En una entrevista, el escritor chileno Cristian Alarcón, ganador del premio Alfaguara, hace un repaso por su pasado y se pregunta cómo esa inyección de hormonas influyó en su construcción de masculinidad
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La pandemia nos llenó de jardines nuevos. El de Cristian Alarcón es uno de ellos. Después de años cosechando proyectos, crónicas de la más devastadora realidad latinoamericana, libros, clases de periodismo narrativo y performático, el autor, periodista y cronista nacido en el verde sur de Chile en 1970 -país que su familia abandonó en 1975, en plena dictadura, para instalarse en Argentina- decidió sembrar algo distinto: flores.
Lo hizo en su primera novela de no ficción, “El tercer paraíso”, que le valió el premio Alfaguara. Allí prepara la tierra, busca dalias, busca rosas para hacerlas crecer; en tanto recrea la historia de su familia, en especial de sus ancestras: madre y abuelas, que entrelaza con su mirada de niño en la tierra perdida.
A ratos nos saca al mundo con las andanzas de los grandes naturalistas de la historia, sus viajes y sus pasiones. Para luego volver a las semillas y a ese campo cerca de Buenos Aires donde se dispuso a crear su propio paraíso personal: un jardín.
Alarcón, que es parte de los diálogos de Centroamérica Cuenta, escoge La Jardinera, una canción de Violeta Parra cuando va camino a su refugio.
Es lo único que puede escuchar para vaciar su cabeza: “Cuando me aumenten las penas / las flores de mi jardín / han de ser mis enfermeras / y si acaso yo me ausento / antes que tú te arrepientas / heredarás estas flores / ven a curarte con ellas”.
¿Cómo te sanan las flores?
No hay nada más conmovedor que cosechar lo que uno sembró. Porque el sistema te obliga a sembrar con trabajo y esfuerzo a destajo. El éxito en este capitalismo financiero está vinculado a entregar tu cuerpo y tu alma a una corporación, a un patrón, a un proyecto empresarial.
Ser exitoso es un enorme sacrificio, excepto para los herederos o para los artistas con fortuna y sin la preocupación del pago del arriendo, el gas, el agua. Siembras con esfuerzo y con suerte vas a conseguir una jubilación.
El mundo nos promete muy poco. Cuando nos apartamos del mercado y descubrimos que al sembrar semillas de cilantro, cosecho cilantro y a la ensalada le puedo agregar el cilantro que planté, se experimenta una sensación que no se puede comparar a nada más.
Parece un cliché o algo mínimo, pero todo aquel que lo haya hecho me va a entender. Y el que no, lo puede experimentar porque está a tiempo.
Sin embargo, viviste muchos años en una vorágine de viajes, lanzamientos, cursos. ¿Fue tu cuerpo el que te dijo para?
He tenido distintos momentos en los que he logrado desenchufarme. Después de una gira estaba en Guadalajara y tomé un ascensor en uno de esos hoteles donde se alojan los autores cuando van a las grandes ferias.
Y creí morir cuando estaba subiendo. No estoy seguro de que haya sido un ataque de pánico, pero sí me mareé y estuvo por darme un pico de estrés. Había llegado a un ritmo tan tóxico, que tuve que parar.
Eso significó que al año siguiente el niño que era mi ahijado, Pablo, vino a vivir a mi casa de lunes a viernes. Y en la experiencia, pasaron cosas que hicieron que empezara el proceso de adopción y ese parar me convirtió en padre.
Y tuve que dejar de viajar para criarlo porque soy padre soltero. Pero esta pandemia me encontró con este lugar en el campo, mi hijo está grande y tuve un tiempo exclusivamente para mí. Y en esa soledad descubrí que no había un otro necesariamente humano, que lo no humano también me interpelaba.
“El tercer paraíso” es una indagación sobre la sobrevivencia en la extinción y la búsqueda de la felicidad. Aún ante una enorme tragedia, como la de un clan familiar que proviene de una historia de violencias casi atávicas que los envuelven y los condenan, al mismo tiempo que también ellos buscan la felicidad.
Así relatas uno de los episodios de violencia que sufría Nadia, tu mamá, en manos de su papá: “Elías se acercó lo suficiente y le dio una patada que la hizo volar y terminar más allá. Al caer dejó bajo su vestido de flores un charco de pis que la llenó de vergüenza”. ¿Cómo fue escuchar esas historias de tu madre?
La novela está basada en la existencia de una madre, pero las historias fueron contadas por Nadia y por muchas otras mujeres. La lengua materna nos habita hasta que morimos y América Latina ha sido construida por las voces de las mujeres y hay un punto en que ya no es importante distinguirlas.
