Crónica del regreso a Kiev: tras la salida rusa de la periferia norte, la capital busca dejar atrás la presión de la guerra
Después de un mes, la enviada de LA NACION retornó a la capital ucraniana donde las tropas invasoras desplegaron un brutal cerco en el norte y nunca llegaron a entrar
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KIEV.- Me había ido una gélida mañana del 3 de marzo. Kiev era una ciudad fantasma, militarizada, en guerra, bajo sitio, donde sonaban todo el tiempo las sirenas que indicaban que había que bajar a los refugios por los ataques aéreos, donde los estruendos a los lejos hacían temblar las paredes, donde reinaba el miedo por un asalto inminente del ejército ruso.
Volví un mes y tres días después y reina un silencio impactante en Kiev. Una ciudad que sigue siendo fantasma, militarizada, plagada de check-points, con sus edificios rodeados de bolsas de arena, avenidas marcadas por obstáculos antitanques -los denominados erizos checos-, con las vidrieras tapiadas con láminas de madera, pero que ya no está bajo sitio. Kiev ya no es una ciudad en guerra, sino la capital de un país que sigue en guerra. Una ciudad que después de haber vivido casi seis semanas de terror, vuelve a respirar.
“Kiev está empezando a vivir, hay gente que está empezando a volver, algunos cafés y algunos restaurantes empiezan a reabrir sus puertas porque las tropas rusas se fueron”, dice a LA NACION Andrei, el conserje del hotel al que llegamos junto a colegas italianos pasadas las seis de la tarde. “La gente tiene que trabajar, ganar dinero y volver a vivir su vida de siempre”, agrega este joven de 27 años, cuyos padres, según cuenta, viven en Portugal.
“Desde el 2 de abril las sirenas que advierten de ataques aéreos suenan una vez al día. Antes del 2 de abril, sonaban al menos diez veces por día. Desde que se retiraron las fuerzas rusas de esta zona, está todo ok”, asegura. “Ya no se oyen explosiones de misiles o de artillería, la situación ha cambiado dramáticamente: la gente está volviendo”, insiste Andrei, que forma parte de esa mitad de la población de esta capital que se ha quedado pese al brutal asedio ruso y el miedo.
Llegar a Kiev desde Odessa, que queda a menos de 500 kilómetros al sur, es mucho menos difícil de lo que uno puede imaginarse. Si bien la idea era viajar hasta aquí en tren, considerado el medio más seguro, ya no había lugares disponibles, fiel reflejo de que es verdad que hay gente que está regresando porque los rusos ya no están.
Como otros colegas habían hecho el trayecto en auto y nos habían contado que no habían tenido problemas y que también era seguro y se tardaba menos tiempo, también decidimos optar por la ruta.
A bordo de un Dacia Logan manejado por Oleg, taxista de 32 años de Odessa, llegamos a Kiev en menos de 6 horas, recorriendo la M05, una autopista de cuatro carriles en perfecto estado porque nunca hubo combates en esta zona centro-occidental de Ucrania.
En verdad, sólo la existencia de decenas y decenas de controles marcados por barricadas y trincheras con la bandera ucraniana amarilla y celeste, bloques de cemento, redes de camuflaje, ametralladoras, recuerdan que hay una guerra en curso. En los controles, soldados con chaleco antibala, casco y kalashnikov controlan rigurosamente la acreditación del Ministerio de Defensa indispensable para moverse. En el camino, con poco tránsito, se ven camiones que transportan mercancías, vehículos militares, algunas ambulancias, coches particulares y algunas cuatro por cuatro blancas con chapa diplomática y el logo celeste de las Naciones Unidas.
En una geografía ondulada -como si se tratara de Uruguay-, el paisaje es típicamente rural. Campos con cultivos recuerdan eso de que Ucrania siempre fue “el granero de Europa”, se ven algunos lagos y árboles en flor que indican que ya llegó la primavera. En cada pueblo que dejamos al costado de la autopista hay trincheras más o menos precarias realizadas con troncos, viejas cubiertas y las habituales bolsas de arena. No todas las estaciones de servicio están abiertas y muchas se han vuelto virtuales fortines militares.
