Pocos países pueden adjudicarse el éxito total ante el coronavirus, y menos aún pueden hacerlo cuando por delante está el fantasma de los rebrotes y de una recesión económica que, como la pandemia, aún no reveló su verdadera dimensión. Ningún país tiene la receta perfecta para enfrentar al gran mal de 2020. No hay una en particular; la canasta de variables es tan grande y sensible que, al cambiar una sola de ellas, el impacto del virus puede pasar de ser aceptable a ser catastrófico. Pero en esa fórmula mágica y aún no descubierta hay un ingrediente que sí se insinúa siempre necesario y hasta excluyente: la precisión de los números, indispensable para construir el mapa real de la pandemia y no navegarlo a ciegas y para medir la efectividad de las políticas aplicadas para contenerla o suprimirla.
En su evaluación sobre los posibles escenarios pospandemia de un país, la consultora de riesgo Eurasia enumera las variables que influyen en el resultado: la infraestructura sanitaria; la capacidad política del gobierno; el alcance de sus planes de asistencia y estímulo; los recursos económicos y la eficiencia del Estado; la cohesión y el comportamiento de la sociedad; la gestión de sus expectativas y su confianza en las elites políticas, económicas y científicas.
Igualmente crítica en el resultado es la calidad de los datos epidemiológicos; es determinante no solo para radiografiar el avance del virus y anticipar su recorrido sino también para saber cómo y cuándo flexibilizar las restricciones sociales, para rehabilitar la economía pese a los rebrotes, para reabrir los colegios y universidades y para proyectar cómo y a quién aplicar una eventual vacuna.
La relevancia de determinados números crece en función del estadio de la pandemia. En las etapas iniciales del brote, el número sobre cuánto y cómo se testea y cuánta es su positividad es decisivo para medir el alcance del virus mientras que, una vez que la pandemia avanzó en su crecimiento exponencial, el dato sobre cuánto tardan esas pruebas en ser procesadas es fundamental para el rastreo y aislamiento de los contactos de un contagio.
Hay, sin embargo, un número indispensable para medir la virulencia y letalidad del coronavirus, en cualquier fase, que parece simple de obtener y no lo es: la cifra real de muertes y contagios. Una observación de los números reales estimados arroja buenas señales y llamados de atención para la Argentina.
¿Cuántos se contagiaron y cuántos murieron?
Junto con otras palabras que apenas conocíamos hace un año quienes no somos científicos -como inmunidad de rebaño, tasa de reproducción (R0) y, sobre todo, coronavirus-, subreporte es un vocablo en auge. Todos los virus dejan una huella de infección sin medir, por varias razones; en el caso del coronavirus esas causas son múltiples, entre ellas está, fundamentalmente, la enorme cantidad de enfermos asintomáticos y leves que produce y la insuficiente capacidad de testeo que tiene la gran mayoría de países.
Para solucionar el interrogante que deja el subreporte y que oscurece la radiografía del estado de una pandemia en un país, la epidemiología apela a un factor de corrección, que se aplica no solo con el Covid-19 si no también con otras enfermedades contagiosas y que surge del examen de la diferencia entre las infecciones confirmadas y la seroprevalencia en una muestra determinada. Para definir con más precisión el número de decesos, los especialistas calculan la mortalidad excesiva, es decir la cantidad de muertes registradas en comparación con igual período en años anteriores.
Hasta hoy, el intento más ambicioso de darle una exacta dimensión a la pandemia que rige al mundo de 2020 es el de dos investigadores de la escuela de gestión Sloan del MIT. Hazhir Rahmandad y John Sterman analizaron las cifras, curvas y patrones del virus y las medidas de distanciamiento en 84 países y estimaron que la cifra real de contagios es, en promedio, 12 veces mayor a la de las infecciones confirmadas y las muertes, un 50%.
De ser así, las cifras reales estimadas de infección y muerte alcanzarían hoy los 189.600.000 contagios y los 895.850 decesos mientras que los confirmados son 15.800.000 enfermos y 639.000 fallecimientos.
