Desde que la pandemia llegó a Santiago de Chile, Johannie ha intentado alejarse de las 774 familias que viven en su edificio. Está preocupada porque ya hay diez residentes contagiados con coronavirus y su hijo de 11 meses es inmunodeficiente.
En los 30 metros cuadrados que comparte con su madre y el niño hay un nivel de higiene "exagerado" —reconoce—, pero mantener la distancia con los demás habitantes no es fácil: los pasillos de su edificio son estrechos, hay pocos ascensores y en la enorme torre de 32 pisos viven más de 2000 personas.
Aunque a veces le perturba que los vecinos hablen alto o deambulen por los corredores, Johannie no quiere salir ni para pedirles que bajen el volumen.
La mayoría son migrantes venezolanos como ella, profesionales que llegaron a la céntrica comuna de Estación Central, atraídos por los precios y las facilidades legales que las corredoras les dan para arrendar esos pequeños departamentos en torres gigantes que se construyeron donde antes había un puñado de casas antiguas.
En solo dos años, este municipio aprobó la construcción de 75 edificios como el de Johannie, de entre 30 y 43 pisos de altura, sin ningún límite de densidad, es decir, sin ninguna regulación sobre cuántos departamentos podían construirse en esa superficie.
Así, se levantaron entre 200 y 700 departamentos por edificio, en los que los ductos de la basura se repletan y se atascan frecuentemente y no se cuenta con suficiente iluminación ni ventilación. Tampoco existe regulación sobre cuántos metros mínimos deben tener las viviendas para permitir una vida digna.
Hay departamentos de entre 28 metros cuadrados —para estudios de un sólo espacio— a 46 metros cuadrados, para dos dormitorios y dos baños. En los más pequeños, luego de poner una cama, una mesa y un refrigerador, la persona sólo puede dar cinco pasos de lado a lado.
La gran cantidad de gente habitando ese espacio reducido creó una pequeña ciudad dentro de las torres, que incluso tiene horas pico de tránsito: de regreso del trabajo, los miles de residentes llegan a esperar hasta 15 minutos haciendo colas en pasillos estrechos para poder subir al ascensor.
Con 30 pisos de altura, las escaleras no son una alternativa.
Hoy la comuna tiene casi 10.500 habitantes por kilómetro cuadrado —más que Hong Kong o Singapur—, lo que implica un enorme desafío en medio de una pandemia en la que se debe mantener distancia social.
La situación es especialmente crítica para quienes no pueden soportar una cuarentena tan prolongada sin trabajo y necesitan sobrevivir de cualquier manera.
En las torres, una de las formas más populares es la venta por delivery de más de 200 productos de toda clase: desde hamburguesas hasta pantuflas.
Pese al riesgo de contagio —y a que este comercio informal puede ser sancionado— , todos los días cientos de residentes salen de sus departamentos y recorren los pasillos para entregar sus pedidos, cruzándose en los ascensores y las áreas comunes.
Por fuera, los edificios lucen normales; pero por dentro un flujo constante de personas interrumpe el confinamiento, como si las torres fueran en realidad una gran galería de tiendas.
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A unos minutos caminando del hogar de Johannie, en un pequeño departamento de un edificio de dos torres donde viven más de 1800 personas, la venezolana Heidy observa atentamente las instrucciones de un video de YouTube para aprender a hacer pan de su país.
Van varias semanas de cuarentena en Estación Central y su marido no ha logrado conseguir un salvoconducto que le permita salir a trabajar de plomero.
Como la familia necesita tener ingresos con urgencia, ella piensa vender pan venezolano a los vecinos.
La lógica es sencilla: si su esposo sale a la calle sin un permiso oficial, se arriesga a que lo arresten, pero si ella se desplaza dentro del edificio no corre ningún peligro.
Ella aún no lo sabe, pero en el último piso de la torre oriente, una de sus vecinas contagiada con coronavirus toma el ascensor para ser trasladada al hospital. Está gravemente enferma y su pareja también está infectada de Covid-19.
Para Heidy, salir a vender también es un ejercicio de alto riesgo.
