Cómo viven los ucranianos en el escenario más caliente de la guerra: “Los ocupantes están a 10 kilómetros”
La ciudad de Sivers’k, en la región de Donetsk, fue totalmente destruida por los bombardeos rusos; “Antes era un lugar muy lindo, pero cuando en mayo los rusos comenzaron a bombardear, cambió todo, fue un shock”
SIVERS’K, Donbass.- Los rusos están a pocos kilómetros. Y se siente en Sivers’k, ciudad totalmente destruida del óblast (región) de Donetsk, parte del distrito de Bakhmut, donde retumban los golpes de artillería y no queda un alma. No se ve casi ningún ser humano, salvo soldados del ejército que van y vienen en camiones, blindados, en medio de rutas desoladas, llenas de cráteres, hielo, nieve. Nadie, salvo un puñado de ancianos que sobreviven sin agua corriente, sin luz, sin comunicaciones, desde hace meses, ocultos en sótanos o taperas, que ya no tienen la fuerza de irse, de escaparse de este infierno, ni tienen dónde irse.
Estamos en la disputada región del Donbass, 20 kilómetros al norte de Soledar, localidad que los rusos tomaron el 13 de enero pasado -un éxito en medio de varios fracasos y frustraciones- y a 30 de Bakhmut, donde las fuerzas ucranianas resisten desde hace seis meses y donde se libra la batalla más violenta de esta guerra que en pocos días cumplirá un año.
En Sivers’k, que solía tener unos 10.000 habitantes y ahora es una de las tantas localidades fantasmas del Donbass, arrasada, saben de qué se trata. Aquí los combates, que fueron atroces, ocurrieron en julio. Entonces, en una táctica puesta a punto en muchísimos otros lados, las fuerzas ucranianas volaron un puente sobre el río Severskij Donec. Aunque los rusos intentaron cruzarlo a través de un puente Bradley, igual lograron impedir su avance, en una batalla que tomó el nombre de esta localidad y que hizo historia. Gracias a esto, las fuerzas enemigas, que de todos modos siguen al acecho, pero más al sur, tampoco lograron tomar las localidades de Kramatorsk y Sloviansk, que quedan a unos 50 kilómetros.
Aunque hoy se ha transformado en la localidad más al este del Donbass bajo control ucraniano, Sivers’k es una ciudad muerta. Casi todo ha sido arrasado: la escuela, herida por una bomba que la incendió y le dejó un agujero en el frente, el correo, la estación de servicio, casi todas sus casas, la mayoría construcciones bajas donde ahora ya no hay techos, no hay ventanas, sólo escombors, hierros retorcidos, vidrios rotos. Sólo la estación de tren, en medio de un silencio gélido, aparece intacta, abandonada como todo lo que se ve.
El ir y venir de medios militares es constante en medio de sus calles llenas de barro, hielo, cráteres -donde se ha acumulado basura y nieve-, esqueletos de autos destrozados y escombros. Algunos soldados han ocupado alguna casa intacta para resguardarse del frío y para utilizarla como última base antes del frente. En un campo cercano, en las afueras, llama la atención ver soldados que se entrenan haciendo tiro al blanco con fusiles de asalto y haciendo volar un dron. Pasan también algunas ambulancias o camionetas de ongs que buscan a los pocos que sobreviven aquí, para llevarle ayuda humanitaria. Sobre todo leña, carbón, para poder calentarse, baterías, linternas, para resistir la oscuridad de la noche, mantas, abrigo, comida.
“¿Cuánta gente hay? No vimos a nadie aquí, en el pueblo anterior hemos visto una señora mayor con su hijo y en el anterior había como tres o cuatro personas y hemos estado hablando con dos de ellas que era un matrimonio y les hemos dado comida y algo de ropa”, cuentan Loreto Mata Cid y Paula Aguiló Serrano, voluntarias de una organización española que envía ayuda (@misionucraniaes), que nos encontramos de casualidad. Gracias a donaciones, trajeron una cuatro por cuatro y demás ayuda, junto a Pablo, un francés de la ONG Ukraine is Europe. En ese momento se oye el silbido de un misil. Hay que ponerse el chaleco antibala y salir corriendo.
