Coronavirus, otra epidemia que nos enfrenta a nuestros peores miedos
El temor al contagio, al sufrimiento y a la muerte se traduce hoy en aislamiento, parálisis e incertidumbre global
No importa si fue en el Medioevo o en el siglo XXI, ciertos fenómenos desatan los miedos más profundos de la humanidad: pestes, guerras, tragedias naturales. Su potencial de sufrimiento y destrucción, la inevitabilidad de su avance, la ausencia de antídotos despiertan el pánico más primitivo y lo multiplican exponencialmente.
La ficción se encarga muchas veces de retratar ese terror mejor que la realidad. La poesía de Petrarca, la novela de Albert Camus o el cine catástrofe de Hollywood nos ayudan a darle cuerpo a ese miedo, a generalizarlo y normalizarlo, y a sujetar la angustia que el amanecer de cada uno de esos fenómenos provoca en el mundo. Funciona como lección y recuerdo a la vez.
Petrarca y Camus escribieron durante o después de dos plagas asoladoras, que redujeron significativamente la población mundial. La peste bubónica saltó de las ratas a las personas y, desde 1346 hasta 1353, mató -según el cálculo menos generoso- a entre 50 y 75 millones de personas, el 60% de la población europea. Pasaron casi 600 años y otra pandemia arrasó sobre lo ya arrasado. Justo cuando terminaba la Primera Guerra Mundial con sus millones de muertos y su extendida destrucción, irrumpió la influenza española en una base militar de Kansas. En los siguientes dos años, murieron entre 50 y 100 millones de personas en todo el planeta.
Ambas pandemias confrontaron a la humanidad con sus peores miedos: la muerte, la desolación, la vulnerabilidad extrema, la psicosis, la impotencia por la imposibilidad de detener la enfermedad. Y torcieron en rumbo del mundo y de la historia.
La "muerte negra" boicoteó la fe del hombre en Dios y la religión y revolucionó (y mejoró) los derechos de los pocos trabajadores que quedaron en pie; contribuyó, en definitiva, a dejar atrás el oscurantismo de la Edad Media y a inaugurar el renacimiento.
El impacto de la influenza se mezcló con los efectos de la Primera Guerra y los amplificó. Revolucionó los métodos de higiene, aceleró a la ciencia y precipitó fenómenos geopolíticos -como el movimiento independentista de la India o las rebeliones trabajadoras en Rusia- todos ellos originados en el malestar popular por la inacción de los gobiernos ante la enfermedad.
Ahora el coronavirus vuelve a enfrentar a la humanidad con sus peores terrores. El miedo al contagio, a la enfermedad, al sufrimiento y a la muerte se traduce hoy en aislamiento, parálisis e incertidumbre. Va primero de una calle a otra, luego de una ciudad a otra, después de un país a otro y, finalmente, de un continente a otro; todo movilizado por un patógeno aún no descifrado por completo, una enorme ofensiva preventiva de decenas de gobiernos y un universo de medios y redes sociales que cruza -con frecuencia y a veces involuntariamente- la línea entre la comunicación responsable y el alarmismo.
Esos son miedos universales, presentes en el Medioevo y en 2020. El coronavirus, sin embargo, llega con sus propios terrores, más condicionados por la época y con similar potencial de torcer la historia que tuvieron la peste bubónica y la influenza española.
Pese a que los humanos aún no desarrollamos anticuerpos contra el coronavirus, el principal horror no parece ser la posibilidad de muerte generalizada. Aunque variable, la tasa de letalidad del Covid-19 no es tan alta como la de otras pestes globales y la mayoría de los casos (un 80%) son leves. La ciencia aporta lo suyo, que es muchísimo; el tratamiento de los afectados es infinitamente más avanzado de lo que lo fue en 1918, mientras que investigadores de varios países ya trabajan en, por lo menos, 20 vacunas.
Sin embargo, desde hace tres meses, cuando empezó a insinuarse en el interior de China, el coronavirus se muestra mucho más contagioso y desconocido que otras enfermedades habituales. Esa incertidumbre condujo a China a imponer la mayor cuarentena de la historia moderna; a medida que el virus se extendía, pese a las restricciones pero alentada a la velocidad sin fronteras de la globalización, otros países le siguieron. Y la paralización se instaló.
