Se trata de una causa de 2002 donde se investigaba la desaparición y muerte de dos amigas de 10 años, Jessica Chapman y Holly Wells, en Soham, Cambridgeshire
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Era un domingo de verano en 2002 y Jessica Chapman fue a un asado en la casa de su mejor amiga Holly Wells. Jugaron toda la tarde y a eso de las 6 p.m. salieron a comprar caramelos. Nunca regresaron.
Desde ese 4 de agosto se realizó una de las búsquedas más extensas de la historia criminal británica, con la ayuda de voluntarios de Soham, Cambridgeshire, de donde eran oriundas las niñas, y hasta de personal de la Fuerza Aérea de Estados Unidos estacionados en bases aéreas cercanas.
La policía exploró todas las pistas posibles, y usó los medios eficazmente, asegurándose de que la desaparición de las dos niñas de 10 años estuviera muy presente, con llamados de los padres rogando por su regreso y detalles sobre recompensas por información.
Día tras día, el país contuvo la respiración y rezó para que las encontraran con vida y bien. Pero a casi dos semanas de la ausencia de Jessica y Holly, la esperanza colapsó. Un guardabosques, que días antes había percibido un “olor desagradable y poco común” en un bosque, regresó el 17 de agosto a investigar su origen.
Descubrió dos cuerpos en una zanja de riego rodeada de maleza. Aunque en estado de descomposición y con muestras de que habían intentado quemarlos, una prueba de ADN confirmó una semana después lo que se temía.
Era difícil establecer la causa de muerte, pero se sabía que no las habían matado ahí, sino que las habían transportado sin vida y abandonado a 30 kilómetros de sus hogares. Pero, ¿cuándo, cómo y quién?
“La bruja galesa”
En el intervalo entre la desaparición de las niñas y la recuperación de sus cuerpos, el equipo de investigación había reunido a un grupo de expertos, entre ellos, la ecóloga forense, botánica y palinóloga Patricia Wiltshire.
Para entonces ya era una conocida consultora pues sus hallazgos habían ayudado a que se hiciera justicia en varios casos. “A veces la policía me llama ‘la bruja galesa’ por la forma en que proceso una gran cantidad de datos y se me ocurren ideas. Pero no es magia, es análisis”.
Y un poco de alquimia, pues la científica ha desarrollado su disciplina valiéndose de su variada experiencia en distintos campos. Aunque nunca imaginó que su sinuoso camino profesional la llevara a su especialización.
Nació y creció en un pueblo minero en el sur de Gales, se fue de casa cuando tenía 17 años a Londres. Trabajó durante muchos años, primero como técnica médica y luego como secretaria de empresa, una profesión que su primer marido consideraba más propia de una dama.
Como siempre le había gustado la naturaleza, se inscribió en unas clases nocturnas de botánica, y su profesor la animó a solicitar el ingreso en la universidad como estudiante adulta. Nunca lo había considerado pero acudió a una entrevista con el decano en King’s College London y, “tras una larga charla, en la que quien más habló fue él, me dijo: ‘Te espero en octubre’”.
“Aprendí todo lo que pude de cosas increíbles. Fui a otros departamentos e hice biogeografía avanzada, geología y parasitología de todo tipo”. Tras graduarse, se quedó como profesora en su alma mater durante 15 años, hasta que aceptó un nuevo trabajo en el Instituto de Arqueología del University College de Londres. “Curiosamente, me lo dieron gracias a mi amor por todo lo microscópico.
“Uno no se da cuenta de lo que realmente le fascina hasta que prueba todo, y a mí me encantaban las cosas diminutas”. Y así comenzó su carrera como palinóloga.
La palinología es la disciplina científica que se ocupa del estudio del polen de las plantas, las esporas y ciertos organismos planctónicos microscópicos, tanto en forma viva como fósil. “Me dediqué a la reconstrucción ambiental, en lugares como Pompeya y el Muro de Adriano”.
Podía develar cómo había sido el paisaje en la antigüedad pues el polen y las esporas “pueden sobrevivir millones de años”.
Sin embargo, estudiar el polen para averiguar si en el pasado los campos solían ser agrícolas o agrestes y qué crecía en ellos está muy lejos de resolver crímenes. ¿Qué motivó el cambio de dirección? “Una llamada telefónica”.
Ring, ring
En 1994, cuando Wiltshire ya tenía más de 50 años, recibió esa llamada telefónica que cambió el curso de su carrera. Era un oficial de policía de Hertfordshire que preguntaba si podía ayudar con un asesinato. Un cuerpo carbonizado había sido dejado en una zanja y había marcas de neumáticos en el campo adyacente.
La policía necesitaba saber si el carro de los sospechosos había estado ahí. “Nunca había hecho algo así antes, pero analicé todo en el auto y descubrí que el polen de los pedales y del espacio para los pies coincidía con el del borde de un campo agrícola.
“Cuando la policía me llevó a la escena del crimen, pedí que no me dijeran dónde habían encontrado el cuerpo, pues quería poner a prueba mi estudio. “Era un lugar muy grande, pero tras recorrerlo, pude identificar el lugar exacto por el tipo de flores que había en esa sección del seto.
“Fue un momento eureka para mí porque no pensé que sería tan específico”.
