"A estas alturas de 2020, si viene un OVNI y me lleva, más que como un secuestro lo tomaría como un rescate". El texto del meme, encontrado al azar en las redes sociales, podría resumir a la perfección lo que siente la gente desde hace nueve meses, cuando un diminuto virus obligó con la velocidad de un rayo a la mitad del planeta a separarse, confinarse, inmovilizarse y tomar conciencia brutalmente de su propia fragilidad, de que cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa puede pasar: que la Tierra se salga de su eje, que nos trague un agujero negro o que nos invadan los extraterrestres.
"La revelación fulminante de los cambios que padecemos reside en que todo lo que parecía separado está conectado. Lo trágico es que el pensamiento disyuntivo y reductor reina en amo y señor de nuestra civilización", resumió más seriamente el filósofo Edgar Morin.
Bastaron ocho semanas de 2020 para que nuestra omnipotente humanidad viera trastocadas su cotidianeidad, su vida profesional, su relación con los otros y hasta su percepción del tiempo. Mirado con un poco de distancia histórica, desde que apareció el Covid-19, los cambios fueron alucinantes.
Saludar sin tocar, salir con la cara tapada, solicitar autorización para viajar, trabajar y estudiar a distancia… Inimaginables antes de la pandemia, infinitos gestos cotidianos se trasformaron en la nueva realidad del mundo.
Desde la aparición del virus, convivimos a un metro de distancia. Se terminaron los abrazos, los besos y los apretones de manos: ahora todo se hace detrás de un acrílico o de la pantalla de una computadora. Una revolución cultural, sobre todo en aquellos países donde rige el sacrosanto principio "del contacto y la proximidad", según el sociólogo Mohamed Jouilli.
"Todo va a cambiar. O, más bien, todo continuará como antes, pero más rápido", predijeron los futurólogos al comienzo de la pandemia. Por el momento, eso queda por demostrar. Lo que es seguro es que la parálisis de la actividad de más de la mitad del planeta durante semanas y semanas a fin de contener el maldito coronavirus modificó profundamente la trayectoria de la economía, la política y las relaciones sociales.
El Covid-19 trajo consigo una aceleración de ciertas tendencias negativas de la década anterior: reforzamiento del poder del Estado sobre los ciudadanos -incluso autoritarismo-, restricción de ciertas libertades en nombre de la seguridad colectiva, aumento de la xenofobia, transformación del patriotismo en nacionalismo desacomplejado, proteccionismo como instrumento recurrente de defensa de los intereses económicos de cada país y, en consecuencia, una casi dislocación del sistema de relaciones internacionales.
Repliegue
En todo caso, las tres grandes fuerzas que modelan el paisaje mundial: la mundialización, la digitalización y la ecologización fueron profundamente afectadas por el shock del coronavirus.
La mundialización había cambiado de ruta desde la crisis financiera de 2007-2008. Antes, el intercambio de mercaderías progresaba dos veces más rápido que la actividad, dopado por la reducción de barreras aduaneras, la apertura de los países comunistas y la ampliación de las cadenas de producción en las grandes empresas. Desde entonces, los mismos intercambios se mueven más lentamente que la actividad. Las empresas tratan de acercarse a sus mercados y los gobiernos intentan cerrar sus fronteras. En ese sentido, las elecciones de Donald Trump en Estados Unidos o de Boris Johnson en Gran Bretaña fueron más bien símbolos del cambio, más que una aberración.
El sismo del Covid-19 acentuó esa tendencia al repliegue, incluso a la desmundialización. Para conservar sus reservas de productos médicos, más de la mitad de los países del planeta impusieron restricciones a la exportación. En los grandes países avanzados, los gobiernos comenzaron a reflexionar sobre la forma de disminuir la dependencia del extranjero y favorecer las relocalizaciones. Las grandes empresas, por su parte, redescubrieron la fragilidad provocada por su dispersión geográfica.
"La crisis debería provocar una contracción de las cadenas de aprovisionamiento del orden del 35%", estimó Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo (BCE).
La digitalización registró, a su vez, una aceleración fenomenal. Su avance había comenzado en forma persistente con la popularización de la microinformática a comienzos de la década de 1980, la celebridad de internet a mediados de 1990 y la aparición de los smartphones en los años 2000. Pero ahora, las compañías petroleras y los constructores de automóviles dejaron de ser las empresas más poderosas del planeta, para ser remplazadas por los actores del universo numérico.
Con el confinamiento y las cuarentenas, miles de millones de hombres y mujeres dieron un brutal empuje al potencial numérico. Millones de seniors se volcaron al comercio online. En los países ricos, el 25% de los asalariados teletrabajaron durante semanas, los turistas visitaron los museos a distancia y los niños asistieron a clases en forma virtual. Una cifra resume ese fenómeno: 200 millones de personas se sirvieron de la plataforma de videoconferencia Zoom durante el mes de marzo.
Cambios irreversibles
"Seguramente habrá un retorno a la ‘normalidad’. Pero diversos cambios serán irreversibles, en particular en lo que toca a la organización del trabajo", afirma el sociólogo francés Jean-Marie Gilbert.