Cinco kilómetros más al sur, en el poblado de Zvanivka, se levanta el monasterio de San Basilio el Grande de la Iglesia greco-católica ucraniana. Con dos campanarios metálicos que sobresalen, es el único edificio intacto de la zona, aunque también sufrió ataques, como puede verse en su exterior, protegido por pilas de bolsas de arena. “Muchas veces nos llovieron bombas y lo peor pasó en julio”, cuenta el padre Mark, sacerdote de 34 años oriundo de Ivano-Frankivs’k, en el oeste de Ucrania, que vive aquí hace tres años. “Antes era un lugar muy lindo, pero cuando en mayo los rusos comenzaron a bombardear, cambió todo, fue un shock”, cuenta, sin quejarse.
Él también vive sin agua y electricidad desde mayo pasado, hace casi un año. Sobrevive porque tiene un pozo y un generador, pero piensa que es su deber quedarse ahí, junto a los pocos fieles que quedaron. Adentro de la Iglesia, donde se ven cajas con ayuda humanitaria, ropa, comida, mantas, que reparte a los poquísimos parroquianos que quedan, el padre Mark cuenta que hoy celebró la misa de domingo ante apenas tres fieles. En el Donbass -una región ahora vaciada, donde casi todos han sido evacuados-, la mayoría solían ser cristianos ortodoxos. Pero Zvanivka, donde calcula que quedan apenas unas 50 personas de lo que antes era un pueblo de mil-, era una excepción. En 1951, en tiempos de la Unión Soviética, fueron deportados aquí habitantes desde Lviv, en el oeste de Ucrania, donde la mayoría es greco-católica. “Ellos no eran soviéticos, por eso los pocos que quedaron acá son pro-ucranianos, a diferencia de otros más sovietizados, que en verdad esperan que lleguen los rusos”, apunta padre Mark, reflejando la compleja historia de este rincón del mundo. “Si en este pueblo se festejó el derrumbe de la Unión Soviética en 1991, en la cercana Sivers’k, en cambio, lo lamentaron”, explica.
Con sotana y polar, el padre Mark no se inmuta cuando se oyen los estruendos. “Soledar está a 20 kilómetros, Bakhmut a 30, pero los ocupantes están a diez kilómetros”, explica y estamos acostumbrados. “Pero aquí no es como en Kiev que suenan las sirenas, los radares ven y advierten que está llegando el misil. Aquí, son pocos los segundos que tenemos para salir corriendo a refugiarnos en algún lado”, dice, sonriendo. Y muestra resabios de esos proyectiles que dañaron el monasterio, que hasta sufrió la destrucción de una cruz de madera que ostentaba en el parque de la entrada.
María, una anciana de ojos celestes de 86 años, estuvo en la misa de hoy del padre Mark. Vino a vivir aquí a los 12 años, en ese traslado de personas ordenada por el régimen soviético desde el oeste, desde un poblado que ahora pertenece a Polonia. Como los rusos destruyeron su casa, María se mudó a vivir junto a un pariente lejano, Dimitri, de 90 años en una humilde casa de madera que queda a diez cuadras del Monasterio. Conviven en un cuarto diminuto, sin luz, sin agua, con tan sólo una estufa a carbón. “¿Qué podemos hacer? ¿Dónde podemos ir?”, se pregunta María, que se pone a llorar cuando habla de sus hijos. El varón está en el ejército -algo que en verdad teme decir porque si llegan los rusos podría ser peligroso- y no sabe nada de sus dos hijas mujeres, madres de varios nietos, que se fueron de este infierno apenas pudieron. “No hay comunicaciones, no sé más nada, no sé donde están”, solloza.
Llegar a este lugar del Donbass -región industrial de gran riqueza minera, donde se ven fábricas de grises chimeneas, montañas de carbón recubiertas de nieva, trincheras cavadas en el campo-, no es fácil. Los caminos están destrozados y, entre los check-points, el hielo y la nieve, tardamos seis horas de auto para recorrer los 265 kilómetros que separan esta zona del frente de la ciudad de Dnipro.
María, una anciana diminuta, con pañuelo en la cabeza, gorro de lana y un salto de cama con flores, vive en el terror desde hace casi un año. “Viví durante cuatro meses en el sótano de mi casa, bajo el estruendo de los aviones que bombardeaban, los helicópteros y ahora ya casi es un año de esta locura”, lloriquea. ¿Teme que vengan los rusos? “Sí, tengo miedo. Pero soy demasiado vieja para escapar”.