A pesar de su escepticismo inicial respecto de la ecología forense, comenzó a trabajar en cada vez más casos, y a escalar “una montaña de aprendizaje muy empinada”.
“Si no hubiera tenido toda la experiencia que tenía en los laboratorios de los hospitales haciendo palinología, bacteriología, todas esas cosas raras y maravillosas, todo ese trabajo de campo ecológico, no podría hacer lo que hago ahora”.
De su lado tenía el polen que, a diferencia de otras formas de evidencia, no se lava fácilmente pues se incrusta en todo lo que lo roza. “Está a nuestro alrededor e inevitablemente lo recoges”.
“Todo contacto deja un rastro”, apunta la palinóloga citando a Edmond Locard, el pionero en ciencia forense conocido como el “Sherlock Holmes de Francia”. Y ella usa esos rastros para establecer quién ha estado dónde. “Efectivamente, y más que eso: al mapear la ropa, puedo decir qué parte del cuerpo hizo qué.
“En un caso particular de intento de asesinato, por ejemplo, un hombre trató de estrangular a una chica debajo del poste de luz y dijo que no había estado allí. Debido a que tomé muestras de la escena del crimen detalladas, pude reconstruir lo que hizo en ese momento. Tras examinar su ropa, demostré que no sólo que había estado ahí, sino que se había tropezado con la valla con su hombro izquierdo, que arrastró a la chica a través de un seto, que se había arrodillado, y así sucesivamente”.
Desde su primer caso en Hertfordshire, Wiltshire ha podido utilizar la amplia gama de temas que estudió para desarrollar la ecología forense, lo que ha ayudado a resolver muchos casos a lo largo de los años. Algunos de alto perfil, como los asesinatos de Sarah Payne -de 8 años, ocurrido en 2000-, y Milly Dowler -de 13 años, en 2002, así como los de cinco mujeres, perpetrados por un asesino en serie en Ipswich en 2006.
Pero, ¿qué pasó con el de Holly Wells y Jessica Chapman, cuyos cuerpos habían sido encontrados en una zanja?
La clave de las ortigas
La policía le pidió que acudiera a la escena del crimen. “Cuando voy a la escena de un crimen, todo es importante: el suelo, la vegetación, la cantidad de luz, los bichos que hay. Todo va componiendo una imagen de la que se puede obtener una enorme cantidad de información para la policía”, le explicó la experta a la BBC.
En este caso, relató, querían saber cómo el asesino se metió en la zanja, porque no habían podido encontrar un camino. “Las ortigas estaban a la altura del pecho. Caminé con cuidado, y lo encontré. “La vegetación que había sido pisoteada, pude ver lo que había sucedido. Pero, por supuesto, eso no es suficiente: hay que corroborarlo”.
Para Wiltshire, las ortigas pisoteadas encontradas en la escena del crimen eran clave para calcular cuándo se dejaron los cuerpos allí, así que diseñó un experimento innovador. “Las ortigas habían sido pisoteadas, pero se habían recuperado, así que el rebrote era lo importante.
“Cuando pisas una planta, interrumpes el flujo hormonal desde la punta hacia el resto de la planta. Lo que vez no es sólo la interrupción, sino también una línea de tiempo. Preparamos un escenario en un centro de campo local donde había bancos de ortigas, y el director entró con un gran peso sobre su espalda dos veces. Luego fotografió esas ortigas todos los días y observamos su recuperación. Se comportaron exactamente como lo hicieron las ortigas en la escena del crimen. Después de unos 12 días y medio, obtuvimos la misma cantidad de nodos y las mismas distancias entre los nodos”.
El experimento de Wiltshire reveló que los cuerpos de las niñas habían sido colocados en la zanja poco después de que desaparecieron. “Le mostré a la policía por donde se había metido el perpetrador en la zanja, y cuando entré, encontré el pelo de Jessica en una ramita. La ruta de aproximación es importante pues puede haber pistas, y se pueden buscar huellas dactilares en ese camino”.
Mientras tanto, la investigación había identificado a un sospechoso principal, Ian Huntley, el conserje de la escuela de las niñas.
Pruebas condenatorias
Durante la búsqueda, Huntley se había posicionado como una suerte de portavoz de Soham, siendo entrevistado a menudo por la prensa. Constantemente, le pedía información a la policía, no sólo acerca de la pesquisa, sino de otros detalles que habían despertado la sospecha de los detectives.
Al hacer una investigación forense de su casa, se encontraron fibras de las camisetas que vestían Jessica y Holly. Pero él tenía una explicación: ese día, las niñas habían ido pues a una de ellas le estaba saliendo sangre por la nariz, y las ayudó, algo que era plausible.
Los detectives continuaron su búsqueda de más pruebas. Registraron la escuela donde trabajaba Huntley y encontraron prendas de vestir -quemadas y cortadas- que las niñas llevaban puestas cuando fueron vistas por última vez.
Cuando Wiltshire analizó la ropa, encontró que “todo lo que había incrustado era trozos de vegetación, en particular los frutos de los alisos que colgaban sobre esa zanja muy densamente”.
“Supe de inmediato que las niñas habían estado vestidas cuando las metieron en la zanja”. Todo eso fue parte de las pruebas incriminatorias contra Huntley. Wilstshire fue una de las expertas que declaró en el juicio que condenó a Ian Huntley a cadena perpetua con un mínimo de 40 años.
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