En la recepción del edificio, otra mujer rodea la sala de espera con una cinta adhesiva que dice Peligro.
Es chilena, se llama Sandra y está decidida a clausurar las zonas comunes para proteger a la comunidad de un posible foco de contagio.
"Los vecinos no respetan mucho las normas", lamenta.
A ella le preocupa el virus porque vive con su papá, que es adulto mayor. Por eso organizó una colecta entre los residentes para comprar 20 litros de amonio cuaternario y desinfectar a diario los espacios comunes de ambas torres.
16 pisos arriba, su vecino Rodrigo intenta conseguir un buen proveedor. También es chileno y estudia administración gastronómica. En ese ámbito se usa mucho amonio, asegura.
Ambos están coordinados porque saben que es clave mantener desinfectados los tres ascensores de cada torre, que normalmente usan 612 familias.
Aunque no forma parte de la administración del edificio, Sandra es vocera de las torres y tiene un grupo de WhatsApp donde se comunica con más de 250 residentes.
Ella trabaja de administrativa en una isapre (las instituciones de salud previsional de Chile), pero como ha tomado cursos de enfermería, muchos vecinos le escriben cuando se sienten mal y le cuentan sus síntomas para que ella evalúe si podría ser coronavirus o sólo una gripe.
"Desafortunadamente la mayoría de los que están con síntomas ya están infectados y cuando les da fiebre ya no es de resfrío", explica.
La mujer lleva el registro de contagios de Covid-19 en la comunidad, pero no informa en qué departamentos viven los vecinos infectados, ni cómo se llaman.
"Acá cuando se informó la primera vez que había un caso, la gente lo quería echar del edificio. Que se vayan, llamemos a Carabineros, nos vamos a contagiar todos, gritaban. Ahora digo el piso, no el departamento, porque la ignorancia es grande", asegura.
En un edificio con casi 2000 vecinos, el riesgo de contagio es grande y los residentes lo saben.
Por eso, aunque no tengan ninguna instrucción de la autoridad sanitaria, ellos mismos han acordado que cuando Sandra sabe de un caso confirmado o sospechoso, el piso completo entra en una cuarentena interna en ese mismo instante. Nadie debe andar por esos pasillos.
Según los registros de Sandra, entre las dos torres llegaron a tener hasta 19 pisos confinados.
Para disminuir el riesgo de contagio, la administración del edificio estableció que en los ascensores puede ir un máximo de cuatro personas: una por esquina.
El aviso está pegado en la pared, pero mientras Sandra responde mensajes de sus vecinos, dos hombres discuten en la puerta del ascensor del lobby porque uno quiere subir aunque ya hay cuatro personas dentro.
A pesar de que la cuarentena disminuyó las colas de espera en los ascensores, el miedo al contagio y la necesidad de moverse han empezado a afectar la convivencia.
Unos pisos más arriba vive Jhon "secadora", un caraqueño que se mudó al edificio hace tres años y medio, casi cuando se inauguró. Le dicen así porque al llegar se dio cuenta de que tenía una buena oportunidad de negocio: ofrecer el lavado y secado de ropa a los cientos de vecinos en sus propios departamentos.
Varios residentes no cuentan con estos electrodomésticos en sus hogares. Por eso es común ver a Jhon recorriendo los pasillos con un carrito en donde transporta su lavadora y secadora.
Pero también realiza otro tipo de delivery: en el día vende a sus vecinos agua purificada y por la noche lidera el negocio interno de hamburguesas que preparan unos amigos de otro departamento.
Además hace fletes y en la bodega apila los galones de aceite para moto que compró en un remate y que ahora vende al por menor. Todo se comercializa en las mismas dos torres.
A Jhon no le gusta vivir en este mega edificio tan hacinado, "pero la intención es por los negocios que tengo aquí, entonces me toca como acceder a mantenerme", explica.
Desde que comenzó la cuarentena, sus ventas de agua y hamburguesas han bajado. Muchos residentes están sin trabajo y los delivery habituales del edificio se duplicaron. Si antes había 30 personas —explica Jhon— ahora son más de 60 las que venden en los departamentos.