La madre huele, a la madre se la siente, su abrazo, su teta. Hasta su golpe, su rechazo. La madre es un cuerpo. La lengua materna es inasible, es cultura, es política, es sentir. Si hablamos de la madre, sí hubo una mujer allí, una mujer sola, deprimida, acosada por todos los fantasmas, que no sabía cómo sanar sus heridas y compartía con el hijo los secretos que no le podía contar a nadie.
El acceso a las historias quizás haya sido lacerante para ese niño. No lo sé, pero lo volvieron un narrador.
Cuando ella llegó a la edad en la que tomó conciencia de que quizás había hablado de más, pidió perdón. Yo ya no necesitaba el pedido de perdón, tampoco sé si la perdoné. Lo que ha ocurrido es otra cosa.
Yo soy feliz con ella en el lugar que le toca estar y sobre todo como abuela. No necesito nada para mí, porque yo ya me proveo de lo mío y escribo la historia que quiero y no le pido permiso ni a ella ni a nadie para escribir.
“Su madre entró en una crisis de llanto. Gritaba algo incomprensible. Supo que se venía una paliza. Que la pesada mano buscaría su cabeza. Que quizás preferiría darle con el cinto, marcarle la espalda con los chicotazos de odio…”
Esa misma madre golpeada es también quien golpea al niño con furia, como cuando lo encuentra con sus ropas… “le arranca el vestido de princesa con sus garras de loca y lo mete bajo la ducha helada para quitarle el demonio y todo rastro de maquillaje”. ¿Cómo se vive y cómo se perdona eso?
El golpeado, lo primero que tiene que aprender es a no golpear. Por eso la deconstrucción de lo masculino es tan importante, por la repetición en cadena de los golpes, que formaron el carácter de tantos hombres y mujeres en América Latina.
La naturalización de la violencia en el hogar constituye la existencia de los soldados narcos, de los guerreros urbanos, de esta masculinidad fighter que se construye en función de la dominación territorial, del valor individual a partir de la exhibición de atributos masculinos vinculados a la fuerza exclusivamente.
La cultura hip hop, la cultura rapera, la cultura trap, la cultura reggaetonera adolecen justamente de este problemita. Y es que el varón tiene que encarnar al conquistador. Te puedo asegurar que la mayoría de ellos deben haber sido niños y niñas golpeados y golpeadas.
¿Cómo romper esa cadena? Algunos tenemos la fortuna del psicoanálisis, otros de la espiritualidad. Algunos simplemente están dotados de resiliencia, pero demasiados repiten la historia. Para mí ya no se trata de una lamentación, la de haber pasado por una experiencia así, ni tampoco de una autoconmiseración.
Al contrario, se traduce en una profunda libertad creativa que me permite lanzarme a la novela y también a la performance. Hay una que sueño hacer y que se titulará, en principio, “Testosterona”.
¿Cuál es tu relación con la testoterona? Porque en el libro relatas que al niño le inyectaron la hormona masculina…
Esa escena es real. Todo lo real que puede ser el recuerdo de una criatura de 6 años. Tuve que escribir el prólogo de un libro sobre cuerpos contemporáneos hecho por escritores de América Latina y me salió un poema en el que recordaba ese lugar al que me llevaban de madrugada en un Ford Falcon con asientos de cuero, la neblina del invierno y entrar a una habitación celeste que parecía una piscina vacía, con una especie de olor a azufre, el olor de los hospitales.
Yo digo que es olor a diablo, y en ese lugar recibía las inyecciones. Las preguntas que me hago después de 40 años es, ¿qué significó eso para mi cuerpo? ¿Cuánto de mi metro 80 y de las piernas de bestia que tengo, se deben a que fui inyectado con testosterona? Quizás lo agradezco porque tengo unas piernas bellísimas, elogiadas, así que no puedo decir que todo estuvo mal.
Pero me pregunto si no es algo superior a la cuestión química, lo que produjo esa inyección de hormonas, ¿cómo influyó en mi construcción de masculinidad?, ¿cuánto me he equivocado, cuánto tiempo he perdido, cuánta energía he gastado en ser yo también un conquistador?
En España, como chiste, comenzamos a decir con mis amigas escritoras que yo no me gané el Premio Alfaguara, sino el “premio alfaguarra”, porque soy al mismo tiempo un macho alfa y una mujer guarra.
¿Ambas cosas?
He sido un macho alfa y quizás todavía lo sea. He percibido el mandato de lo masculino tal como todos los varones del mundo, pero sobre todo de este continente tan macho.
Ese chiste hace un cuestionamiento respecto a cuánto de esa hormona química no ha sido también una cultura en la que estamos inmersos los machos latinoamericanos y que nos impone la conquista, y no el abrazar una sensibilidad que nos posibilite rescatar la mujer que hay en nosotros, lo femenino, por más machos que seamos.
¡Cuánto mejoraría el mundo si lográramos reconciliarnos con la idea de que lo binario nos condena a lo masculino y lo femenino. Si pudiéramos separarnos de allí, descubriríamos una infinita gama de posibilidades para ser, para estar, para crear, para criar, para transmitir valores, para producir arte, ciencia, conocimiento, capital.