El shock del Covid-19 también llevó a las empresas a activarse en el terreno de la automatización. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), la pandemia provocó "un aumento de la robotización industrial de entre el 70% y 75%". Porque el robot es menos sensible al virus que el hombre (a menos que se trate de un virus informático), y las empresas intentan por todos los medios ganar en productividad para compensar los sobrecostos inducidos por la pandemia, por ejemplo, con las nuevas normas sanitarias.
La relación es menos evidente entre pandemia y ecologización, ese movimiento que nos lleva hacia una producción respetuosa de los equilibrios del planeta: clima, biodiversidad o recursos naturales. Sin embargo, con la crisis y el confinamiento, los Estados comenzaron a gastar miles de millones de euros o dólares para salvar el tejido industrial y sostener el aparato productivo. Teniendo en cuenta que el calentamiento climático ha sido reconocido como un problema mayor de la humanidad -sobre todo desde la Conferencia de París en 2015- parece normal que ese dinero sea invertido en una economía verde.
Y los ejemplos a menor escala en ese terreno no faltan. Para muchos urbanos, la bicicleta fue una de las estrellas de 2020. Escapar a colectivos y trenes, volver a la actividad física tras meses de encierro… Las razones pueden variar, pero el éxito es innegable. Según la Union Sport et Cycle de Francia, las ventas de bicicletas se duplicaron entre mayo y junio en relación al año pasado en el mismo periodo. La preferencia popular fue acompañada en muchos países occidentales por medidas gubernamentales, como la multiplicación de bicisendas en ciudades grandes y pequeñas.
Esa necesidad de "aire puro" también provocó un movimiento general hacia los espacios verdes. Según un sondeo realizado en Europa durante el primer confinamiento, un 45% de los residentes de ciudades tienen intenciones de mudarse a "las afueras", para disfrutar del espacio y evitar riesgos futuros. Una necesidad exacerbada por el éxito del teletrabajo.
La pandemia también parece haber tenido un impacto en nuestros modos de consumo: aceleración de circuitos cortos o venta directa sin intermediarios para los comestibles, multiplicación de los servicios de delivery y de las compras on line. Ni siquiera nuestra forma de vivir la cultura salió indemne del coronavirus: con salas de cine, de espectáculos, discotecas y teatros cerrados, las plataformas de video ganaron terreno en forma exponencial. Uno de esos grandes fenómenos fue Netflix: la empresa ganó 15 millones de abonados en apenas tres meses.
Mirar 2021
¿Cuándo se diluirá el Covid-19? La respuesta -aún indeterminada– a esa pregunta se construye sobre varias otras incógnitas.
La primera generación de la vacuna contra el Covid-19 alcanzó niveles de eficacias que pocos especialistas esperaban, pero enfrenta, también, algunos desafíos: aplacar un virus que, según el Covid-19 Genomics, muta dos veces por mes, en promedio, y hacerlo con varias incertezas, generadas por la velocidad del desarrollo, que tomó menos de un año frente a los más de 10 que lleva habitualmente el proceso.
Esos interrogantes son: ¿qué tan frecuentes y fuertes serán los efectos adversos más allá de las seis u ocho semanas? ¿Podrá la inoculación prevenir no solo la enfermedad o la enfermedad grave sino también enfermedad asintomática y cortar así con el contagio?¿Cuánto durará la inmunidad y, por lo tanto, cada cuánto deberán las naciones embarcarse en la dantesca tarea logística de vacunaciones masivas?
Con una minuciosa vigilancia a lo largo de 2021, las autoridades sanitarias de la gran mayoría de los gobiernos y los laboratorios apuntan a contener los efectos adversos y confrontarlos en las próximas generaciones de la vacuna.
En cuanto al tipo de inmunidad y su duración, el indicador más sólido viene, por ahora, del reporte científico de la vacuna de Pfizer, publicado por los investigadores que participaron del desarrollo y los ensayos –entre ellos el médico argentino Fernando Polack– en The New England Journal of Medicine.
"Estos datos no hacen referencia a si la vacunación previene la infección asintomática", consigna el reporte. Es decir, no hay certezas aún de que la vacuna contra este coronavirus alcance el gran "triunfo" de una vacuna: la inmunidad esterilizante, el blindaje contra la propia infección y un escalón esencial para llegar a la hoy tan ansiada inmunidad de rebaño en un tiempo moderadamente corto.
Sin embargo, la vacuna Pfizer –y las otras –garantizan la "inmunidad protectora", una característica que, aunque no haría desaparecer el virus, sí le haría perder potencia.
"En general las vacunas protegen contra la enfermedad y/o la enfermedad grave. No protegen contra la infección, pero la pueden limitar. Con la inmunidad protectora, el virus se excreta menos y, en consecuencia, va bajando la carga viral con la que circula, por lo tanto se reduce la transmisión. Ese es el escenario más posible con estas vacunas [contra el coronavirus] ", explicó a la LA NACION un virólogo argentino que trabaja en Estados Unidos.
