Los raizales, como les llaman a los habitantes históricos de estas islas caribeñas, se sienten incomprendidos y temen que su cultura desaparezca
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En dos decenas de entrevistas que hice a originarios del archipiélago de San Andrés y Providencia —aquel que suscita una histórica disputa territorial y legal entre Colombia, que está a 700 kilómetros, y Nicaragua, que está a 100— escuché una observación reiterativa: que no los entienden.
Quienes fallan en comprenderlos, alegan, son los llamados “continentales”. Los de ambos países. Aunque sobre todo aquellos que gobiernan en Bogotá, que diseñan políticas para ellos, que hablan otro idioma, y practican otra religión, y tienen otra forma de vida.
“Somos un pueblo sin Estado, enclavado entre dos Estados”, me dijo Miguel Ángel Castell, un activista y abogado de San Andrés.
Elkin Robinson, un reconocido músico de Providencia, añadió: “Los caribeños siempre hemos tenido que pretender que somos algo que no somos. Que somos festivos para lidiar con la esclavitud, que somos católicos para poder estudiar, que somos colombianos para tener derechos”.
Una de las definiciones de “raizal” es “conjunto de raíces”. No apela a ningún país o etnia o cultura. Es una mezcla. Y los habitantes del archipiélago lo celebran: lo toman como su rasgo identitario. Pero se quejan de que Bogotá “no entiende”.
“A Colombia solo le empezamos a importar cuando Nicaragua reclamó las islas (en 1980). Colombia tuvo presidentes que se jactaban de que no conocían el mar. La incomprensión histórica ha sido profunda, y ha tenido la consecuencia nefasta de que nos han querido colonizar, convertirnos iguales a ellos”, dice Kent Francis, un político histórico del archipiélago.
Hace medio siglo los raizales componían el 90% de la población. Hoy, con la llegada en masa de “continentales”, son minoría: tan solo el 25%. Su idioma, el creole, se habla cada vez menos. El rondón, su plato tradicional, solo se consigue en pequeños puestos de promoción. La polka, el calypso y el mento son géneros musicales en extinción. Los personajes rastafari, muestra de la influencia jamaiquina, son una postal de recuerdo, un gancho turístico, más que una imagen cotidiana.
En su lugar se ha configurado en San Andrés una caótica ciudad llena de motos, restaurantes de comida rápida y parlantes a todo volumen. El turismo del todo incluido es el producto más vendido. La sensación de inseguridad se ha tomado muchos barrios.
Algunos ven los cambios culturales como “síntomas normales de la globalización y el desarrollo”, dice Frank Escalona, un prestigioso abogado civil. Otros lo ven como “una colonización”: “¿En qué momento creímos que el desorden y la anarquía son sinónimos de turismo o desarrollo?”, acota una alta funcionaria del gobierno local que pidió no ser identificada.
Las amenazas que enfrentan las islas no son solo culturales. Las reservas de pescado en los mares aledaños han sido arrasadas. La producción agrícola es diminuta. Los grupos armados del continente, como el Clan del Golfo, ya hacen presencia en la zona. Los sistemas de servicios básicos están hechos para 70.000 personas; la cifra de habitantes que las autoridades admiten es del doble; y el año pasado visitaron el archipiélago un millón de turistas.
“Por bien que nos vaya, podemos contener la sobrepoblación, pero ya el daño está hecho”, señala la funcionaria. “(Los sanandresanos) hemos fallado como generación”, se lamenta.
En campaña, Gustavo Petro, el nuevo presidente del país, vino a dar un discurso atípico para un político nacional: “La isla no es sostenible en la media en que atraiga población nacional continental (…) Un gobierno debe ayudar al florecimiento, no imponer”, dijo.
Ya como presidente volvió para revisar la reconstrucción de Providencia, destruida por el huracán Iota en 2020, y reiteró su línea: “No se tuvo en cuenta a la comunidad raizal ni su cultura arquitectónica (…) La reconstrucción fue básicamente una imposición”.