Con Santiago confinado, el comercio dentro de estas torres se convirtió en la mejor oportunidad de subsistencia para los migrantes.
Una de esas nuevas comerciantes es Heidy, la mujer que ve las recetas de pan en YouTube.
Sobrevivir la pandemia no ha sido fácil para ella. "Es bien fuerte. A mí se me cae el cabello una barbaridad. Yo digo que son tantos pensamientos", confiesa.
Llegó desde Venezuela hace dos años a encontrarse con su hermana y amigas que vivían en Santiago. Con ellas celebró sus 40, esperanzada de que en Chile tendría una mejor vida.
Trabajó como empleada doméstica hasta que la cuarentena la confinó de forma indefinida a su departamento de 45 metros cuadrados, donde vive con su esposo y sus dos hijas adolescentes.
Su jefa le da un apoyo económico aunque no pueda ir a trabajar por la pandemia, pero eso no alcanza para que coman los cuatro.
Por eso, aunque le da muchísimo miedo contagiarse del virus, Heidy decidió sumarse a Jhon en los delivery del edificio.
Ahora también ofrece todo tipo de arreglos de ropa y vende botellas de jugo y paquetes de globos que compra a unos chinos del barrio.
Con eso es con lo que mejor le va. "Es una locura. Aquí hay muchos venezolanos, y a los venezolanos les gusta mucho la fiesta. Me los piden con forma de números para celebrar cumpleaños", cuenta.
Ni Heidy ni Sandra saben exactamente cuántos venezolanos viven en su edificio. Querían hacer un censo, pero no pudieron coordinarse entre los 1800 vecinos.
Lo que sí saben con certeza es que la mayoría es extranjera, y eso se repite en todos los megaedificios de la comuna. Hasta el año pasado, esta era la tercera de la Región Metropolitana con más migrantes: 38.648.
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Antes de la pandemia que tiene a Chile con más de 270.000 contagiados por Covid-19 y a Santiago en cuarentena total, muchos habitantes de las torres tenían carritos de comida en el frontis del edificio o hacían comercio ambulante en las calles aledañas, pero tuvieron que retirarse por las normas de confinamiento.
Sólo en el último mes, Carabineros ha detenido a 976 personas en la comuna por infringir la cuarentena sin tener un permiso para estar en la vía pública. "Tenemos los calabozos llenos", afirma el mayor Francisco Rebolledo, de la 21º Comisaría de Estación Central.
"Los retiraron y ya no se pusieron más, pero los delivery internos siguen existiendo", acusa Sandra.
"Yo entiendo que esa es una forma de subsistir, que no tienen más, pero hay mucho hacinamiento aquí y por la alta circulación que hay es complejo fiscalizar las medidas sanitarias. Lo único que les pedimos es que estén con guantes y mascarillas pero sigo viendo gente que no utiliza", dice angustiada.
Ella sabe que existe la posibilidad de que el virus viaje en un globo, como los que vende Heidy, o en las cajas de las hamburguesas que vende Jhon. También puede estar en los billetes con que los vecinos pagan, en los pasillos estrechos, en los números del ascensor, o en los timbres y manillas de las puertas.
Heidy aclara que siempre usa mascarilla en sus entregas, y que sólo lo hace luego de leer los mensajes que envía Sandra para ver "quiénes están sanos y qué pisos están con cuarentena, para no tocarlos".
El miedo la hace ser muy cuidadosa. "Desinfecto los globos cuando llego a la casa, uno por uno. Nunca dejo algo sin desinfectar porque no quiero el virus ni para mí, ni para entregarlo. Tengo mucha precaución, pero tenemos que seguir adelante", reconoce.
Eso no da tranquilidad a su vecino Rodrigo, quien se preocupa de obtener los datos de amonio cuaternario.
Él siente que el edificio es tan grande y hay tanta gente, que es casi como una ciudad donde es imposible controlar el comercio y las medidas sanitarias.
