Coronavirus: “Éramos jóvenes y sanos y ahora tenemos vidas de personas mayores”
Este es el relato de cómo han cambiado los días de hombres y mujeres de entre 21 y 34 años que se contagiaron de covid hace meses y arrastran secuelas desde entonces
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Los mechones de pelo que recogen del desagüe de la bañera cuando han terminado de ducharse, si es que pueden, son mayores que antes. Necesitan dormir 10, 12 horas, y se levantan como si no lo hubiesen hecho. Caminar 100 pasos les supone un esfuerzo, 300 a veces es imposible: ya no corren, ni montan en bici, ni entrenan. Tampoco huelen, ni saborean un plato nuevo, o el cocido de su casa de toda la vida. Ni un helado, ni un vino, ni una cerveza, ni un simple chicle. Han olvidado teclear en una computadora, hay palabras que no encuentran al hablar y no van de compras si no es con una lista escrita. No consiguen concentrarse en una serie de televisión más de 10 minutos. Dolores de cabeza, de piernas, en el pecho. Conjuntivitis, infecciones de orina, mareos.
Ninguno de quienes sufren algunos de esta larga lista de problemas ha cumplido aún los 35 años, pero sus días son los de quien tiene 40 más y mil achaques. Se contagiaron hace meses de coronavirus, no llegaron a ingresar en el hospital y algunos incluso pasaron la infección con síntomas leves. Pero lo que vino después, dicen, no lo quiere nadie. Su vida, la de antes, se quedó paralizada en el momento en el que el virus llegó. Y no saben cuándo podrán recuperarla.
Son pacientes con covid persistente o long covid, un término que la Organización Mundial de la Salud y el Ministerio de Sanidad ya recogen. Este último la define como “un síndrome que se caracteriza por la persistencia de síntomas de covid-19 semanas o meses después de la infección inicial, o por la aparición de los síntomas tras un tiempo sin ellos”. Y sin que esté relacionado con cómo pasaron la enfermedad en un principio, “por lo que puede afectar tanto a pacientes leves como a graves hospitalizados”.
Hay aún pocos estudios y muchos profesionales no conocen a fondo las dolencias que afectan a estos enfermos, que aseguran sentir muchas veces desamparo. Con lo que se conoce hasta ahora, la estimación es que lo sufren un 20% de los que contrajeron el virus unas cinco semanas después de la infección y uno de cada diez, más allá de los tres meses. La encuesta entre estos pacientes que el año pasado hizo la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG) junto a los colectivos de afectados Long Covid Acts —la unión de los grupos de las distintas autonomías que reúne a unas 3.000 personas—, concretó un perfil: mujer, de 43 años, que lleva más de 185 días con síntomas que no desaparecen.
Con más de 3,6 millones de contagios registrados en España, la cifra de personas con estas dolencias podría sobrepasar las 360.000. Paula Salcedo tiene 21 años; Miguel Méndez, 34; Bárbara Llorente, 31; Laila Martínez, 34, y Laura Fernández, 28. Son solo cinco de los alrededor de 70.000 que, según esas estimaciones, hay en Madrid. Si se les recuerda las imágenes de las celebraciones del pasado fin de semana tras la caída del estado de alarma, la respuesta es similar: un brevísimo silencio y palabras como “cabreo”, “indignación”, “rabia”, “miedo”, “repulsión” o “pena”. Saben que los que coreaban el sábado de madrugada “hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual” no son la mayoría, pero no entienden que, tras un año y tres meses de pandemia, 713.185 contagiados y 24.011 muertos solo en Madrid, 79.339 en todo el territorio, haya quien todavía no perciba el riesgo para sí mismo y para los demás en apelotonarse en grupos, abrazarse, besarse y estar sin mascarilla aún siendo en la calle o en meterse en un piso con otra docena de personas.