Así como varía de enfermedad en enfermedad, el factor de corrección cambia de país en país en función de factores biológicos, demográficos, económicos, sanitarios o edilicios, entre otros. Tanto se modifica ese factor que un estudio del Centro para el Control de Enfermedades de Estados Unidos, difundido esta semana en un estudio y realizado en 10 ciudades, muestra que la verdadera cifra de infecciones es entre 6 y 24 veces mayor a la registrada, dependiendo del lugar. Para Estados Unidos en general, ese factor es de 10.
En la Argentina, hoy en etapas anteriores a las de la pandemia en esos país, no hay todavía estudios de alcance nacional sobre el factor corrección. Pero si se le aplica el promedio adelantado por el estudio de MIT (12), los números argentinos reales serían 1.776.000 contagiados (148.000 informados) y 4083 muertos (2722 confirmados).
En base a una investigación de seroprevalencia en la Villa 31, el barrio que, en mayo, fue el punto caliente del virus pero hoy ya parece haberlo superado, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires llegó a la conclusión de que, en la Capital, el número de contagios confirmados se debe multiplicar por 10 para llegar a la cifra real; es decir que los infectados reales serían hoy más de 500.000, un 17,5% de la población.
Conocer la cifra real de infectados y muertes ayuda a un gobierno a asignar sus recursos y administrar los riesgos con mayor eficiencia para preservar no solo la salud sino también la economía. Esa precisión y transparencia en las cifras es también esencial en la concientización de una sociedad, un comportamiento tan determinante como las políticas públicas en el control de la pandemia.
Otro descubrimiento de los investigadores es que el tamaño del número de contagios y muerte afecta el comportamiento social y lleva a la gente a respetar más las medidas de distanciamiento social, un hábito que, a su vez, hace bajar la cifra de infecciones.
Dos indicadores críticos pero aún imprecisos
El gobierno de la Ciudad estima que el desvío del número de muertes informado es "anecdótico" porque se mide y difunde la cifra con bastante precisión aun cuando se escapen casos en función de la definición del fallecimiento.
La falta de ese dato ese uno de los tantos baches que dan forma a una de las grandes ironías del coronavirus. El registro de datos y la producción de investigación sobre el coronavirus es prácticamente aluvional en todo el mundo desde enero pasado. La pandemia es uno de los fenómenos que más conocimiento generó en menor tiempo en la historia reciente. Aún así los misterios sobre el Covid-19 siguen siendo mucho mayores que las certezas e, incluso más, las investigaciones arrojan muchas veces resultados contradictorios.
Entre esos misterios sin cerrar, hay dos que son determinantes para la radiografía actual y para el análisis más predictivo, es decir para tomar las decisiones tales como la forma y duración de una cuarentena y o la preparación de los sistemas hospitalarios.
El primero de esos indicadores es la tasa de muerte por infectados reales (IFR, por sus siglas en inglés). Calcular esa cifra para el Covid-19 en plena pandemia y apenas siete meses después de que el virus fuera identificado, puede ser una tarea dantesca. Primero, precisamente porque aún no es claro el número de infectados por la enorme cantidad de asintomáticos o enfermos con síntomas leves y segundo, porque tampoco es transparente el número de muertes ante el subregistro.
A falta de esos números reales, la tasa de muertes por casos confirmados (CFR, por sus siglas en inglés) provee un indicador parcial sobre la letalidad del virus. En la Argentina, es hoy de 1,8% pero en Italia, donde el virus atacó a una población más envejecida y más temprano en la pandemia, cuando los tratamientos estaban menos avanzados, la CFR fue de más de 13%.