“Problema bogotano”
El pleito con Nicaragua es el ejemplo que los isleños más citan como prueba de la supuesta incomprensión: “Este ha sido un problema creado por la burocracia capitalina; si nos hubieran dejado relacionarnos y dialogar con nuestros hermanos nicaragüenses, el tema del reclamo se habría resuelto hace rato y no hubiéramos perdido lo que perdimos”, dice Francis.
En la costa caribeña de Nicaragua, conocida como la Mosquitia, viven miles de raizales íntimamente relacionados con los raizales colombianos. El histórico intercambio cultural, comercial y político entre ellos se interrumpió en los años 80, con el inicio de la guerra contra las drogas, que militarizó el Caribe, y luego los obstáculos impuestos por Bogotá y Managua, ya metidos en un pleito judicial por “soberanía”.
En 2012, Colombia perdió casi 75.000 kilómetros cuadrados de mar del archipiélago por la demanda que interpuso Nicaragua ante la Corte de Justicia de la Haya. La sentencia cambió la vida de miles de pescadores: los bancos más ricos en peces se convirtieron en zonas prohibidas.
“Esa pelea dizque por la tal soberanía a nosotros no nos importa”, dice Germán Celis, un líder social y pescador. “Y tampoco es que queramos independizarnos ni dejar de ser colombianos; lo único que queremos es que nos dejen relacionarnos con nuestros hermanos del Caribe, interactuar con nuestras costumbres caribeñas, ser colombianos a nuestra manera”.
Petro ha propuesto medidas en este sentido: crear universidades, centros de estudio y festivales culturales que unan a San Andrés con el Caribe. “Convertir a San Andrés en el corazón del Caribe colombiano”, ha dicho.
También quiere que los continentales vuelvan a su tierra natal de forma voluntaria, mejorar el hospital y las universidades y expandir el acueducto y la red eléctrica con asesoría de locales.
De pañas y corrupción
“Paña” es como les dicen en las islas a los residentes que no son raizales. “Pañamanes” eran los colonizadores españoles en la jerga isleña del siglo XVIII. Y hoy son mayoría: 42.000 de las 77.000 personas registradas, según cifras oficiales, son “paña”. Acá hay gente de muchas regiones de Colombia; también árabes, venezolanos y nicaragüenses, entre otros. En realidad, se estima que son más de 150.000 habitantes.
Guillermo León Mora es paña. Llegó en los años 70 de su natal Medellín, quiere ser gobernador y es líder de la comunidad paisa (de la zona cafetera), que montó acá la segunda Feria de Flores (una tradición paisa) más grande del país y ha desarrollado campeonatos deportivos y culturales bajo la mirada continental.
“Nosotros aquí somos unos invitados, y queremos mostrar que nuestra cultura ofrece una diversidad y un empuje empresarial”, asegura. “No nos interesa que desaparezca lo raizal, lo que nos interesa es que todas las personas que viven acá legítimamente, con permiso de residencia, lo hagan en paz, trabajando juntos”.
“La idea de que nosotros queremos colonizar, o volver a todo el mundo igual, no solo es falsa, sino que ha sido creada por organizaciones raizales radicales que han creado un racismo hacia nosotros”, afirma.
Y coincide en que el gobierno nacional nunca ha entendido las lógicas de acá: “San Andrés sería autosostenible si Bogotá permitiera que nosotros manejemos nuestros recursos, que son muchísimos, y la corrupción dejara de ser el pan de cada día de nuestra política”.
San Andrés es un punto clave del clientelismo colombiano. En cada elección, según expedientes judiciales, empresas de todo el país financian políticos locales que a la postre retribuyen el favor con contratos ligados al turismo.
Siete de los 10 gobernadores que ha habido en el departamento desde que existe la figura (1991) fueron acusados, capturados o suspendidos por corrupción. Y solo uno de esos 10, uno de los tres que salió sin investigaciones, no fue raizal.
“Cuando vamos a hablar de dos, hay que empezar por uno mismo”, dice Escalona, el abogado, que es raizal, pero trabaja para empresas paña. “Somos una población que se volvió minoritaria en su propio territorio, hubo mucha gente que llegó acá y respetó a lo raizal, no es todo culpa de los continentales, los raizales también hemos sido artífices de nuestra propia crisis”.
