Un viaje en primera clase de un tren de Ucrania en plena guerra: persianas cerradas, servicio de lujo y una advertencia
Sirenas antimisiles y luces apagadas para evitar filtraciones de luz, las nuevas peculiaridades de viajar en medio de la invasión rusa
ODESSA.- Tenían que ser 10 horas y 36 minutos de viaje en tren desde la ciudad de Lviv. Pero al final hicieron falta más de 12 horas y media del heroico servicio ferroviario ucraniano para llegar hasta Odessa, la perla del Mar Negro, principal puerto de Ucrania y ciudad llena de historia y cultura, también blanco de la implacable ofensiva lanzada por Vladimir Putin contra esta exrepública soviética rebelde.
El viaje tendría que haber sido el sábado. Pero hubo que postergar para el día siguiente, domingo, por el doble ataque ruso -a un depósito de petróleo y a una fábrica de reparaciones de tanque- en Lviv. Y fue un viaje sorprendente por la increíble calidad del servicio, en plena guerra.
El horario de salida del tren con destino a Odessa era a las 22.25. La estación de Lviv, punto de llegada y salida de miles de refugiados que escaparon de los puntos más castigados del este del país, a esa hora gélida de la noche muestra postales aún más tristes. Decenas de personas siguen deambulando con valijas, mochilas y bolsas a cuestas. Hay muchos ancianos en fila ante alguna carpa de organismos humanitarios para tomar un té caliente, un plato de sopa o un sándwich. Se ven muchos gitanos -como siempre discriminados-, con chiquitos mal vestidos y desabrigados que piden limosna.
Una alarma que nadie obedece
El tren con destino a Odessa ya está en el andén número tres una hora antes, pero es imposible subir porque las puertas están cerradas. No hay casi nadie en la antigua estación, construida a inicios del siglo XX y muy parecida a Retiro, donde los guardas no ocultan su nerviosismo: “Por favor, no se puede filmar”, advierten.
Viajo con colegas italianos y esperamos ante el vagón número 4: es el vagón que tiene las cuchetas de primera clase que compramos online.
Pese a que la jornada había sido tranquila, a las 21.45 comienza a sonar una sirena que advierte de un nuevo ataque. Aunque los parlantes llaman a los viajeros a ir a refugiarse en los túneles que hay debajo de los andenes, nadie se inmuta. Ya hizo falta bastante esfuerzo para llegar hasta allí con valijas, chaleco antibala y demás materiales de trabajo -todos muy pesados- como para bajar al subsuelo y volver a subir al andén.
Quince minutos más tarde, aparece Ania, una muy gentil empleada del ferrocarril responsable del vagón de primera clase, que, tras controlar el pasaje, invita a subir y a tomar posesión del camarote, que tiene dos cuchetas.
Pese a que la sirena de alerta por un ataque ruso en curso no ha terminado, a las 22.25, muy puntual, el tren parte. Nos damos cuenta porque nos movemos y no porque ha cambiado el paisaje: por motivos de seguridad, explica Ania, de noche el tren debe viajar con las persianas totalmente cerradas, para que no se filtre ninguna luz que podría representar un peligro, visto que la artillería rusa más de una vez, a propósito, atacó a objetivos civiles.
La primera sorpresa, al arribar al camarote, más allá de la limpieza y la buena calefacción, es encontrar en una bolsa de plástico no sólo fundas para las almohadas, sábana con elástico y funda de edredón de excelente algodón grueso y blanco inmaculado, sino también, un par de toallas celestes. Ania pasa luego a entregar a todos el acolchado, así como un paquete de pañuelos y una toallita húmeda. Más tarde, ofrece un “chai”, un te. Le mando al grupo de Whastapp del Team UCA, mis amigas de la facultad de Ciencia Política, un video que muestra lo fantástico que es el tren. Y una de ellas comenta: “Para pegarse un corchazo, Ucrania en guerra parece más civilizada que Argentina en paz (ponele)”. “Tal cual”, responde otra.
Se trata de un tren de fabricación ucraniana de diez vagones construido en la ciudad de Dnipro, según cuenta Ania. El vagón número 4 está semivacío. Viajan pocas personas más, entre las cuales, un par de periodistas británicos.
“Va a ser una guerra larga”
Cincuentona, flequillo y pelo morocho, Ania, oriunda de Lviv, en diálogo con LA NACION cuenta con orgullo que trabaja en los heroicos ferrocarriles ucranianos -que desde que comenzó la guerra fueron esenciales para evacuar a cientos de miles de personas de sus ciudades- desde 1996.
Destaca que, a diferencia de lo que se vivió al comienzo de la guerra, ahora ya no se ven las escenas dantescas que hubo al principio, con trenes colapsados de gente escapando de sus ciudades, viajando incluso parada o sentada en el pasillo.
También su marido, Serguei, es ferroviario, pero no trabajan juntos. Tienen dos hijos, un varón de 26 años, ingeniero informático, que “por suerte no debió salir a combatir al enemigo porque trabaja en el Servicio de Inteligencia del Estado”; y una hija de 22 años, licenciada en Ciencias Históricas, que trabaja en un museo, ahora cerrado, por lo que es voluntaria en uno de los miles de centros en los que se ayuda con lo que sea a la resistencia.
¿No tiene miedo de hacer estos viajes nocturnos en plena guerra? “Viajar a Odessa es más seguro”, contesta, al admitir que cuando le toca ir a Kiev, la capital bajo asedio desde hace más de un mes, “es más peligroso y se siente”.
Ania, que trabaja cinco días completos -día y noche- de la semana y dos descansa, no cree que la guerra lanzada por Putin, que ya entró en su segundo mes, terminará pronto. “También en este tren suelen viajar muchos soldados, suelo hablar con ellos y tienen la misma opinión...Se ve, va a ser una guerra larga”, afirma, resignada, levantando las espaldas.
No es difícil dormirse mecido por el movimiento y el ruido del tren en las cálidas cuchetas. En el trayecto hay pocas paradas como las ciudades de Ternopil y Khmelnytsky, al principio, en las que nadie baja ni sube.
Cuando amanece ya pueden levantarse las persianas. El paisaje ucraniano viajando hacia el sur ostenta una vasta estepa, algunos bosques secos debido al invierno. De vez en cuando se ven casitas de campo muy ordenadas, tierra cultivada, algunas ovejas, tractores, colmenas de abejas. Parece mentira que haya una sangrienta guerra en curso.
Ania ofrece un último te una hora antes de la llegada a las 11 de la mañana, dos horas más tarde del horario previsto. En la estación de Odessa, otro edificio impactante de principios del siglo pasado, luce semivacía. Es un día de sol y Ania se despide de los periodistas extranjeros con un abrazo y un consejo: “Tengan cuidado, también Odessa es un objetivo de Putin”.