Para la Escuela de Higiene y Enfermedades Tropicales de Londres, uno de los más prestigiosos centros de estudio de enfermedades infecciosas, habría -a nivel global- entre 5 y 10 muertes por cada 1000 infectados, es decir una IFR de 0,5 a 1% (para la gripe estacional es de 0,1%). Claro que esas cifras varían en función de ciertos factores, como la edad de la población, la conformación socioeconómica, la existencia de comorbilidades, la infraestructura sanitaria, la actualización de los tratamientos médicos, la definición de muerte por o con Covid-19 y la estrategia de testeo de un país. En China, donde los estudios más avanzados están, el indicador general es de 1,38%, pero para los menores de 60 es 0,318 mientras que para los mayores de 60 es de 6,38%. En el crucero Diamond Princess, un caso casi perfecto de análisis porque se testeó a 3700 personas, todo el pasaje y la tripulación y, por lo tanto, una señal de la verdadera letalidad del virus, el IFR fue de 0,6%.
El otro indicador decisivo para el futuro es el umbral de la inmunidad de rebaño. Al irrumpir el coronavirus, los especialistas advirtieron que para alcanzar la inmunidad de rebaño -y por lo tanto desacelerar y controlar decididamente la circulación del virus y levantar las restricciones sociales- era necesario que el 60% de la población estuviera contagiada.
Lejísimo está el mundo de ese número. Hoy hay unos 120 estudios de seroprevalencia realizados o en marcha en el planeta para detectar uno de los datos básicos para llegar a ese indicador: cuánta población se infectó ya realmente del virus. Ninguno muestra que algún país haya alcanzado ese nivel y todos advierten que el planeta está a años de hacerlo.
Pero esa cifra de 60% está estimada en función de una población completamente homogénea. Y si se incluye las hetereogeneidades propias de cualquier sociedad y se toma un R (la inmunidad de rebaño se calcula sobre la base de ese número, que para el coronavirus está entre 2 y 3) de algo más de 1 -limitado por el distanciamiento social- es probable que la inmunidad comunitaria necesaria para aplacar la pandemia sea menor.
Un estudio de la Universidad de Nottingham y la de Estocolmo publicado en Science, hace un mes, incorporó algunas hetereogeneidades y calculó, con un modelo matemático basado en grupos etarios y sus niveles de actividad, que el umbral de esa inmunidad podría ser más bajo, del 43%.
Dentro del margen de dudas que provocan los estudios sobre un virus que apenas tiene siete meses, otra investigación, realizada por 10 especialistas de universidades de Europa, Brasil y Estados Unidos y publicado en mayo, reduce incluso más el umbral y lleva a la inmunidad de rebaño para el coronavirus a entre el 10 y el 20%, sobre todo si se llegó a esa protección de forma natural y no a través de una vacuna.
En sus resultados, el estudio del MIT calculó, en base a los números reales estimados de contagios, la prevalencia del virus (porcentaje de la población infectada) en los 84 países estimados. Y encontró que ninguno supera ese 20% y que los pocos que se acercan a ese umbral son sudamericanos: Ecuador (18%), Perú (16,6%) y Chile (15,5%).
La Argentina, ¿un país y 24 curvas?
Esos tres países son, junto con el resto de América del Sur y Estados Unidos, los epicentros del virus. Y todos comparten una particularidad, también presente en el anterior epicentro, Europa. Las grandes ciudades fueron, desde Guayaquil a Nueva York y Madrid, desde Santiago a San Pablo y París, las más afectadas en la primera etapa del brote en cada país.
Además de ser las de mayor contacto con el resto del mundo, esas urbes presentan los tres rasgos que más potencian la transmisibilidad de un virus: muchas personas, en lugares no tan extendidos y con bastante tiempo de interacción (por ejemplo en mercados o transporte público). Las oleadas iniciales en cada país las abofetearon y contagiaron a una enorme cantidad de residentes.
Con un costo que pocas ciudades están dispuestas a pagar, Guayaquil, por ejemplo, habría ya llegado a la inmunidad de rebaño más tradicional para el Covid-19: la mitad de sus 2,8 millones de habitantes se habrían contagiado. Nueva York es otra urbe traumatizada por el virus, con un 23% de infectados, según un estudio de seroprevalencia de mayo pasado. Una tras otra, varias ciudades populosas registran grandes porciones de población contagiada: París, 18%; Madrid, 14%; Manaos, 15%.