Allí reside uno de los peores miedos con el que nos confronta el coronavirus, el económico. Las calles se vaciaron, los comercios cerraron, las fábricas apagaron sus máquinas, los aviones dejaron de volar, los colegios cancelaron sus clases; ya fue suficiente que lo hiciera China, motor del crecimiento global. Ahora ese escenario se esparce por otros continentes y empieza a insinuarse en América Latina.
Otro 2008
El impacto fue casi inmediato: falla en la cadena de suministros global, caída del comercio internacional, descenso del precio de las commodities, derrame hacia toda la economía mundial; todo sumado a problemas que venían de antes, como la guerra comercial, la ralentización del crecimiento de China y una economía europea titubeante.
Termómetros permanentes del futuro económico, los mercados son elocuentes. En enero, cuando el asesinato del jefe de la inteligencia iraní, Qassem Soleimani, puso al mundo al borde una guerra entre Washington y Teherán, casi ni se inmutaron. Ahora no dejan de caer; no solo les preocupa la actual parálisis, sino la falta de una salida a la vista.
Es 2008 de nuevo, dicen expertos y funcionarios. Ese fue el año en el que la crisis financiera derivó en una profundísima recesión global. Ese fue el año que, además, empezó a marcar el resto de este siglo: la crisis dejó un rastro de pobreza, desigualdad y furia social que cambió el mundo árabe, revolucionó la política de Europa y Estados Unidos, revitalizó los nacionalismos y apagó el boom económico latinoamericano.
¿Puede el mundo vivir otro 2008? ¿Puede permitir que estalle otra crisis que profundice incluso más la desigualdad o exacerbe los nacionalismos que causa estragos políticos y sociales desde la India y el Líbano hasta Chile? De ninguna manera, dijo esta semana la Reserva Federal, que bajó sorpresivamente sus tasas para aliviar a la economía del miedo neutralizante al coronavirus.
Otros Estados se preparan para hacer lo mismo, entre ellos el brasileño. El impacto del coronavirus en Brasil no solo proviene de ser el primer país regional en recibirlo, sino porque su principal socio comercial es China; el 25% de sus exportaciones van hacia allí.
Impacto
La paralización del gigante asiático impactó directamente entonces sobre nuestro aliado económico más importante. Los temores de los inversores por el efecto de la epidemia sumados a una performance económica débil hicieron que ayer el dólar se disparara en Brasil, una pésima noticia -a su vez- para las exportaciones argentinas.
El contagio del impacto a la Argentina llega no solo a través de Brasil, sino de la propia China; nuestras propias exportaciones tienen allí uno de sus mayores mercados y el precio de nuestras commodities depende, en gran medida, de la fortaleza de la demanda china. ¿Cuánta más adversidad puede enfrentar una economía tan jaqueada por la recesión y su crisis de la deuda? La Argentina enfrenta además el impacto sanitario. El coronavirus suma tensión a un sistema de salud pública empobrecido, ya desvelado por el combate al dengue y al sarampión.
Si el terror económico es el que puede llegar a afectar más al país, otro pánico, menos inmediato, tiene el potencial de condicionarla, igual que al resto del mundo: el miedo político. Los dos principales líderes del mundo son los que lo sufren. Xi Jinping tuvo y tiene toda la intención de ser el dirigente más poderoso desde Mao Tse-tung; el coronavirus puede interferir en su camino. Las críticas crecientes a la gestión sanitaria y a la falta de transparencia frente al virus alientan el malestar de los chinos, una inquietud que podría magnificarse si, como se prevé, la economía local sufre este trimestre su primera reducción desde 1976.
Los problemas se acrecientan para Donald Trump, cuyo destino -a diferencia del de Xi- depende del voto. El presidente norteamericano enfrenta su campaña con pocas ganas de combatir el coronavirus; cree que es un invento y que -según su "corazonada"- de ser cierto, no es tan letal como dice la OMS. Si la epidemia creciera en Estados Unidos, los votantes podrían castigarlo en noviembre.
La ficción aún no se detuvo a retratar al coronavirus, pero el miedo que provoca y que, por momentos, se convierte en psicosis sí tiene la capacidad de cambiar al mundo, para bien o para mal.
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