Dos consecuencias tendrá, entonces, ese efecto de la vacuna en el panorama sanitario de 2021 y en la vida de los países más golpeados, entre ellos la Argentina. Al prevenir la enfermedad, ayudará a reducir la morbimortalidad, hoy el objetivo más urgente de todas las naciones.
Por otro lado, con una buena porción de la población vacunada en el segundo semestre, caerán el número de enfermos y la presión sobre el sistema sanitario, y la normalidad recuperará bastante del color previo a marzo de 2020. La pospandemia está entonces ya a la vista.
Pero no del todo, porque el virus no desaparecerá ya que las vacunas no proveen –según muestran los resultados actuales– inmunidad esterilizante. Los especialistas advierten que ciertas medidas de distanciamiento social –como evitar eventos masivos– y el uso de tapabocas persistirán al menos durante 2021.
En los años siguientes, a medida que la inoculación se extienda a todos los países y las nuevas generaciones de vacunas lleguen perfeccionadas y más testeadas, el coronavirus pasará a ser como la polio, la viruela, el sarampión o el cólera, epidemias que, en algún momento, agobiaron al mundo y luego fueron controladas hasta el punto de casi desaparecer.
El otro interrogante clave es: ¿cuánto cambiará al mundo pospandemia? Esa pregunta ronda cada rincón del planeta. Algunas de esas epidemias, sobre todo la viruela y el cólera, marcaron, en su tiempo, los ritmos del mundo, lo traumatizaron y lo forzaron a cambios radicales.
Frank Snowden, uno de los más prestigiosos historiadores de la medicina, postula que las enfermedades infecciosas moldearon la evolución social tanto como las guerras o las revoluciones económicas. ¿Será eso lo que termine sucediendo con el mundo pospandemia de coronavirus?
Jared Diamond, biólogo y geógrafo especializado en la historia de los gérmenes, cree que no, que el impacto del Covid-19 no será el de otras pandemias. "A diferencia de otras epidemias del pasado, este virus no amenaza con causar derrotas militares ni reemplazos de población", escribió en un ensayo de julio pasado.
En decenas de países, entre ellos la Argentina, la pandemia devoró parte de la economía, multiplicó la pobreza, dejó a millones de chicos con pocas horas de clases y encerró a sociedades enteras. Allí la afirmación de Diamond parece algo provocadora. Sin embargo, los tiempos de esta pandemia le quitan fuerza a su impacto.
A diferencia de lo que ocurrió con otras pandemias, como las de la viruela o la peste bubónica (que duraron siglos), el mundo comienza a divisar el final de la crisis apenas un año después de que comenzara. Será, claro, el fin de la pandemia y no de su doloroso legado, y será, también, el momento de pensar en las lecciones.
Algunos de los actos más frecuentes de la vida cambiarán: varias líneas aéreas ya insinúan que exigirán un "carnet de vacunación" para viajar; la higiene y la distancia social serán mayores protagonistas de la rutina; el trabajo se dividirá más entre la casa y la oficina; el comercio digital será parte común del día incluso en los países con baja capacidad de internet.
Pero, si el trauma no es tan grande, como indica Jared, ¿nos olvidaremos rápido de la pandemia y eludiremos las lecciones necesarias para evitar que se repita?
Hay un puñado de naciones que recién comenzarán a vacunar a partir de la mitad del año. Son las que ya experimentan el futuro –una vida en alerta, con cuidados pero sin la parálisis de las cuarentenas interminables– porque aprendieron del pasado.
"Estamos soportando relativamente bien el Covid-19, por lo que no comenzaremos la vacunación si aún no se han verificado sus riesgos; lo haremos en dos o tres meses", dijo Park Neung-hoo, ministro de Salud de Corea del Sur.
Corea del Sur aprendió de las pandemias de MERS y SARS y se preparó al detalle para esta. En el grupo de los países que se pueden dar el lujo de esperar y ver los efectos adversos de la vacuna, están Nueva Zelanda y Vietnam, dos naciones antagónicas en el tamaño y riqueza de su población. Ambas, sin embargo, comparten algunas o las tres características que distinguen a las naciones que enfrentaron con éxito y pocos contagios, decesos y sobresaltos la pandemia; todas ellas en Asia y el Pacífico.
"Capacidades estatales, disciplina social y experiencia pandémica, todas tienen una o más de esas características", advirtió, en diálogo con LA NACION, el politólogo Andrés Malamud, que monitorea el desempeño de algunas naciones ante la pandemia, desde su comienzo.
Ni solo responsabilidad del Estado ni solo culpa de la sociedad. Aun cuando el trauma no sea ni profundo ni duradero como el de la peste bubónica, el desafío que la pandemia le deja a las naciones más afectadas, entre ellas la Argentina, es aprender, cambiar los hábitos y preparar, con consenso, los recursos e instituciones, no solo porque el coronavirus no desaparecerá, sino porque nuevas epidemias llegarán.
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