Confianza y consenso, claves para el éxito de un alzamiento
NUEVA YORK.- Para entender por qué hay golpes de Estado que tienen éxito, como en Sudán y Argelia, o alzamientos que fracasan, como esta semana en Venezuela, conviene analizar los extraños sucesos que se produjeron en Libia exactamente medio siglo atrás.
Desde principios de 1969, los rumores de un inminente golpe de Estado en Libia eran incesantes. En septiembre de ese año, un puñado de vehículos militares se apostó frente a las oficinas y centros de comunicación del gobierno, y a través de un escueto comunicado se anunció el fin de la decrépita monarquía libia. Las potencias extranjeras se apuraron a reconocer al nuevo gobierno. Nadie se ocupó de chequear quién había liderado la toma del poder.
Una semana después, un ignoto teniente de 27 años del área de comunicaciones del Ejército anunció que el golpe había sido organizado por él junto a un grupito de menos de 70 oficiales de bajo rango. Su nombre era Muammar Khadafy.
Cuando los libios comprendieron el engaño, ya era demasiado tarde. Para desalojar a esos oficiales, hacía falta una masa crítica de factores de poder en Libia, de ciudadanos libios y de potencias extranjeras que se unieran en contra de los nuevos gobernantes, algo que ni siquiera se había logrado para derrocar a la impopular monarquía reinante. Y Khadafy se quedó en el poder 42 años.
Esta semana, en Venezuela, el opositor Juan Guaidó se esforzó por generar esa sensación de que la caída de Nicolás Maduro era inevitable, pero el apoyo militar nunca llegó.
Su fracaso deja al descubierto la dinámica necesaria para que un alzamiento sea exitoso o fallido. Solemos pensar que los golpes de Estado son impulsados por manifestantes descontentos o militares díscolos, pero en la práctica casi siempre son provocados por las elites políticas, militares o empresariales. Pero solo pueden sacar a un gobernante si logran actuar juntos en un "juego coordinado", como lo define Naunihal Singh, experto en el tema.
Khadafy logró desatar el equivalente político de una corrida bancaria, y logró sumar a gran parte de Libia a su intentona, ya que todos estaban convencidos de que la caída del gobierno era inminente.
Esa sensación de inevitabilidad hizo que cada soldado libio diera por sentado que el golpe tendría éxito y que el nuevo gobierno tendría amplio respaldo, así que era mejor sumarse a la asonada. Guaidó viene abonando la misma sensación de consenso e inevitabilidad entre los factores de poder de Venezuela.
Según Singh, algunos de los errores de Guaidó han sido tácticos, como llamar a la acción por Twitter. Tradicionalmente, los líderes golpistas prefieren la radio y la televisión, porque ocupar canales y estaciones es una manera de convencer al país de que ya están al mando. Guaidó también les pidió a los jefes militares que se sumen, dejando expuesto, justamente, que no cuenta con su apoyo. "Nunca hay que decir: 'Solo podemos ganar si tenemos su apoyo'. Lo que se dice es 'Ya ganamos', porque para conseguir el apoyo que hace falta para ganar, hay que hacer creer que uno ya ganó", dice Singh.
Divisiones
Hay una cuestión más de fondo que frena los intentos de sacar a Maduro: los factores de poder venezolanos, así como la ciudadanía y la comunidad internacional en su conjunto, están profundamente divididos. Por más que a cada una de las elites políticas y empresariales les iría mejor sin Maduro, no logran coordinarse para crear esa indispensable sensación de inevitabilidad.
Maduro tardó 12 horas en mostrarse por televisión para anunciar que seguía en el poder, un silencio ominosamente largo.
Poner en marcha un golpe sin esa masa crítica de apoyo de las elites puede ser peligroso. Cuando militares rebeldes intentaron deponer al gobierno turco en 2016, parecieron dar señales de contar con un apoyo político que nunca se materializó. La intentona terminó con cientos de muertos y con los conjurados en la cárcel. La debacle en Turquía confirma que un golpe de Estado es menos una operación militar que un problema de acción colectiva.
Las elites que determinan el éxito o fracaso de un golpe suelen ser demasiado numerosas y dispersas como para comunicarse de manera directa, y tienen aversión al riesgo. La tarea de los líderes de la asonada es convencer a cada elite de que las demás ya se sumaron o lo harán, para fogonear un movimiento unísono.
La puja de poder en Venezuela también gira en torno a un aparente tecnicismo: que Guaidó se declara presidente legítimo del país.
La legitimidad de los líderes funciona como las monedas modernas: el billete de papel solo tiene valor porque los consumidores lo tratan como si lo tuviera. Del mismo modo, un líder es legítimo solo mientras los ciudadanos e instituciones de su país lo traten como si lo fuese.
Si se convence a suficientes ciudadanos e instituciones venezolanas de dejar de tratar a Maduro como a un líder legítimo, Maduro dejará de ser legítimo en la práctica.
Pero hay una masa crítica que lo sigue considerando legítimo, aunque sea por pasividad.
El desafío que enfrenta Guaidó tal vez sea que intenta resolver dos problemas a la vez: por un lado, trata de capitalizar los atisbos de disidencia en el gobierno de Maduro para fogonear un levantamiento popular más amplio, pero por el otro intenta capitalizar la protesta para alentar más deserciones en la elite gobernante.
El problema es que, como en cualquier movimiento para derrocar a un gobierno, esos dos públicos buscan desenlaces que se excluyen mutuamente. Las elites siempre quieren sostener el statu quo. Los ciudadanos buscan cambios profundos: más democracia, o sea, algo que amenaza a las elites, y más imperio de la ley, lo que podría poner en riesgo los ingresos de las elites, y hasta su libertad.
Traducción de Jaime Arrambide
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