Como se esperaba, la revolución que Francisco lanzó en Río va en serio
RÍO DE JANEIRO.- En Brasil, la Iglesia -con Francisco como un nuevo Moisés bíblico- ha sido llamada a atravesar su desierto en busca de una tierra nueva para huir de la esclavitud en que la había colocado su alejamiento de la gente.
Es posible que, como Moisés, tampoco Francisco vea a la Iglesia llegar a esa tierra prometida con la que él sueña, en la que no exista ya la "psicología de príncipes" en los obispos; en la que éstos sean pobres de corazón y de bienes; que no suspiren por las cebollas y los cocidos de carne que dejaron atrás, y que no vuelvan a adorar los becerros de oro.
La revolución que el Papa ha lanzado desde Brasil a todo el mundo, como ya se esperaba, va en serio. No existen dudas después de su discurso duro, con autoridad, sin concesiones, pronunciado a los representantes de las conferencias episcopales de América latina y de algún modo a los 3000 obispos del mundo. Francisco quiere acabar con una Iglesia que se ha revestido hasta ahora de mil oropeles ideológicos que poco tienen que ver con la sencilla, y a la vez exigente, propuesta evangélica.
Ha desnudado a la Iglesia de las falsas ideologías tanto de izquierda como de derecha, que habían cambiado la idea evangélica del encuentro con los excluidos, de la misericordia sin reservas, del encuentro incluso corporal, físico, con el prójimo, sin miedo al cuerpo, por categorías de sociología o de psicología que acabaron acuñando en la Iglesia una espiritualidad elitista, desencarnada, sin compromiso con su realidad primitiva cuando desafiaba a los ídolos del poder.
Les ha venido a decir a los obispos que la Iglesia no puede continuar como hasta ahora. Que tiene que cambiar de piel, dejar de ser burocrática, olvidarse de los demonios del carrerismo. Les ha dicho que, más que en el mañana de sus vidas, piensen en el hoy de los que sufren ahora y no pueden esperar. "El hoy es la eternidad", les dijo a los obispos. Y ese hoy y esos marginados de la sociedad son "la carne de la Iglesia". Hasta ahora, incluso los papas más abiertos hablaban siempre de reformar la curia, el gobierno central del Vaticano.
Cuando habló de la "humildad social", estaba traduciendo el mandato evangélico de que el mayor se haga el menor para ir al encuentro del prójimo, que es un igual a nosotros. No sabemos aún cómo los diferentes movimientos de la Iglesia, como el Opus Dei, los pentecostalista, los de Comunión y Liberación o los mismos teólogos de la liberación analizarán ahora las palabras de Francisco en Río.
Para él no sirven las metodologías liberales ni las marxistas para encarnar el Evangelio en la gente. Las ha tachado a todas de ideologías elitistas. Como alternativa a los conceptos políticos de derecha, centro o izquierda, Francisco ha acuñado para su pontificado una nueva: la de la periferia, que es, les ha dicho a los obispos, donde se deben colocar como "pastores" y no como "príncipes". Como anunciadores de esperanza y no como burócratas o administradores de una empresa o de una ONG.
En cierto modo, les ha dicho a los obispos que se dejen de bizantinismo y que salgan a la calle a tomar de la mano a todos los que buscan una ayuda, un consuelo, un consejo o simplemente un hombro donde llorar ese dolor que no hay ideología capaz de consolar.
¿Dejarán a Francisco -que se ha presentado despojado y cercano a la gente, sin las insignias reales del papado- llevar a cabo esa novedad histórica que obligará a la Iglesia a una catarsis colectiva?
¿Lo escucharán y seguirán en esa travesía del desierto? ¿En esa conversión existencial para desnudarse, como hizo el joven Francisco, de su cómoda vida pasada para seguir al pie de la letra el Evangelio compartiendo la vida de los sin poder y sin dinero?
Difícil de adivinar. Moisés no llegó a ver la Tierra Prometida, pero el pueblo judío consiguió, al final, librarse de la esclavitud de los ídolos.
© El País, SL
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