Paula Salcedo
“Me levanto, doy 20 pasos, salgo a la terraza a que me dé un poco el sol, como, me tumbo. Esa es prácticamente mi vida”
Paula no sabe cómo se contagió, pero el sábado de enero del temporal Filomena se levantó con dolor de garganta y creyó que había cogido frío. Cuatro días y unos cuantos paracetamoles después, la vio su médico de cabecera y un test de antígenos le dio positivo en 15 minutos: “Ese mismo día empecé con todos los síntomas: falta de aire, dolores de cabeza muy fuertes, musculares. Estaba hecha un trapo pero tranquila, porque pensé que eran dos semanas”. Al día siguiente llegó la fatiga y desaparecieron el gusto y el olfato. Su madre, María Jesús Cañas, con quien vive, también se contagió. “Ella se recuperó al poco y a mí los síntomas se me fueron durante unos días, excepto la disnea, respiraba raro, y ni gusto, ni olfato. En el centro de salud me dijeron que era normal y me dieron el alta”. Días después, comprando en un supermercado, volvió el dolor de cabeza, el malestar y el dolor de garganta, “como si estuviese empezando otra vez”.
Cuando a su madre también recibió el alta, salieron a pasear: “Me ahogaba, no podía, muchos mareos, dolor de cabeza”. Su médica le repitió que pasaría. “Tú, tira normal’, me dijo. Yo intentaba hacer como si nada, pero no era nada. Volví a llamar y me dijo que era muy aprensiva, que tenía ansiedad y que tenía que hacer mi vida. ¿Qué vida? Luego llegaron las taquicardias e infinidad de cosas que a día de hoy no han parado”. Estudiaba Protocolo y Organización de Eventos y tuvo que dejarlo, no podía fijar la vista ni concentrarse. Se acababa de comprar unos patines, están guardados en el armario. Cuidaba a un niño en su urbanización, en Boadilla del Monte, tampoco puede ya. Tiene insomnio. “Me levanto, doy 20 pasos, salgo a la terraza a que me dé un poco el sol, como, me tumbo. Esa, esa es prácticamente mi vida”, dice Paula. Intenta aguantar el llanto. Todas sus analíticas y pruebas salen limpias, pero hay días en los que ella piensa que ojalá no fuese así: “Que algo salga mal, que sepan qué me pasa, me pongan tratamiento y me cure”.
Se han detectado hasta 200 síntomas distintos. Jesús Díez Manglano, presidente de la Sociedad Española de Medicina Interna (SEMI), explica que la media, concomitantes, son 30: “No hay ninguna enfermedad que se manifieste con tanta sintomatología a la vez. Estamos ante una patología desconocida que puede provocar muchísimas molestias y muchas personas que viven con mucha preocupación o mucha incertidumbre, que no saben lo que va a pasar o lo que ha ocurrido”. Lo que sí han percibido, añade Díez, es que quienes a pesar de las dolencias siguen o intentan seguir con sus rutinas, “alcanzan una mejor funcionalidad con una disminución, si no desaparición, de aquellos síntomas que limitan la actividad”.
La falta de certezas produce angustia en los enfermos. También en los profesionales de la salud. Hay una parte emocional y psicológica difícil de gestionar para todos. “Es un círculo vicioso. Cuando hay un componente de preocupación añadido, si yo limito mi vida, focalizo más en las sensaciones extrañas que tengo. La predisposición mental y la actitud mental es importante, pero la incertidumbre es complicadísima de manejar, más cuando estamos hablando de salud, y más con tanta opinión diversa”, ahonda el internista. En cualquier caso, afirma Díez, los médicos son científicos y como tal han de “proceder”: “Cuando tengo pruebas, digo ‘esto es así’, y cuando no las tengo digo ‘no lo sé’, pero no puedo decir ‘esto no es o no existe”.