Al acercarnos a Kiev los chek-points se van multiplicando. Se ven al mismo tiempo bosques, fábricas, zonas de esparcimiento, como el “Texas Ranch Steak House”, donde no hay un alma. Impresiona ver decenas y decenas de localidades fantasma, donde todo parece haber quedado detenido al 23 de febrero, el día anterior al comienzo de la guerra insensata de Vladimir Putin que puso en vilo al mundo. Saltan a la vista edificios a medio construir, acompañados por grúas inmóviles desde hace semanas.
No hay señales de guerra o destrucción, salvo un auto totalmente abollado, abandonado cerca de unos bloques de cemento de una de las miles de barricadas, que ha sido evidentemente víctima de un accidente, no de un bombardeo.
Queda clarísimo que las tropas rusas nunca llegaron a la zona sur de la capital. Sino que esa famosa columna de más de 70 kilómetros de blindados que ingresó en los primeros días de guerra desde Bielorrusia, aterrando a todo el mundo, finalmente se detuvo en las zonas al norte de Kiev. Esas zonas que hoy están conmocionando al mundo, donde soldados rusos y bielorrusos, como denuncian, cometieron espantosos crímenes de guerra y sembraron muerte, destrucción, violencia.
Al atravesar esos barrios de la periferia sur donde tampoco hay nadie, fantasmas, pero donde tampoco hay ruinas, sino que se ven las típicas casas de campo ordenadas, edificios, palacios, intactos, uno reflexiona sobre el destino. Quienes por casualidad vivían en Bucha, Irpin y demás localidades al norte de Kiev, se enfrentaron con la peor brutalidad de la que es capaz el ser humano. Quienes vivían en esta zona sur ahora desierta pero intacta, tenían deparado otro destino.
Ya en Kiev, ciudad aún militarizada y repleta de barricadas, al costado de la avenida comienzan a saltar a la vista carteles rojos que dicen “Cuidado, minas”. Al mismo tiempo, comienzan a verse algunos hombres, mujeres y chicos. Algunos pasean alrededor de un lago artificial de un parque del barrio de Holosiv.
Como esa mañana del 24 de febrero que comenzó la guerra, cuando me había llamado la atención que había una florería abierta, entre diversos kioscos cerrados veo uno abierto que vende tulipanes. Tampoco hay destrucción en el centro, donde, se levantan, en el medio del silencio, intactos y en todo su esplendor, el inmaculado estadio olímpico de Kiev, el Teatro Ukrania y el antiguo edificio color ladrillo de fines del siglo pasado de la Universidad Nacional Taras Shvchenko. Los semáforos funcionan y llama la atención la limpieza de las calles semi-desiertas, donde reina un clima totalmente distinto al de hace un mes.
“El presidente ruso está totalmente loco, nadie sabe qué planes tiene en la cabeza, pero la verdad es que su ejército ya se retiró y no creo que vuelva de nuevo a Kiev”, dice Andrei, el conserje del hotel, con ojos llenos de esperanza. “Si uno quiere tomar una ciudad tiene que luchar hasta el final, no se retira como hicieron los rusos”, agrega este joven, que está convencido de que la batalla final de esta guerra que mañana cumple 6 semanas se librará en la disputada región del Donbass, en el sudeste de esta exrepública soviética hoy bajo la lupa del mundo entero.
¿Cuándo cree Andrei que terminará esta guerra? “Todos quieren que termine lo antes posible, pero para mí quizás en un mes o dos”. ¿Cómo terminará? “Nosotros vamos a ganar, estamos más unidos que nunca y todos apoyamos a nuestro presidente, que es muy valiente y que nadie pensó que fuera tan valiente”, contesta.
Cuando me fui de Kiev con sentimientos encontrados una mañana fría del 3 de marzo pasado, el último abrazo me lo dio Edward, taxista que me acompañó, en medio de un clima de máxima tensión y terror por un asalto inminente que nunca llegó, hasta el lugar de donde partía un convoy que estaba evacuando. Entonces Edward me dijo que estaba listo para sumarse al ejército ucraniano para combatir contra el invasor. Al regresar hoy a Kiev después de un mes Edward, con quien siempre me mantuve en contacto, pasó por el hotel para darme un abrazo de bienvenida. Ya no es taxista: vino vestido con su uniforme mimetizado militar y sus armas porque se sumó al ejército de su país y, como todos los ucranianos, ahora es un soldado.
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