin, Vladimir Putin.
Nada de esto ocurrió. Zelensky, un excomediante por el que pocos apostaban, se ha transformado en un presidente admirado y respetado en todo el mundo porque está luchando por la libertad de su pueblo y la integridad territorial de su país, con enorme determinación y coraje. La “operación especial” de Putin -que podría terminar el 9 de mayo, fecha histórica porque se conmemora el Día de la Victoria de la URSS sobre la Alemania Nazi, en 1945, el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero que también podría prolongarse por varios meses, o más aún-, hasta ahora se ha caracterizado por ser un desastre.
Fueron cincuenta días de una cobertura intensa. Un in crescendo de imágenes, situaciones, historias, momentos más que impactantes, que podría resumir en siete hitos.
1. Resiliencia
Difícil olvidar cuando visité una maternidad de Kiev, en ese momento bajo asedio de las fuerzas rusas que estaban atacando localidades al norte de la capital. En un oscuro subsuelo, entre las cañerías del edificio, había 28 mujeres a punto de parir. Entre ellas, Anna, que estaba por dar a luz un bebe a quien iba a llamar Mark. Estaba tirada en una litera de un pasillo. Era su primer hijo, no estaba su marido, estaba sola y no se quejaba de que estaba por ingresar a una sala de parto-búnker.
“Estoy un poco shockeada. Cuando estás embarazada estás muy feliz, estás comprando las cosas, la ropa, armando el cuarto para el bebe, estás radiante, ilusionada. Preparás cada pequeña cosa. Pero un día todo cambia y de repente estás en el infierno”, me dijo entonces, sin quebrarse, entera. Aunque, como todo el mundo, no creía en las negociaciones en curso, tenía esperanzas de que la situación pudiera mejorar. Era el 2 de marzo. Anna me impresionó porque me hizo entender el espíritu ucraniano de resistencia, de compostura ante el dolor, de resiliencia.
2. Sin barreras culturales
Cubrí otros conflictos -Afganistán, Irak, Medio Oriente, primaveras árabes, entre otros-, siempre intentando contar el sufrimiento de las personas de carne y hueso, que pierden familiares, que son obligadas a huir de sus casas, que ven que de repente su vida es dada vuelta. Pero nunca había logrado interiorizarme en una guerra como en esta en Ucrania. Y se entiende por qué. No estaba en un contexto cultural y religioso totalmente distinto -como puede ser, por ejemplo, Afganistán, tierra musulmana donde las mujeres son tratadas como personas de segunda-, sino en el corazón de Europa. En un país que tiene ciudades con los mismos bares, tiendas y shopping centers que se pueden encontrar en Roma, Nueva York o Buenos Aires. Los mismos teatros, las mismas óperas, los mismos grandes museos. No era Gaza, no era Afganistán, no era Libia, contextos ajenos. No había barreras culturales. Ucrania es el corazón de Europa. Y no es sólo una frase.
3. Éxodo (y regreso)
Muchas veces tuve la sensación de estar en una película. El éxodo bíblico que se vio al principio de la guerra, cuando cientos de miles de personas, en fila, con sus autos escapaban hacia la frontera oeste, ya lo había visto en películas de la Segunda Guerra Mundial. O esas imágenes de las estaciones de tren colapsadas por personas buscando subirse al tren de la salvación. Rostros desesperados, peleas para subirse al vagón, gente viajando de pie.
Pasaron cincuenta días y las estaciones de tren de Kiev o de Lviv ya no están colapsadas. Hay más orden, más controles porque es enorme el miedo a atentados de infiltrados rusos, pero sigue habiendo un enorme movimiento. En los trenes -que siguen funcionando increíblemente bien-, se ven personas que escapan ahora del sudeste de Ucrania, de la disputada región del Donbass, donde se librará la batalla final, la más sangrienta. Pero también en las estaciones hay muchas personas que durante el primer mes salieron de Ucrania, formando parte de esos más de 4 millones de refugiados, que deciden volver a su país porque no tienen trabajo, no comprenden el idioma, porque no quieren ser refugiados, porque quieren intentar volver a su casa -probablemente destruida-, a su tierra. Ya hay más de 600.000 ucranianos que han decidido volver a ingresar, sobre todo después de la humillante retirada de las fuerzas rusas del norte del país, de la zona alrededor de Kiev.
