Con dos bandos radicalizados, Bolivia se enfrenta a un enorme agujero negro
Evo Morales, el presidente que más tiempo condujo Bolivia, cayó por su propio error en tres horas, tres semanas y tres años y nueve meses.
Su país se enfrenta ahora a un agujero negro. Para evitar que lo devore todo, la tarea urgente es calmar las calles y encontrar a alguien que gobierne bajo el marco de la democracia. La misión final será resguardar los avances económicos y sociales y barrer con el autoritarismo, tan característicos unos y otro del expresidente.
Será una tarea difícil y estará llena de peligros. El principal será la incendiaria polarización entre los seguidores de Morales, que se refugian en la épica de haber sido víctimas de un golpe, y sus detractores, reunidos en una oposición tironeada entre un sector moderado que no logra hacer pie y un ala de derecha que crece y se muestra más y más extrema.
Tres horas tardó Morales en dimitir luego de que las Fuerzas Armadas bolivianas anunciaron que le retiraban su apoyo y que el presidente debía dar un paso al costado para pacificar Bolivia.
Sin esa red de acero que sostiene a Nicolás Maduro, al ya aislado Morales no le bastaron los respaldos que llegaban de Alberto Fernández y el Grupo de Puebla para sostener un error autogestionado: creer que el éxito económico y la estabilidad política lo habilitaban a desoír la voluntad electoral de los bolivianos y a moldear las normas, con la ayuda de la Justicia, para adaptarlas a su sueño de ser un presidente eterno.
Como sucede con la dirigencia de otros países, Morales pensó que avanzar contra la pobreza y poner dinero en el bolsillo de la gente son condiciones suficientes para gobernar sin atender otras aspiraciones de la sociedad.
Si en Chile esas expectativas son las de equidad económica y de la igualdad de acceso a la educación, la salud o la vivienda, en Bolivia son las de la alternancia democrática y la salud institucional.
Tres años sin escuchar
Desde el referéndum de 2016, en el que los bolivianos le dijeron que no debía presentarse a otro mandato, Evo tuvo tres años para escuchar y entender ese reclamo de alternancia. Pero se empecinó en ignorarlo, hacia dentro y fuera de su partido, el Movimiento Al Socialismo (MAS).
Hacia afuera, en lugar de respetar el resultado de la consulta y enamorado de su propio éxito, buscó convertir su popularidad en un cuarto mandato con el aval de la Corte Suprema, que le renovó la posibilidad de presentarse a otros comicios porque era su "derecho humano".
Hacia dentro del MAS, el exacerbado personalismo de Morales se tradujo en la ausencia de una nueva generación de dirigentes. Él mismo se encargó de alimentar esa falta por miedo a que su sucesión terminara en fracaso, como ocurrió con Rafael Correa y Lenín Moreno, en Ecuador, o con Lula da Silva y Dilma Rousseff, en Brasil.
El camino del exjefe de Estado hacia las elecciones de octubre pasado estuvo repleto de señales de que si no respetaba el mandato del referéndum al menos debía asegurar la transparencia de los comicios presidenciales para evitar las sospechas y cuestionamientos de la oposición, como finalmente sucedió.
Llegan malas noticias
La economía, su gran catapulta doméstica e internacional, comenzó a mostrar sus debilidades en los últimos años. Pese a que avanzaría un 4% en 2019 y a que la pobreza cayó de 38% a 15% desde 2006, la caída del precio del gas, el creciente déficit fiscal y la reducción de las reservas hacen prever problemas cercanos.
Las malas noticias económicas empezaron a limar la popularidad de Morales el año pasado, y cuando esta se recuperaba la demora del gobierno en combatir los incendios en la Amazonia, en agosto pasado, le dio un nuevo golpe.
La otra cara de los vaivenes de la campaña de Morales fue la carrera de la oposición.
Durante años, Evo la neutralizó y diluyó con su habilidad política, con sus logros económicos y con su talento para integrar a la sociedad a los grupos que Bolivia siempre excluyó: indígenas, mestizos y pobres.
Sedujo incluso a aquellos que siempre lo recelaron, como los votantes de la pujante Santa Cruz, que ahora vuelve a su crítica original.
Pero apenas se topó con la oportunidad, la oposición se reanimó. El año pasado, empezó a capitalizar el descontento institucional que había dejado el aval de la Justicia a la candidatura de Evo.
La ironía jaquea a Morales
También aquejada por la falta de renovación, se alineó con un candidato ya conocido, Carlos Mesa, un periodista e historiador de centro que tuvo que hacerse cargo del descalabro político y económico que dejó Gonzalo Sánchez de Lozada al renunciar, en 2003.
Irónicamente, la fuerza ascendente y demoledora que arrinconó a Sánchez de Lozada fue el propio Evo, entonces carismático dirigente cocalero.
Ahora, a Morales le toca el destino de Sánchez de Lozada: dimitir luego de una crisis autoinfligida, de una violencia desatada y de una soledad creciente ante la deserción de aliados históricos.
A Evo esa crisis le estalló -o más bien le terminó de detonar- hace tres semanas, en la noche del día electoral, cuando súbitamente el escrutinio que indicaba que debería haber un ballottage entre Morales y Mesa se detuvo.
Al recomenzar, 12 horas después, los resultados señalaban que el presidente obtendría la reelección en primera vuelta. Y Bolivia se movilizó, dividió y violentó.
Primero, Evo se empecinó en defender un conteo de votos que todos descontaban como viciado. En el camino de esa obstinación, el expresidente perdió el respaldo de sus socios de siempre. Uno por uno, desde mineros e indígenas hasta la COB, el sindicato obrero, lo fueron abandonando a medida que la oposición se hacía fuerte en la calle. Las estocadas finales fueron las de los motines policiales y la del comunicado de las Fuerzas Armadas.
¿Golpe o no golpe?
A solas con su error y presionado por un lapidario informe de las irregularidades contabilizadas por la OEA, Evo decidió, ayer por la mañana, convocar a elecciones.
Pero no fue suficiente. Parada en el límite de lo legal y legítimo, la oposición exigió más y fue por la renuncia total, no solo de Evo, sino de toda la línea sucesoria, hasta el Senado.
"Nadie del MAS" fue, ayer a la tarde, el grito de guerra opositor, que desoyó la advertencia de Luis Almagro, secretario general de la OEA, de que lo constitucional sería que Morales terminara su mandato, en enero próximo.
Renunciado el expresidente, la oposición, dominada ya no por Mesa, sino por una derecha religiosa y dispuesta a todo, se choca allí con su encrucijada, una que la ubica cerca de un golpe.
Ella es tan inmediata como urgente es la necesidad de detener la violencia que amenaza a Bolivia. Esa encrucijada lleva la forma de muchas preguntas: ¿podrá ser la oposición diferente d Morales? ¿Podrá salir del revanchismo? ¿Se dedicará a proscribir al MAS y se convertirá en un irónico espejo de Nicolás Maduro? Por ahora da signos de que evitará ese escenario y también señales de que no. Pero el tiempo corre, Bolivia y sus calles se incendian y si la oposición no se centra, será tan peligrosa como fue la obstinación autoritaria de Evo.
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