Ese “no te pasa nada” es algo que escuchan algunos enfermos de sus médicos de cabecera. La novedad de la infección y de los síntomas de covid persistente, sumada a la saturación que sufre el sistema sanitario, no ayudan a los choques que se producen de tanto en cuanto entre pacientes y profesionales por esta patología recién llegada. A veces, la privada es una vía de escape ante semanas o meses de espera para consultas o pruebas. Como ocurre en el caso de Paula.
"Hemos esperado tres meses para una consulta, dos meses para una prueba. Nos dicen que paciencia, pero es que se corta la vida"
María Jesús Cañas, madre de Paula Salcedo, enferma de Covid-19 persistente
Su madre, autónoma, 52 años, ha tenido que dejar el trabajo, porque la atención que necesita es casi continua y el dinero no estira como para pagar a alguien el tiempo que ella pasaba fuera, más las consultas, más la vida diaria. No hay ayudas. “Entendemos que el foco está puesto en salvar vidas y vacunar, pero no se pueden olvidar de estas personas”, afirma María Jesús Cañas. “Hemos esperado tres meses para una consulta, dos meses para una prueba. Nos dicen que paciencia, pero es que se corta la vida de estas personas”.
Pilar Rodríguez Ledo, responsable de Investigación de la SEMG y una de las principales impulsoras del proyecto de covid persistente —que ahora, junto a otras 47 sociedades científicas han elaborado una guía clínica de atención a estos enfermos, enviada al Ministerio de Sanidad— explica que esas dolencias que se solapan afectan a la calidad de vida y a la funcionalidad: “Estamos ante un problema de salud, pero no solo de salud, hasta un 70% de estos pacientes tienen problemas para mantener su actividad laboral o educativa”.
Hay estimaciones, dice Rodríguez, pero no dato real: “No existe un registro de pacientes adecuado. Una vez que pasaba la enfermedad aguda, se daba el alta. Cuando volvían de nuevo se les daba de baja por el síntoma que tenían, no por la enfermedad. Es como si alguien tiene una neumonía y la baja es por fiebre, no por neumonía”. Por eso no hay registros claros, una inmensa mayoría de estos enfermos no están identificados o reconocidos; el cálculo es que “si entre el 10% y el 15% de los contagiados desarrollan síntomas de persistencia, con los contagios que hay, no solo los notificados, sino todos, estamos hablando de 500.000 personas”, dice Rodríguez.
“Y si de ellos el 70% tienen limitaciones importantes para la actividad laboral, son unas 350.000 personas con problemas para trabajar. Y de ese 70%, si el 30% tiene limitaciones que se la impiden, estamos hablando de un número muy grande, más de 100.000 personas, que están seguramente con bajas laborales con otros motivos y otros diagnósticos, como síncopes, taquicardias, migrañas, diarrea... Pero el motivo es la covid”, explica. Esto se convierte “en un problema de salud, laboral, familiar y económico”, suma. “Los efectivos más jóvenes no pueden producir o los que encuentran empleo no lo podrán mantener, los que estudian no progresan de curso”.
El pasado 1º de mayo, el colectivo Long Covid Acts publicó un manifiesto en el que pedían que se les reconociera derechos “como ciudadanas y ciudadanos”. “Personas en edad laboral productiva máxima y que hemos tenido que abandonar nuestro trabajo. Necesitamos que se reconozca la nueva enfermedad y se nos atienda debidamente para recuperar nuestra salud”, decía el documento, que añadía “una baja ajustada a la covid persistente y no a uno de los múltiples síntomas de ella” y la incorporación “paulatina” al trabajo. “Los que, en marzo del 2020, al inicio de la pandemia éramos un problema sanitario, nos hemos convertido, también, en un problema social y laboral que las autoridades responsables deben, porque nuestros derechos nos amparan, resolver y abordar”, cerraba el manifiesto.
