Con la debida falta de respeto, ¿no es hora de cuestionar la legitimidad de Trump?
Cuando era joven, el congresista John Lewis, de la ciudad de Atlanta, puso literalmente en juego su vida en su búsqueda de justicia. Como líder de la defensa de los derechos civiles, recibió una y mil golpizas, una durante la famosa manifestación conocida como Bloody Sunday ("domingo sangriento"), cuando sufrió una fractura de cráneo a manos de las fuerzas de su estado. La indignación popular ante la violencia de aquel día condujo a la aprobación de la ley de derecho de voto de 1965.
Ahora Lewis dice que no asistirá a la ceremonia de asunción de Donald Trump, a quien considera un presidente ilegítimo.
Como imaginarán, su declaración provocó una reacción histérica e infamante del presidente electo, quien por supuesto se inició en la política nacional cuestionando falaz y repetidamente el derecho de Obama a ocupar la presidencia. Pero Trump, quien nunca ha sacrificado nada ni arriesgado nada para mejorar la vida de nadie, parece sentir especial animadversión por los verdaderos héroes. Tal vez prefiera a los manifestantes que no reciben palos en la cabeza.
Pero mejor no hablar de los desvaríos de Trump. Mejor preguntémonos si Lewis tenía razón al decir lo que dijo. ¿Es correcto, desde el punto de vista político y moral, afirmar que el próximo hombre que se mudará a la Casa Blanca será un ocupante ilegítimo?
Sí que es correcto. De hecho, decirlo es un acto de patriotismo.
Se la mire por donde se la mire, las elecciones presidenciales de 2016 estuvieron profundamente contaminadas. Y no sólo por los efectos de la intervención de los rusos en favor de Trump. Si pocos días antes de los comicios, el FBI no hubiese transmitido la falsa impresión de que contaba con nueva información perjudicial sobre Hillary Clinton, la candidata demócrata habría ganado sin dudas las elecciones. Fue una deshonestidad grotesca que deslegitima a la agencia y que contrasta con su negativa a investigar la conexión rusa.
¿La cosa habrá ido más allá? ¿La campaña de Trump habrá coordinado activamente esas acciones con una potencia extranjera? ¿Existirá dentro del FBI una camarilla que cajoneó deliberadamente esa línea de investigación? ¿Serán ciertas las conjeturas sobre esas escabrosas aventuras en Moscú? Nada sabemos, aunque el tenebroso servilismo de Trump hacia Vladimir Putin no permite descartar esas acusaciones. Incluso tomando en cuenta lo poco que sabemos con certeza, queda claro que ningún presidente anterior de Estados Unidos tuvo menos derecho a ese título. ¿Por qué no cuestionar entonces su legitimidad?
Y hablar honestamente del modo en que Trump se alzó con el poder no se limita a cantar verdades, sino que también puede ayudar a limitar ese poder.
Sería muy distinto si el presidente en ciernes mostrara la menor pizca de humildad, de conciencia de que su responsabilidad para con la nación demanda un poco de respeto por esa gran mayoría de norteamericanos que votaron contra él a pesar de la injerencia de los rusos y de las tergiversaciones del FBI. Pero no lo ha hecho ni lo hará.
Por el contrario, se limita a descargar amenazas contra todo el que se atreva a criticarlo, mientras se niega a admitir que no obtuvo la mayoría de los votos. Y se está rodeando de gente que comparte su desprecio por todo lo mejor de Estados Unidos. Lo que estamos viviendo en Estados Unidos es más que evidente: una verdadera kakistocracia, el gobierno de los peores.
¿Cómo frenar a este gobierno? Bueno, el Congreso sigue teniendo mucho poder para poner freno al presidente. Y quiero creer que hay suficientes legisladores que buscan el bien público dispuestos a cumplir ese papel. Hacen falta apenas tres senadores republicanos que tengan conciencia y decidan proteger los valores norteamericanos.
Pero es mucho más probable que el Congreso se plante frente a un Poder Ejecutivo autoritario e indecente si sus miembros advierten el precio político que pagarán si deciden avalarlo.
Eso significa que Trump no debe ser tratado con deferencia personal por el simple hecho de ocupar el cargo que logró arrebatar. No se le debe permitir el uso de la Casa Blanca como púlpito de intimidación y de abuso. No hay que permitir que se proteja con el manto de majestad de su cargo. Con lo que ya sabemos del carácter de este tipo, queda claro que concederle ese respeto inmerecido no hará más que darle ínfulas para actuar mal.
Y recordarle a la gente cómo llegó adonde está también será una herramienta importante para impedir que se gane un respeto que no se merece.
Recuérdenlo: decir que su elección estuvo contaminada no es una calumnia ni una alocada teoría conspirativa: es la pura verdad.
Ahora bien, cualquiera que cuestione la legitimidad de Trump será acusado de antipatriota, porque es lo que siempre hace la derecha cuando se critica a un presidente republicano. Curiosamente, nunca dicen lo mismo cuando se ataca a un presidente demócrata. Pero patriotismo es defender los valores del país y no jurar fidelidad personal al querido líder.
No se trata de acostumbrarnos a deslegitimar los resultados de unas elecciones por el simple hecho de que no nos gustan. Esta vez estamos frente a una verdadera excepción y debemos actuar en consecuencia.
Hay que agradecer que John Lewis tenga el coraje de alzar su voz. Es lo más heroico y patriótico que pudo hacer. Y hoy más que nunca, Estados Unidos precisa esa clase de heroísmo.
Traducción de Jaime Arrambide
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