En un día cualquiera de confinamiento, aquí se vende desde sushi hasta sostenes, pasando por servicios de remesas, peluquería o manicure.
Los delivery aceptan pagos en efectivo y transferencias bancarias y promocionan sus productos y servicios en seis grupos de WhatsApp dedicados exclusivamente a ventas dentro de las dos torres. Cada uno tiene al menos 250 personas.
Es un mundo paralelo donde el edificio se siente como una Venezuela en miniatura instalada en el corazón de Santiago.
Lo que más se vende aquí son tequeños, sopa de costilla con arepa y limón, ron añejo, panes dulces, harina P.a.n, queso llanero, quesillos venezolanos, pan de trenza, pasteles zulianos, patacón con mechada, arepa de cochino frito con aguacate, maltín Polar, bollos pelones de pollo con ensalada cocida, natas, plátano verde, banano, cachapas y donas de nutella y arequipe.
También se ofrecen servicios de recargas telefónicas a Venezuela, cambio de pesos chilenos a bolívares y remesas con 11 bancos directos.
Pero no termina ahí.
La lista de productos parece interminable: se ofrecen ensaladas de frutas con helado, pan de hamburguesa, longanizas, hielo, hot-dogs, rollos de canela, whisky, mantequilla de maní, cheddar fundido, pizzas de todo tipo, sushi, lasañas, bebidas, cervezas, jugos, papas fritas, bombones, chocolates, huevos, azúcar, leche, atún, café instantáneo, arroz, fideos, queso mantecoso, combos de salchichas y papitas hilo, detergente líquido, suavizantes, lavaloza, cloro, cloro-gel, limpia pisos, pantalones y polerones, globos, ropa de niños, cremas, perfumes, pantuflas con chiporro, botas usadas, pijamas de polar, cremas de keratina, aceites, mascarillas de carbón y de colágeno, quita esmalte y sorpresas para el día del padre.
Los vecinos también ofrecen otra clase de servicios que tienen mucha acogida entre los residentes, como cortes de pelo a domicilio, servicios de manicure, diseños de depilación de cejas y colocación de pestañas, cambio de pantallas móviles, desbloqueo de teléfonos y reparación de electrónicos.
Uno de los departamentos funciona incluso como guardería de niños para aliviar a los padres que salen a vender o están haciendo teletrabajo. En un día normal pueden cuidar a dos o tres pequeños a la vez en esos espacios diminutos.
"¿Cómo le pongo freno a la circulación que hay en el edificio? Estuve cinco minutos en conserjería y entraron y salieron al menos 20 personas con el famoso delivery. Yo sé que el contagio va a seguir avanzando mientras haya flujo, a pesar de que se siga sanitizando todos los días, sagradamente", reclama Sandra.
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El comercio interno no es el único desafío que enfrentan en la lucha contra el virus. También está el hacinamiento.
Rodrigo asegura que en algunos de los departamentos hay hasta seis personas viviendo juntas en un espacio que no fue creado para tantas, y que no todas respetan la cuarentena ni el toque de queda. "Se ponen a tomar en las escaleras", señala Sandra, "pero es imposible que haya un aislamiento real cuando en un dormitorio viven 4 personas".
Pese a que está prohibido por el Estado de Excepción de Catástrofe que rige en Chile desde marzo, entre los miles de residentes hay quienes aún hacen fiestas y reciben visitas de fuera del edificio.
A Rodrigo eso le preocupa y lo llena de rabia. Antes, el conserje daba tres avisos si habían ruidos molestos, pero ahora después de un solo aviso, llaman a Carabineros esperando que cursen multas.
"Nos estamos poniendo más estrictos ya que cada vez nos tuercen más la mano. Nos fuerzan a hacer más cosas y es la forma que tenemos de responder", justifica Rodrigo.
La incomodidad ha llegado a tal punto, que en ciertos casos algunos residentes decidieron llamar directamente a los inspectores municipales. Hoy dos vecinos de las torres tienen citaciones al juzgado.
