Coronavirus en Roma: cómo es el día a día en una ciudad fantasmagórica, aislada y llena de paranoia
ROMA.- Lo más impactante es el silencio. Roma fantasmagórica, sin tránsito, sin ruido, sin el tradicional caos, sin turistas...Si de repente aparece uno, con barbijo, parece un extraterrestre: ¿qué hace en este momento en Roma, cuando toda Italia se encuentra aislada?
La sensación es la de estar en una película de terror, apocalíptica, como la que viste hace muchos años con amigos, riéndote porque era demasiado exagerada. Pero lo que se vive hoy también es exagerado.
Los chicos, Juan Pablo (14) y Carolina (12), no van al colegio desde el jueves pasado. Al principio hubo festejos, saltos de alegría. "¡Qué bueno, no hay clases, vacaciones hasta el 15 de marzo!"
Hoy todo cambió. "¿Cómo, no hay clases hasta el 3 de abril?", me pregunta Carolina. Le contesto que, en verdad, muy probablemente, no habrá clases hasta después de Semana Santa, como me dijeron personas que saben que la pesadilla que estamos viviendo recién comienza. Y que puede durar mucho más de lo que podríamos imaginarnos.
Ya no hay saltos de alegría. Los chicos, que ya comenzaron a tener "videoclases" online, así como tareas varias a través de Internet -¡menos mal!-, también están preocupados. Se dan cuenta de que estamos en una situación atípica, extraordinaria, anormal, en la que no se pueden hacer planes, sino tan sólo vivir al día. Una situación parecida -o peor- a la de una guerra.
Si el viernes pasado pudieron salir para festejar el cumpleaños de un compañerito de clase o para ir a dar una vuelta todo eso se acabó. "Chicas, no entiendo mucho de todo esto, pero tengo a mi mamá que es grande y, aunque sé que el coronavirus no es peligroso para adolescentes, temo que si Giulio sigue saliendo como hizo hasta ahora, como mucha gente es asintomática, pueda contagiarse". Es el mensaje vocal que recibo a la mañana de parte de la mamá de uno de los mejores amigos de Juan Pablo en un grupo WhatsApp creado por la mamá de Giacomo, otro mejor amigo, titulado "Emergencia coronavirus".
Contesto que sí, que estoy de acuerdo, que tenemos que evitar que los chicos se vuelvan difusores del virus y dañen sin querer a adultos y ancianos. Y que sí, que tenemos que prohibirles las salidas en grupo. El sábado fueron todos a jugar a ping-pong en un lugar público, algo poco recomendable en estos tiempos y, desde hoy, prohibido.
Voy al supermercado para hacer provisiones. Es domingo, aún no decretaron el cierre total de Italia, pero no hay más nada en las góndolas de alimentos frescos. Alcanzo a arrebatar la última bolsa de papas y, en el marco de incertidumbre total por lo que vendrá, compro mucha pasta seca, latas de tomate, atún, arvejas, polenta y productos congelados. Hay poca gente y un parlante recuerda que hay que mantener al menos un metro de distancia interpersonal. Junto a Carolina y a mi marido llenamos dos carritos. Ya en la caja, pagando, una postal de la paranoia: una señora al borde de un ataque de nervios le recuerda a otra que está detrás de ella, pero demasiado cerca, que "¡hay que mantener un metro de distancia!".
Teresa, la señora boliviana que trabaja desde hace años en mi casa, que es parte de la familia, en el metro fue testigo de una situación más desagradable. Una persona se sentó en el lugar vacío que había al lado de otra y fue increpada de mala manera por no mantener el metro de distancia interpersonal obligatorio...Teresa acaba de llamarme para decirme que no va a venir a trabajar por unos días. Los chicos van a tener que ayudar.
Voy a comprar pan a Roscioli, famosa (y riquísima) panadería del centro histórico. En la entrada hay una persona, un virtual patovica, que controla que el ingreso al lugar sea de muy pocos, siempre por el tema de la distancia de un metro. La cajera de la panadería utiliza guantes y barbijo y me devuelve el resto sin tocarme la mano, nerviosa.
Acompaño a Carolina a su clase de piano, en un instituto de música cercano al Vaticano. Todavía no ha sido anunciada la ampliación de las medidas extremas de restricción a todo el país. "Probablemente la semana que viene la clase será vía Skype", me dice la chica de administración, que invita a lavarse las manos con alcohol en gel. El director del centro, que sigue abierto pero que no sabe hasta cuándo porque todo es muy fluido, no oculta su preocupación por la catástrofe económica en ciernes y habla de algo así como un Plan Marshall para volver a levantar a Italia de la hecatombe.
Haciendo tiempo para esperar que termine la clase de piano -la última, hasta quién sabe cuándo, con un maestro de carne y hueso-, me voy a dar una vuelta por la plaza de San Pedro. No hay nadie. O, mejor dicho, hay algunos extraterrestres que, manteniendo la distancia mínima de seguridad, hacen fila para entrar en la Basílica de San Pedro, iglesia que hoy, en vista de las nuevas disposiciones, también se ha vuelto off limits.
Volviendo a pie hacia casa, el clima es surreal. La Via della Conciliazione está desolada, invadida por gaviotas que, cual película de Hitchckock, se pelean, graznando, por un pedazo de pizza que alguien dejó tirado. El cielo es gris; el ambiente, tétrico, como si se tratara de una escena del estallido de peste del medioevo. Me detengo en una librería donde trabaja un amigo rumano, Claudio. Por supuesto nos saludamos de lejos, sin beso ni abrazo ni mano, como indica la nueva realidad. La librería, como los demás comercios, bares, restaurantes, tiendas de souvenirs y de cualquier otra cosa, está vacía. Claudio me cuenta que le redujeron el horario de trabajo de 7 a 5 horas. No hace falta decir que está preocupado.
Giuseppe, almacenero, también lo está. Como taxistas, dueños de restaurantes, comercios y demás tiendas, ve el desastre. "Para mí esto no se recupera hasta septiembre, dicen que no es cierto que con el calor el virus afloja", comenta.
"¿Puedo invitar a casa a Viola?", me pregunta Carolina que, en plena adolescencia y más allá de su celular, quiere compartir este momento junto a su mejor amiga, lo cual es normal. "No, no se puede, no hay que salir, no hay que moverse, hay que quedarse en casa y respetar las reglas", le contesto, categórica. "¿No viste lo que dijo Conte?", le digo, aludiendo al anuncio de la ampliación de las restricciones extremas y a una nueva forma de vida. Apenas Conte apareció en la TV, pasadas las nueve de la noche, llamé a todos para que lo vieran en vivo y en directo. No sé por qué lo hice. O quizás, sí. Mejor que sea otro quien explique el por qué de este cambio de vida que estamos viviendo, de película apocalíptica.
Mañana debería venir Giulio, el electricista, porque hay un cortocircuito que arreglar en el living. ¿Vendrá? Tocan el timbre: me traen la fruta y verdura que acabo de comprar en el mercado de Campo dei Fiori -está permitido salir para comprar elementos de primera necesidad-, que sigue abierto pero semivacío. El chico que trae las cosas lleva máscara.
Suena el teléfono: una de mis mejores amigas, que planeaba viajar desde la Argentina junto a su marido, suspendió. Me lo esperaba. Tiene razón, ahora la peste está acá.
El domingo es mi cumpleaños. La idea, antes del estallido de esta locura, era un festejo con amigos el sábado por la noche. Cancelado.
Edición Fotográfica: Fernando Gutierrez
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