¿Y cómo es deshacerse de lo binario a estas alturas, a los 50?
Lo primero que hacemos es pensar que se trata de cómo ejercemos nuestra sexualidad. No se trata de follar con mujeres, con hombres o con transexuales. Hay que salir de la lógica de la sexualidad, para entrar en una mucho más profunda, que ni siquiera tiene que ver con la identidad.
Yo creo que salir de la binariedad nos lleva a una experiencia humana más compleja, más democrática y más sensible. Y que recién comienza. Tuve la experiencia de la relación con un joven, lo conocí varón y con el tiempo se transformó ni en varón ni en mujer, simplemente en alguien no binario y cambió de nombre. Tuve que enfrentarme a mi propia limitación.
Y así, a medida que uno avanza y que baja sus prejuicios, es probable que se encuentre con situaciones que le demandan una deconstrucción. No por voluntad. No es que un día uno se levante y diga hoy voy a deconstruirme y a ser un poco menos binario. Pero si somos sujetos inquietos, que nos movemos con sujetos inquietos, en algún momento se nos requiere una transformación.
Dices: “El paraíso no existe porque no lo deseamos”. Planteas que cada quien puede crearlo, pero toda idea de edén o de cielo, no está acá, está lejos…
Lo peor de todo es que se supone que para encontrar el paraíso te tenés que morir. Pero se abre la posibilidad en la medida en que detectamos dónde está nuestro deseo y hacia dónde queremos ir. Porque el paraíso no es necesariamente el jardín.
El jardín es una metáfora para ingresar a una lógica laberíntica. Yo hablo de un laberinto iluminado. A veces nos sentimos perdidos. En la próxima curva, no sabemos si agarrar a la derecha o a la izquierda. Estamos sometidos a la toma de decisiones y nos debemos hacer conscientes. En la escucha de lo propio está la clave.
El problema es el tremendo ruido y cómo aprendemos y nos atrevemos a tomar decisiones en la multitud, en la vorágine. Y cómo logramos negociar con los tiempos, con los que nos ganamos la vida además.
Cómo hacemos para ir negociando el tiempo propio que nos permita escuchar, fantasear, imaginar. Porque se trata sobre todo de imaginar cuál es nuestro personal paraíso.
El lugar donde debiera estar la felicidad, que aparece como un estado tan manoseado como inasible…
Cuando nos metemos con el amor, la muerte, la felicidad o cualquier tema universal, sobre todo aquellos desgastados por Hollywood, Netflix y Amazon, pareciera que nos alejamos de la seriedad, de lo intelectual.
Y lo intelectual tendría entonces la única misión de dar cuenta de la tragedia, cosa que yo hago desde que tengo 18 años. Mis libros anteriores son sobre jóvenes ladrones, narcotraficantes que se matan entre sí, femicidios, travesticidios, crímenes de odio y todo lo que en las ciudades de América Latina se ha ido gestando a partir de la inequidad, la injusticia.
Quizás si no hubiera hecho ese camino no estaría habilitado para hablar de felicidades, pero también estoy embarcado en una experiencia política personal de cuestionamiento de la noción de futuro. El problema es que la palabra futuro nos la robaron hace algunos años y ha dejado de significar algo positivo.
Por eso hablamos de futuridades. Lo dicen los filósofos contemporáneos en términos de crear una condición de posibilidad, para no vivir en una realidad donde la única promesa es ver el modo más siniestro de sufrir que nos promete el devenir.
El devenir nos puede prometer también lo que nosotros creamos y lo que nosotros creemos. Por eso, para mí, creación y creencia son dos palabras que se me antoja juntar.
¿Cómo experimentas la felicidad?
En ramalazos, yo soy de las intensidades, no soy el personaje de la novela que busca una felicidad más calma, vinculada a la respiración de lo natural. A mí me llega de modo mucho más contundente y así como viene, se va. Es inasible, es inesperada.
Creo que me voy a calmar en algún momento, pero todavía sigue así.
Cuando murió tu abuela Alba llevabas crisantemos, y en la tumba de tu abuelo Elías arrojaste junquillo. ¿Has pensado en las flores para tu entierro?
Las mejores serían las de mi jardín. Ojalá que mi jardín tenga flores para entonces. Eso significa que uno tiene que estar alerta porque puede llegar en cualquier momento. Nadie tiene comprado el futuro. Sería bonito.
Esta entrevista fue elaborada para la versión digital de Centroamérica Cuenta, festival literario celebrado en Ciudad de Guatemala,Guatemala, entre el 26y el 29 de mayo.
La edición de 2022 estuvo dedicada a la escritora española Almudena Grandes, fallecida en noviembre de 2021.
Diana Massis
BBC Mundo@Centroamérica Cuenta
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