Cuando el crecimiento económico tiene efectos desestabilizadores
El 2 de abril de 2018 publiqué una columna de opinión en este diario que titulé "Chile, en la encrucijada". Con motivo del cambio de mando que había tenido lugar el 11 de marzo de ese año, escribí que el vecino país podía estar frente a un problema. Efectivamente, y aunque pudiera resultar paradójico, sostuve que el crecimiento económico -como el que venía experimentando Chile- podía ser profundamente desestabilizador. Los eventos de estos últimos días confirmaron aquella presunción. Así, aun cuando Chile es un caso exitoso de reducción de la pobreza y crecimiento económico, su ciudadanía reacciona con fastidio y violencia frente al aumento de menos del 4% en el precio del metro. ¿Cómo se explica? ¿No deberían esos segmentos aprobar los logros de una democracia que logró pasar del 40% de pobreza a menos del 10%? ¿No valoran estos sectores que el ingreso de los más pobres se multiplicó por tres? ¿Son desagradecidos?
Haciendo uso de algunos de los textos clásicos de la sociología política, sugerí entonces que la explicación reside en el hecho de que "la prosperidad, la urbanización, el alfabetismo y la educación crean elevadas aspiraciones y expectativas que, si no son satisfechas, galvanizan a los nuevos grupos empoderados y los llevan a la acción política". Así, paradójicamente, la modernización económica produce inestabilidad e ingobernabilidad. Hace pocas semanas el presidente Sebastián Piñera se jactaba del oasis de estabilidad que supuestamente era Chile. De repente, todo se desmorona como un castillo de naipes.
Creo que mi análisis ofreció una respuesta a lo que estamos viendo. Los disturbios no son producto de una crisis económica. A diferencia de Ecuador, en donde las protestas se dispararon por un ajuste fiscal impulsado por el Fondo Monetario Internacional (FMI), Chile crecerá este año al 3%. La explicación es más profunda y está relacionada con estos sectores que ven insatisfechas sus demandas crecientes. El milagro económico chileno, el "mejor alumno" de la región, es innegable. La desigualdad del ingreso, sin embargo, sigue siendo brutal. Los servicios básicos (transporte y educación) son caros. La clase política y los sectores empresariales son sumamente elitistas. Están aislados de las demandas sociales y se han visto salpicados recientemente por escándalos de corrupción que dejan traslucir la penetración de los intereses privados en la esfera pública.
A las demandas insatisfechas de los nuevos sectores medios y estudiantiles, se les suma la torpeza de esta clase dirigente. La insensibilidad y la violencia que mostraron las autoridades son sorprendentes frente a una protesta que, al comienzo solamente, invitaba a "colarse" en el metro. El ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, sugirió que los usuarios deberían madrugar para aprovechar la rebaja en el precio del boleto antes de las siete. Piñera fue fotografiado mientras cenaba en un restaurante de un barrio acomodado mientras Santiago se llenaba de barricadas y comenzaba a arder. Lo que sucedió después fue peor: ante protestas lideradas por sectores medios, estudiantiles y partidos de izquierda, el presidente decretó el estado de sitio y, luego, por primera vez desde el retorno a la democracia, el toque de queda. La imagen de los carabineros reprimiendo con dureza y los tanques en las calles trajo los peores recuerdos de ese pinochetismo que parecía haber quedado atrás. Como si todo esto fuera poco, Piñera afirmó en las últimas horas que Chile "está en guerra contra un enemigo poderoso", lo que sugiere que la militarización de la protesta no cederá.
La combinación de sectores medios con aspiraciones insatisfechas y la incapacidad de la clase dirigente de anticipar el problema y responder adecuadamente probó ser un cóctel explosivo. En mi opinión, sin embargo, esto no significa que todos los chilenos impugnen el modelo económico: hace menos de un año eligieron a Piñera para un segundo mandato. Simplemente, la población reclama un acceso a la prosperidad económica a la que no puede llegar por una cancha inclinada, una promesa incumplida de meritocracia e igualdad de oportunidades y un gobierno que la escuche.
El autor es docente de UNSAM y UTDT
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