Coronavirus: en Singapur, dos mundos en los que se materializan las desigualdades de la pandemia
PEKÍN.- Dos mundos caben en la diminuta Singapur. El coronavirus es residual en el que los locales comparten con banqueros alemanes y abogados estadounidenses. En el de los inmigrantes laborales, en cambio, su tasa de contagios roza el 50%. De las dolorosas desigualdades sociales y económicas de la ciudad-estado se había escrito mucho pero la pandemia las empujó a otra dimensión.
Las cifras son el resultado de una aplaudida lucha contra la pandemia, que dejó apenas 29 muertos, gracias a sus ágiles cierres fronterizos, cuarentenas quirúrgicas, detectivescos rastreos de contagios y pruebas masivas y gratuitas. El resultado llega tras dos campañas. La primera había concluido meses atrás con 54.505 positivos en las pruebas de PCR, que detectan contagios presentes. Y la segunda, con las pruebas serológicas que revelan los pasados, añadió otros 98.289 casos.
Esos 152.794 trabajadores acumulados suponen el 47% de los aproximadamente 320.000 inmigrantes de los edificios-dormitorios. Faltan aún otras 65.000 pruebas así que se da por descontado que el porcentaje subirá. Fuera de esos dormitorios donde se hacinan los trabajadores de la India, Bangladesh o Myanmar, aquellos cuya tez morena es menos aceptada, se registraron 4000 casos y una seroprevalencia del 0,25%.
Los inmigrantes son un gremio segregado y tan invisible como necesario en el engranaje de la vibrante capital financiera. Se emplean en la construcción, astilleros, manufacturas o limpieza por sueldos que apenas alcanzan una séptima parte de la media nacional. Sus dormitorios, fábricas reconvertidas en su mayoría, son una fiesta para una pandemia, con comedores y baños compartidos y habitaciones con una quincena de literas. Las pruebas PCR ya habían insinuado la magnitud del problema e impuesto confinamientos estrictos que, tras los últimos datos, se revelan mejorables. Solo los positivos con síntomas medios y graves fueron trasladados a instalaciones de aislamiento. A los asintomáticos o con síntomas leves se los devolvió a las habitaciones con su prueba positiva en el bolsillo y su potencial contagioso intacto.
"Es estremecedor pero, tristemente, no sorprende que la mitad se haya contagiado. El gobierno fue advertido por organizaciones locales e internacionales de derechos humanos de que la cuarentena en cuartos abarrotados, sin posibilidad de aislamientos individuales, era la receta para el desastre", señala Rachel Chhoa-Howard, investigadora en Singapur de Amnistía Internacional. La falta de recursos es discutible: los estudiantes locales y profesionales expatriados que regresaban en aquellos meses a Singapur eran confinados en hoteles de cinco estrellas con vista a la bahía y los gastos pagos.
El gobierno reivindicó esta semana la victoria contra el coronavirus en los dormitorios aireando las cifras oficiales y agradeciendo el esfuerzo de 3000 funcionarios y voluntarios. Solo dos trabajadores muertos, apenas 25 ingresados en cuidados intensivos, ningún contagio desde octubre y luz verde al 98% de la comunidad para que retome sus labores. La tasa de contagio en los dormitorios y la que el ministro de Desarrollo Nacional, Lawrence Wong, definió como "nuestra comunidad", se igualaron a la baja. Ahora comparten 0,1 casos nuevos diarios, una ridiculez.
Pero persisten los dos mundos paralelos. En el primero abrieron los bares, restaurantes y cines y se levantaron las restricciones de movimiento. En el segundo se sale del dormitorio para acudir al trabajo y se regresa sin escalas. "No tienen vida social, no pueden visitar a los amigos, ni comprar, ni siquiera ir a rezar. Es muy injusto. Es como una prisión, nos preguntan cómo pueden salir de ahí. La cuarentena era justificada meses atrás, cuando los contagios eran altos, pero no ahora. El gobierno se volvió paranoico, sigue viéndolos como una amenaza", lamenta por teléfono Alex Au, vicepresidente de la ONG Transient Workers Count Too.
Al régimen carcelario no lo sustenta la lógica ni la ciencia. Primero, porque un contagio cada diez días no justifica el castigo preventivo de 300.000 seres humanos. Y, segundo, porque son el sector más seguro en Singapur, muy cerca de la inmunidad del rebaño, sometido a pruebas cada dos semanas y rebosante de anticuerpos. Las organizaciones de derechos humanos denuncian la factura psicológica que supone el prolongado encierro, con pensamientos suicidas y depresiones. "Mantener a los inmigrantes confinados durante meses cuando el resto disfruta de libertad es una política profundamente discriminatoria. Las cuarentenas deben imponerse siempre respetando los derechos humanos", dice Chhoa-Howard.
El gobierno también anunció esta semana una experiencia piloto que en enero próximo romperá el cerrojo fronterizo. Consiste en un edificio burbuja en las cercanías del aeropuerto con extremas medidas de seguridad para que los empresarios y financieros locales puedan reunirse con "viajeros de alto interés económico".
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