Cuando la corrección política es funcional a los extremismos
MILÁN
Estamos en plena Cuarta Guerra Mundial. En las tres anteriores, por lo menos había posiciones netamente contrapuestas. Incluso en la Tercera, la así llamada Guerra Fría entre Occidente y el mundo soviético, que terminó con el derrumbe de la URSS y que dejó 45 millones de muertos entre 1945 y 1989 en los más diversos países de la Tierra.
Pero en esta Cuarta Guerra Mundial, que hace apenas unos días hizo estragos en París, después de hacer lo mismo en varios lugares más, no se sabe bien quién pelea contra quién. En ese caos en el que está sumido Medio Oriente, por ejemplo, no parece fácil distinguir a nuestros aliados de nuestros enemigos. El más claro ejemplo es Bashar al-Assad, que ha sido alternativamente descripto como un tirano por abatir o como un posible aliado.
En medio de esta enorme nube de sangre es difícil combatir a quienes siembran la devastación, en otras palabras, Estado Islámico. Qué profética terminó siendo la oposición de Juan Pablo II a la guerra de Irak, una oposición que ciertamente no nacía de ninguna simpatía por el feroz déspota iraquí ni de ningún pacifismo abstracto, un concepto que le era ajeno, ya que su propia experiencia histórica le había enseñado que la guerra, siempre atroz, a veces es inevitable.
Pero el papa polaco sabía que perturbar el precario y odioso equilibrio, pero equilibrio al fin, de aquella Babel de Medio Oriente, desencadenaría una atomización incontrolable de la violencia. Y cuánto más inteligente fue Ronald Reagan de lo que años después lo sería George W. Bush, cuando para cortar el apoyo de Khadafy al terrorismo se decidió por una acción brutal pero rápida y eficaz. A Reagan nunca se le ocurrió enviar tropas norteamericanas para que quedaran varadas durante quién sabe cuántos años en el desierto de Libia, mientras que la invasión de Bush hijo a Afganistán ya ha durado el triple que la Segunda Guerra Mundial, y sin que se aprecien resultados.
Pero Estado Islámico no es Al-Qaeda. No es una escurridiza sociedad secreta, sino que se autoproclama Estado, por falaz e incorrecta que sea esa definición. Por lo tanto, debería ser más fácil causarle daños sustanciales.
Por cierto que la estrategia perdedora es la adoptada hasta ahora, especialmente por Estados Unidos, con bombardeos esporádicos que no alcanzan para partir al medio al así llamado Estado y que tal vez, debido a las pérdidas no siempre buscadas que causan, terminan dañando o irritando a otras fuerzas y socios políticos. Las bofetadas son inútilmente violentas: o la trompada es para noquear, o es preferible abstenerse.
Desde luego que las masacres de París y otros lugares, con la alteración general de la vida social y colectiva que generan, son execrables.
Sin embargo, podemos criticar la escasa eficacia de los servicios de inteligencia frente a enemigos tan elusivos, aunque también hay que reconocer que es más difícil desentrañar la red de Estado Islámico que la de la CIA o la KGB.
Esta violencia inaudita también afecta indirectamente nuestra relación con el mundo islámico en general y nuestra convivencia con los musulmanes que viven en Occidente.
Pero existe una temerosa cautela, una especie de complejo de culpa o una voluntad de hipercorrección política que terminan siendo funcionales al aislacionismo xenófobo y a la barbarie racista, y que revelan un prejuicio racial inconsciente y por demás inaceptable.
Es imperativo diferenciar el fanatismo asesino de Estado Islámico de la cultura islámica, que nos ha regalado obras maestras de humanismo, de arte, de filosofía, de ciencia, de poesía y de mística, que seguiremos leyendo con amor y provecho. Y aunque seguimos escuchando a Beethoven y Wagner, o leyendo a Goethe y a Kant, incluso mientras la plaga nazi hundía al mundo en un pantano de sangre, de todos modos fue necesario acabar con esa plaga.
Los pruritos bienpensantes suelen revelar un desprecio racista reprimido, o sea, una negación de la paridad de la dignidad y responsabilidad de las culturas, disfrazada de buenismo.
La violencia se reprime con violencia, pero esperemos que también sea exorcizada con la enseñanza del respeto recíproco, imbuyendo incluso en las cabezas más duras la banal pero sacrosanta verdad de que decir Dios en vez de Alá, o viceversa, no debe ser motivo de ofensa para nadie. "Sólo Alá es vencedor", repiten los versos sobre las paredes de la Alhambra. La masacre de París y los estragos de estos días demuestran, sin embargo, que la violencia es más fuerte que el Señor, sin importar cómo se lo llame.
Traducción de Jaime Arrambide
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