4. Destrucción y muerte
Aunque nunca pude cubrir la guerra en Siria -a los normales costos de cobertura que incluyen intérprete, auto, hay que sumarle otro prohibitivo de por lo menos un guardaespaldas que evite un secuestro- conozco las imágenes de destrucción dejadas en ciudades históricas como Aleppo. En los últimos días de cobertura, en la que pude recorrer las zonas del norte de Kiev, vi una destrucción que jamás había visto en mi vida.
Borodyanca, Irpin, Bucha, Hostomel, Makariv, Andriivka, Buzova son localidades arrasadas, donde, si uno se olvidaba de los resabios de guerra, de los tanques achatarrados, los restos de misiles, los cráteres, parecía que había habido un violentísimo terremoto. O había pasado un tornado. ¿Una operación para desmilitarizar a Ucrania en la que se habían arrasado viviendas de civiles, shoppings centers, supermercados, farmacias, escuelas, hospitales? ¿Por qué semejante destrucción, semejante enseñamiento contra civiles que nada tienen que ver con la política internacional y nacional, con la OTAN, con la locura de Vladimir Putin? Y prefiero no hablar de los cientos de muertos; mujeres, niños, inocentes. Imposible olvidar ese olor a carne podrida que reinaba en el jardín de la Iglesia de Bucha transformado en cementerio a cielo abierto donde equipos forenses retiraban de una fosa común, una por una, bolsas negras con personas que ya no parecían tales, con nombre y apellido, vidas, familiares, amigos, sueños. Brutalidad, crímenes de guerra, y barbaridad incomprensibles.
5. Una guerra de WhatsApp
Para los periodistas, Ucrania es una guerra de WhatsApp. No sólo porque desde el principio se armaron grupos, por ejemplo, uno de corresponsales de guerra hispanófonos, con informaciones sobre seguridad y logística -qué ruta es más segura, qué hotel, dónde conseguir chaleco antibala, comida o bebidas alcohólicas (desde el principio prohibida en casi todas las ciudades debido a la cantidad de armas dando vueltas)-, sino también porque las autoridades enviaban a través de esta red social información oficial, fotos, videos. También es imprescindible estar en grupos de Telegram formados por el gobierno para tener otra clase de información y conferencias de prensa (incluso por streaming).
En este contexto, quedar sin conexión, sin red, como pasa ahora en las localidades arrasadas, resulta un desastre. Pero cuando funciona la red de telefonía móvil local, la conexión vuela, es excelente. De hecho, lo primero que hice cuando aterricé en el aeropuerto de Kiev la tarde del 23 de febrero -en el último vuelo de RyanAir desde Roma- fue comprarme un chip local que sigo usando, y es excelente. Pude transmitir en directa varias veces con LN+ incluso desde estaciones de subte-refugio que quedaban varios metros bajo tierra. Y WhatsApp también fue más que útil para comunicarme en todo momento con el diario, con familiares y amigos e, incluso, por una cuestión de seguridad: cuando, por ejemplo, desde Odessa viajé a Kiev, mi jefa y amiga, Inés Capdevila, me pidió que le mandara mi ubicación en tiempo real. Podía seguir, así, paso a paso, mis movimientos.
6. Ola de solidaridad
Si puede hallarse algo positivo en estos 50 días de guerra es la inmensa ola de solidaridad que se ha desatado en todo el mundo. Una ola que no se limita a los países vecinos, como Polonia y Rumania, donde la gente ha abierto sus casas, departamentos, a sus vecinos ucranianos, sino que se extiende a todo el globo.
Tanto es así que ayer una amiga de toda la vida, Marzia, que vive en Perú, me contó, siempre gracias a WhatsApp, una historia increíble. Hace diez días aproximadamente, su prima, que vive cerca de Verona, en Italia, le dijo que habían habilitado un departamento de la planta baja de su edificio para recibir refugiados de guerra ucraniano. Pocos días después, un excompañero de colegio de su marido, Mariano (del ILSE de Buenos Aires), que vive en Brooklyn, Nueva York, envió al chat del colegio un pedido de ayuda porque estaba sacando a sus cuñadas y sobrinos de Ucrania, mandándolos a las afueras de Verona pero que se le estaba haciendo pesado económicamente. Rápidamente mi amiga Marzia le mandó el teléfono de sus primos. Se pusieron en contacto, se conocieron y van a pasar la Pascua juntos. En este marco, hay miles de ejemplos de personas que se arremangaron y decidieron venir a ayudar, como la increíble y enérgica monja sor Lucía Caram, una tucumana que vive en Manresa, cerca de Barcelona, que ya ha logrado darle techo, comida, trabajo y afecto a centenares de refugiados.