Miguel Méndez y Bárbara Llorente
“De aquí a lo que suponga media hora, un kilómetro, no podemos hacer muchos planes”
Del pequeño piso donde viven Miguel Méndez y Bárbara Llorente entra y sale a diario él. Su recuperación fue mejor, aunque un nuevo dolor de cabeza se ha quedado a convivir con sus antiguas migrañas. Llorente, diseñadora gráfica en una editorial, lleva de baja más de un año; Méndez, tras la suya, dejó su trabajo en la cocina del hospital Ramón y Cajal, donde se infectó, y consiguió entrar en la bolsa de profesores para dar clase en un instituto, para lo que se preparaba y donde ahora está a media jornada.
¿El deporte al aire libre, el gimnasio, los viajes? Se acabaron. Pero él sabe que al menos ha recuperado una parcela de su vida. Ella no: “He mejorado y en cierto modo me he acostumbrado a vivir así, con limitaciones. Me da miedo salir lejos de casa por si me canso”. Dolor en pecho, garganta y cabeza, “mucho”, y un “agotamiento constante”. Bárbara Llorente corta a ratos el relato por la tos. Mientras, Méndez cuenta que hasta el supermercado supone una planificación: “Según el día, vemos hasta qué punto va a poder aguantar de pie. De aquí a lo que suponga media hora, un kilómetro, no podemos hacer muchos planes”.
Ya no la ayuda en el baño, pero tiene presente ese y otros momentos, como la decena en las que tuvieron que ir a urgencias porque a ella le faltaba el aire. Las pruebas, sin embargo, “salían bien”, dice ella. A los cinco meses de haberse contagiado, le detectaron un tromboembolismo pulmonar. Acabó ingresada una semana. También se dieron cuenta de que caminaba “raro”. Hiperreflexia, fue el diagnóstico en una de las consultas poscovid en su hospital, una reacción anormal y exagerada del sistema nervioso involuntario.
"Esto es una lotería, yo trabajaba en el hospital y me contagié y no tuve opción, pero viendo lo del fin de semana pasado... Ellos sí la tienen"
Miguel Méndez
Pruebas y más pruebas. “Siempre con retraso”, dice ella. “Y lo entendemos, pero la desesperación es absoluta, mi próxima cita con el neumólogo es el 18 de noviembre”. Ambos están tomando antidepresivos. “Ves que tu vida no es normal”, dice él. “Miramos a veces las fotos de cuando salíamos de viaje, y esta limitación ahora...”, dice ella. Respira hondo y llora: “Es que van a abrir la piscina, que está a 500 metros, y ahora mismo no podría ir. Algo tan tonto como acercarme a la piscina”. Méndez resume: “La gente piensa que solo hay secuelas si pasas por una UCI, pero no es así. Esto es una lotería, yo trabajaba en el hospital y me contagié y no tuve opción, pero viendo lo del fin de semana pasado... Ellos sí la tienen”.
A veces, muy pocas veces, alguien joven acaba en una unidad de cuidados intensivos, donde se trata a los enfermos más graves, los que no pueden respirar por sí mismos. No hay datos consolidados e Isidro Prieto, intensivista y tesorero de la Sociedad de Medicina Intensiva de Madrid, hace una estimación según sus ingresos durante la pandemia: entre un 5% y un 10% de los pacientes que llegaron a su unidad están por debajo de los 40 años. “¿Es probable que una persona joven acabe en una UCI? No, pero transmiten la enfermedad y tienen padres, abuelos, amigos y padres de amigos. Si el que yo esté bien, pero puedo transmitir la enfermedad y alguien tiene la posibilidad de morir no se ha entendido a estas alturas es que en algo hemos fallado”, dice. Y añade: “Que sea más improbable no significa estar exento, cuando somos jóvenes pensamos que somos inmortales, pero el riesgo existe”.