Esos números son similares a los de la ciudad de Buenos Aires, si se toma en cuenta el factor de corrección surgido del estudio de seroprevalencia de la Villa 31. De acuerdo con ese factor, el 17,5% de los porteños (unos 500.000) estaría infectado y con un costo bastante menor a ciudades de otros países: su tasa de mortalidad por contagio confirmado es de 2%, entre las más bajas.
Las autoridades del gobierno de la Ciudad creen que con "ese porcentaje no alcanza" para la inmunidad comunitaria pero se ilusionan con que suceda en la Capital lo que ocurre en todas las ciudades con fuerte proporción de contagio: el virus comenzó a desvanecerse y la vida recuperó cierto rasgo de antigua normalidad.
"El 10 o 15% no es inmunidad de rebaño pero actúa como un horizonte en un momento en el que no los hay. Con ese porcentaje el virus circula y se encuentra menos; menos personas se cruzan con él por eso empieza a caer", explicó a LA NACION Roberto Debbag, vicepresidente de la Sociedad Latinomericana de Infectología Pediátrica.
Pese a su cautela, en el gobierno de la ciudad estiman que la "curva está madura" y en unos días la curva empezará a descender. Sin embargo, advierten que esa madurez aún no alcanzó al Conurbano, cuyo primer cordón estaría "dos o tres semanas" detrás de la curva de la Capital. El segundo y tercer cordón vienen "10 días después cada uno", dijo un funcionario del gobierno de la ciudad a LA NACION.
La porción de infectados –y por lo tanto la supuesta inmunidad- varía en la ciudad según el barrio; Villa 31 está en un extremo, con 53% de seroprevalencia, y Versalles, en el otro. De la misma forma, las curvas del Gran Buenos Aires tienen diferentes dinámicas en función del partido. Y también las del resto del país. Si en la probable incipiente inmunidad porteña, hay una buena señal para la Argentina, en las provincias estará el próximo desafío de la pandemia.
Ecuador, Estados Unidos o Brasil son todos países que tuvieron epicentros copados por el dolor y la muerte: Guayaquil, Nueva York, San Pablo, Manos, Río de Janeiro. Cuando la curva de infecciones bajó en esas urbes, el resto de sus respectivos países se empezó a relajar, pensando que lo peor había pasado. Y no fue así.
Pero, como dijo a LA NACION un virólogo argentino que trabaja en Estados Unidos, "es inútil cerrar herméticamente todo porque el virus sí o sí se mete en todos lados". Eso sucedió en América. Ecuador vive hoy un rebrote: mientras Guayaquil dejó atrás la enfermedad, Quito pugna infructuosamente por controlarlo. Nueva York ya respira aliviado, pero los estados del sur y California viven días de pico de muertes y contagio. El norte y el nordeste se estremecieron en abril con el Covid-19, pero ya estabilizado allí, el virus hace estragos en el sur y en el centro oeste.
El conurbano por ahora no tiene la tasa de contagio de la ciudad. Y las provincias, casi fortificadas en sus límites, parecen ser oasis. Si se repite la dinámica del resto del continente, ellas tendrán sus propios llamados de atención y sus picos. Jujuy empieza a transitar ese camino y Santa Fe lucha por no enfrentarlo.
Sin embargo, como sucede con Quito, donde el número de contagios es mayor al de Guayaquil, pero con la mitad de muertos, "tendrán mejores armas" para enfrentar al virus que estremece al mundo, según advirtió Debbag.
Esas armas no son los tratamientos médicos perfeccionados o un avanzado conocimiento científico, sino también estrategias sanitarias que probaron ser efectivas en otros países, como el rastreo y aislamiento de los contactos, o la permanencia de las medidas de distanciamiento social básicas.
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