"Tenemos un grupo mayor de personas conviviendo en espacios reducidos y confinados, por eso nos llaman más por ruidos molestos, amenazas, riñas, violencia intrafamiliar y agresiones", explica el mayor Rebolledo, de la 21º Comisaría de Estación Central.
La doctora en Estudios Urbanos, Liliana De Simone, dice que estos departamentos de 30 metros cuadrados fueron pensados como "cabinas sanitarias", un espacio donde las personas sólo van a dormir y asearse, y rápidamente vuelven a una vida en la ciudad.
"Ya era problemático desde antes del confinamiento. Estos edificios no fueron concebidos con un espacio público recreacional, comercial y de encuentro alrededor de ellos. Si no hay suficiente espacio para un individuo, ¿cómo podría ser suficiente para cuatro?", cuestiona la experta.
Aunque nadie previó la llegada de una pandemia, el impacto en la vida de estas personas ya era enorme.
Por años, organizaciones de la sociedad civil intentaron detener que se siguieran construyendo más edificios de este tipo.
En 2019, la Corte Suprema determinó que algunos de los permisos de construcción eran ilegales, lo cual gatilló una discusión pública sobre la posibilidad de demoler las torres. Pero el confinamiento llegó primero.
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El 4 de mayo, Sandra notificó la primera muerte por Covid-19 de una vecina del edificio.
La noticia alertó a la comunidad, pero el tránsito de personas no cambió mayormente.
Un poco después recibió una llamada de un número que no tenía registrado. Una persona le quería notificar que pusiera un piso en cuarentena, porque uno de sus familiares había dado positivo.
Dos días después, la volvió a llamar preguntándole qué tenían que hacer ellos. Sandra le pidió que no salieran del departamento. "'Nosotros somos delivery', me dijo. ¡Y habían seguido repartiendo!", cuenta indignada.
"Esa persona vende huevos, entonces me dio la impresión de que transmitió el virus por todo el edificio porque en tres días pasé de tener 4 pisos en cuarentena a 13", explica Sandra.
La mujer dice que habló con el administrador del edificio para pedirle ayuda.
"Él está de acuerdo con que existan los delivery porque con eso pagan el gasto común", cuenta.
Y Assetplan, la empresa que administra 286 departamentos en las torres —casi la mitad de los que hay— no se involucra en el tema.
"Tú administras sólo el departamento, no las zonas comunes, entonces es difícil. El gran problema de ese edificio es la sobrepoblación. Hay muchos dueños y mucha gente con diferentes concepciones de querer hacer las cosas. El flujo constante es súper difícil de manejar", indica Gonzalo Cabezas, gerente de Operaciones de Assetplan.
"Yo ya lo conversé con la Municipalidad, mandé los correos al Seremi de Salud, pero nadie pescó, entonces más ya no puedo hacer", dice Sandra con resignación.
Las autoridades parecen ignorar a las decenas de mega edificios de esta comuna: la Secretaría Regional Ministerial de Salud aseguró no tener información sobre lo que ocurre allí o si representan un punto especial de contagios. Y la alcaldía no respondió las preguntas sobre las medidas que la municipalidad podría tomar para evitar que estas torres se conviertan en focos infecciosos.
El edificio donde vive la venezolana Johannie, a seis minutos caminando de Sandra, no ha sido fiscalizado y allí también operan cientos de delivery.
Pero ella no quiere comprarles nada ni tampoco asomar su cabeza por los pasillos.
Su hijo inmunodeficiente forma parte del grupo de riesgo y por eso Johannie vive con la angustia de que se infiltre el virus en la casa.
Hace unas semanas su madre tuvo que dejar el trabajo por la cuarentena y ella se quedó sin materiales para el negocio de decoración y obsequios que dirige.
Aunque podría conseguir sus insumos en los delivery del edificio, Johannie prefiere esperar: "Yo tengo fe. Todo tiene un tiempo de vencimiento. Nada es para siempre".
Esa paciencia la hace soportar de buen ánimo la cuarentena, encerrada con su madre y el niño en ese departamento de 30 metros cuadrados, en donde caminar más de cinco pasos los pone literalmente contra la pared.
Por Paulette Desormeaux
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