Desde el pasado verano, la mayor tasa de contagios se produce entre los adolescentes y los adultos jóvenes. Cada semana, el boletín epidemiológico de la Comunidad de Madrid incluye la misma anotación: “En los últimos 14 días la mayor incidencia acumulada corresponde al grupo de entre 15-24 años”. Según el último, del martes, desde el 11 de mayo de 2020, la mayor incidencia se ha dado en ese grupo de edad, con 12.336 casos por cada 100.000 habitantes; y, en números absolutos, el de 25 a 44, con 208.467 contagios. En las dos últimas semanas, la población de esa edad ha registrado 6.973 contagios y los de 15 a 24 años, 2.795.
“Quien acaba intubado en una UCI, tenga 20 o 70 años, acaba por el fallo de un órgano, que sobrecarga al resto, se ponen al límite y empiezan también a fallar, es lo que llamamos fallo multiorgánico, lo tienen la mayoría de pacientes”, explica Prieto. Y nada de lo que hacen allí para conseguir que salgan adelante está libre de complicaciones: “La ventilación mecánica genera problemas, el sedante y el relajante que ponemos genera daños, la patología por la que ingresan genera daño”.
Cuando se despiertan, rodeados de tubos, desorientados, sin tolerar la comida y prácticamente inmovilizados, empieza la siguiente fase, recuperarse de ese paso por críticos. Es el síndrome post-UCI. “Pueden ser semanas, meses o años, depende de la gravedad y del paciente, pero las cicatrices, el deterioro cognitivo y físico, es grande, también el emocional. Se necesita apoyo psicológico y médico durante mucho tiempo”, dice el intensivista. “Esto no es salgo de aquí y sigo con mi vida como si nada hubiese pasado, y puede pasar”, advierte.
Laura Fernández
“Cuando estaba a punto de conseguir lo que había soñado desde que tenía siete años, todo se me fue a la mierda”
Sin haber pasado por una UCI, Laura Fernández tiene más cerca que muchos otros jóvenes lo que ocurre en los hospitales. Su madre, profesional de la salud, fue la cadena de contagio, en marzo de 2020. Pasó con febrícula 55 días. Ni una PCR: “En aquel momento no había pruebas para nadie, pero el médico de cabecera de mi madre, que era quien le hacía el seguimiento, me dio por positivo”. Le duelen menos los síntomas del virus que haber tenido que aparcar la tesis doctoral. “Arqueóloga. Y cuando estaba a punto de conseguir lo que había soñado desde que tenía siete años, todo se me fue a la mierda”.
En su casa pasaron miedo. Tiene además una hermana pequeña, discapacitada psíquica; se preguntaban qué ocurriría si les pasaba algo. “Si alguna empeoraba, se marcharía al hospital y la otra se quedaría con mi hermana”, recuerda. Todo le pesa, pero lo aguanta: “Los síntomas se fueron pero volvieron. No me vine abajo, he redirigido la carrera y ahora estudio oposiciones, para museos”. Pero no va deprisa. Le duele el pecho, tiene dos inhaladores de mantenimiento y uno de rescate, niebla mental y pastillas para que la ayuden a concentrarse, “no es una solución, es solo un parche”. Olvida caminos que ha hecho “40 veces”, palabras, y su vida social ha pasado “del 80 al 1”: “Veo a mi chico y porque vive a 15 minutos”. Llega a tener 160 pulsaciones en reposo y la saturación de oxígeno se desploma con cualquier esfuerzo.
¿Ahora qué? “Ahora, a veces, odio un poco a la gente que se comporta como si no hubiese pasado nada, como si el resto no hubiese perdido a gente a la que quería. Veo los bares hasta arriba y me cabreo, la verdad”. Su ahora, solo el suyo, es seguir, algo que comparte con las alrededor de 700 personas que en Madrid forman parte del colectivo Long Covid Acts: “Mejorar, poder sacarme las oposiciones, recuperar mi vida tanto como pueda”.