Para mí, una pequeña satisfacción fue -gracias a un fantástico fraile capuchino alemán, Jeremías, que conocí en Lviv- poder ayudar a Victoria, una chica con discapacidad motriz que conocí en la biblioteca municipal de Lviv, cuando hice una nota con las decenas de voluntarios que allí estaban fabricando redes de camuflaje artesanales para los soldados. Con discapacidades desde el nacimiento debido a una enfermedad genética, en esa oportunidad Victoria me había dicho que necesitaba de un perfusor, un aparato médico que no se consigue en Ucrania, necesario para inyectar con frecuencia medicinas en el cuerpo. Intercambiamos contactos Facebook y le pedí, a través de Ivan, mi intérprete, que me pasara exactamente el modelo de aparato que necesitaba, información que luego le pasé al fraile Jeremías, alguien más que, desde el principio de la guerra, está ayudando a familias de refugiados y yendo y viniendo de Alemania con medicamentos, ambulancias y demás. Y Jeremías finalmente lo consiguió.
Fue una gran alegría cuando, el sábado pasado, Ivan me mandó un WhatsApp con la noticia de la llegada del aparato a Lviv: “Gracias a ti hoy llegó un regalo”, me escribió, y me mandó también la foto de Victoria, junto a él y nuestro granito de arena.
7. Familias divididas
Hoy volví a ver a Elisabetha, una niña que se llama como yo, de siete años, de Kiev, que se encuentra desde hace semanas viviendo en el seminario greco-católico de Lviv, junto a su hermano mayor Valerii, de 20, que la cuida como si fuera un padre. Son parte de los más de seis millones de desplazados internos. Su mamá, profesora de Economía en la Universidad de Kiev, los envió al oeste de Ucrania para que estuvieran a salvo de las bombas. Ella tuvo que quedarse en Kiev porque sus padres, mayores y enfermos, no podían moverse.
Había hecho una nota con Valerii, que habla perfecto inglés, a punto de recibirse de ingeniero en sonido y que sueña con hacer una banda de sonido de alguna película de terror -porque es fan de este género-, cuando se cumplía el primer mes de la invasión. Entonces Valerii, de 20 años pero que parece menos -que me hacía acordar a Juan Pablo, mi hijo adolescente de 16-, me dijo que la guerra era un gran desastre para su país, que iba a ser muy duro reconstruirlo y que era muy difícil entender lo que estaba pasando. “Yo normalmente, como todos en Kiev, hablo ruso... ¿Cómo puede ser que los rusos ahora nos estén disparando a los que también hablamos rusos?”, se preguntaba. Y no ocultaba su shock ante la falta de noticias, desde hacía días, de varios de sus compañeros de universidad que, al comenzar la guerra, habían regresado a su ciudad, Mariupol.
“Si yo me hubiera quedado en casa, seguro, habría combatido. Pero tengo una hermanita que tengo que cuidar, ayudar y salvar. Y haré todo lo posible para que ella no sienta esta guerra”, me dijo también en esa oportunidad Valerii, un chico demasiado joven para conocer La vida es bella, la película de Roberto Benigni, que, sin saberlo, está poniendo en práctica.
Hoy, antes de irme hacia la frontera con Polonia, para desde allí regresar a Roma después de más de más de 7 semanas de cobertura, pasé a saludar a Valerii y a Elisabetha. Flequillo, pelo largo rubio, mirada matadora, la chiquita estaba con un poco de fiebre. Si ya extrañaba a su mamá, quién sabe cómo la extraña ahora, que está enferma. Le tiré un beso a mi tocaya y le di un abrazo fuerte al valiente Valerii. Les dije que esperaba volver a verlos en su casa de Kiev, junto a su mamá, pronto.
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