Laila Martínez
“Empecé con problemas al hablar, al escribir, no conjugaba bien los verbos. Llevo tres meses en rehabilitación, leyendo textos de educación primaria”
El “cabreo” de Laila Martínez es algo mayor que el de Laura. Pidió las preguntas con antelación para esta entrevista: “Necesito escribirme las respuestas, se me olvidan cosas, me pierdo a mitad de las frases”. A lo largo de 46 minutos al teléfono, Laura tiene a su pareja cerca, por si se queda en blanco, y varias veces se hace el silencio: “Espera, que me he perdido”. Esta terapeuta ocupacional trabajaba para la Comunidad de Madrid, era parte del personal sociosanitario que hace valoraciones de dependencia. Andaba de acá para allá de centro en centro, de la sierra al sur, se quedaba cuando terminaba su jornada a ver el sitio donde estaba si aún no había estado nunca y si había algo “interesante”. Ahora, “las pruebas que hacía a quienes visitaba, no las paso yo”.
Se contagió en la segunda ola, a mediados de septiembre. Correr, crosstraining, aerobic, lectura, todo fuera. Primero fueron los dolores de cabeza, la diarrea, dolor de estómago, muscular, mareos, calambres y sensación de estar febril sin estarlo. Al mes le repitieron la PCR, y con el negativo, el alta. “Entonces empezó la presión en el pecho, fui a Urgencias, no sabían por qué era. Ahora [los síntomas] van y vienen, algunos se mantienen, aparecen nuevos”. Intentó salir a caminar, cada día más. “Pero nada. Empecé a notar cosas extrañas, problemas al hablar, al escribir, no me salían las palabras, no conjugaba bien los verbos, mi marido me acompaña a la compra, porque a veces no entiendo a quien me habla”.
Lleva tres meses en rehabilitación y con medicación. Lee y responde preguntas de textos de primaria con su logopeda. El lenguaje lo ha recuperado casi por completo, aunque sigue perdiendo el hilo de la conversación de vez en cuando. Le encontraron una calcificación en una válvula del corazón: “Me dicen que es muy raro en una persona joven, sin antecedentes familiares, pero no hay forma de saber si es por el virus”. Volvió a pillarlo sin saber cómo y después de vacunarse: “Ni siquiera salgo”. De una variante, la británica —la predominante en la Comunidad, con un 92%, según datos de la Consejería de Sanidad de este viernes—, según los resultados del análisis que mandaron a hacer con su muestra.
"Antes dormía seis horas e iba como un rayo, ahora con 10 la pila la tengo al 20%"
Se le han sumado más síntomas: reacciones alérgicas, uveitis (una lesión ocular), se le cae el pelo, problemas de piel. “He mejorado mucho, pero estar durante ocho meses mala es difícil. Antes dormía seis horas e iba como un rayo, ahora con 10 la pila la tengo al 20%. Pero estoy bien, lo intento, si no, me hubiese tirado ya por un puente”.
Un día después de la entrevista, el viernes, Laila Martínez tenía una consulta en un hospital público: “El médico especialista que me ha atendido me ha dicho: “Que tienes covid persistente... ¿pero eso qué es? ¿Sigues siendo contagiosa?”. Asegura que no es la primera vez que le pasa y le entristece, y le enfada, la falta de empatía con la que se encuentra a veces.
Ella, a través del seguro médico de su pareja, también acabó yendo a la medicina privada y está asistiendo a rehabilitación respiratoria en un estudio de la Universidad Complutense. Sabe cuál es la situación de los profesionales, del sistema sanitario, “hasta arriba”, pero no deja de pensar que “las consecuencias las paga la gente, con su salud”. Ella, asegura, es una privilegiada porque puede pagarse la rehabilitación, “pero, ¿y quien no puede?”. Dice que llora y que es “como si tuviera principio de alzhéimer, todo lleno de post-it”. Dice que luchan, que siguen, pero que necesitan atención, investigación y “que la gente deje de hacer como si esto ya hubiese pasado, porque hay y puede haber mucha gente como yo. Éramos jóvenes y sanos y ahora tenemos vidas de personas mayores”.
Isabel Valdés
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