La transformación
A comienzos del siglo XX San Andrés era uno de los lugares más prósperos de Colombia gracias a la exportación del coco, pero la caída en los precios de este y varias sequías generaron una crisis que llevó a muchos raizales a emigrar a Centroamérica en los años 40.
Nada, sin embargo, transformó tanto a la isla como la declaración, en 1953, de puerto libre, un espacio libre de impuestos que atrajo a continentales deseosos de licor, perfumes, electrodomésticos y ropa importados.
“Nos convirtieron en una tienda para gente que no era de acá”, dice Francis.
Eso generó otro boom, el del turismo, que terminó de acabar con las dinámicas agroexportadoras del pasado, trajo a miles de obreros de todas partes del país y cambió la arquitectura de casitas de madera en colores vivos por altos edificios blancos de concreto. El reggea y el calypso poco a poco fueron remplazados por el vallenato y el reggeaton.
“El problema es que todo se hizo violando las leyes que buscaban proteger el espacio”, dice Castell, el joven abogado, que estudió en Medellín y habla como paisa.
“Los hoteles se construyeron en zonas protegidas, la pesca industrial arrasó con las reservas, los servicios de agua y luz quedaron solo para el uso de turistas (…) Es como si el turista tuviera más derechos que nosotros”, asegura Castell.
San Andrés tiene una oficina de control poblacional (OCCRE) que cobra US$25 a cada turista que entra al departamento. Si el año pasado entraron un millón, son US$25 millones que deberían verse por algún lado.
Pero la luz se sigue yendo, el agua escasea y, aunque la cifra de pobreza no está entre las más altas del país, la tasa de cobertura en educación superior es una de las más bajas, porque los jóvenes sanandresanos prefieren estudiar en el continente.
El caso de Providencia
San Andrés sigue siendo una isla paradisiaca del Caribe, con playas de arena blanca y mar cristalino. Pero su paisaje no es el mismo de antes.
En cambio, en Providencia, una isla de 7.000 habitantes que está a 100 kilómetros y también goza de una lujuriosa naturaleza, la cultura raizal sigue siendo mayoritaria.
“Pero acá puede pasar lo mismo que pasó en San Andrés y creo que el huracán aceleró ese proceso”, dice Robinson, el músico e intelectual de la isla, mientras señala las paredes de su casa reconstruida con financiación estatal, que ya se empezaron a descascarar.
El huracán Iota destruyó un 98% de la isla y el entonces presidente, Iván Duque, se tomó a pecho la reconstrucción en 100 días. La promesa no se cumplió, pero su plan está en curso.
“Muchos trabajadores que llegaron a trabajar por el huracán se van a quedar, y al estar enfocada en los tangibles, la reconstrucción pasa por encima de los intangibles, de la cultura”, añade el Robinson. “Por décadas los problemas acá se escondieron debajo del sofá y el huracán se llevó el sofá (…) Yo siento que la gente ya se resignó”.
Pero Edgar Jay, un líder pescador, no está resignado. Durante los últimos dos años lideró una campaña de pescadores para evitar la construcción de una base militar en una de las costas de Providencia. Y ganaron con el aval de la Corte Constitucional.
El pescador recuerda el subsidio —de US$300 al mes, dos veces el salario mínimo— que dio el gobierno de Juan Manuel Santos por medio año tras el fallo de la Haya en 2012: “Eso solo promovió la desidia, muchos dejaron la pesca, fue un típico error que comete Bogotá cuando intenta gobernar acá”, señala.
En su lugar, el activista promueve diálogos entre las federaciones locales y el gobierno central para impulsar las economías isleñas, cuyo principal sustento es la pesca.
Y eso va en la línea de Petro, que promete “un desarrollo distinto, no el que se impone desde los Andes, sino uno que sale, que florece, desde adentro”, según dijo en campaña.
Muchos locales lo ven con escepticismo. Ningún presidente había mostrado una comprensión tan acertada de la región, pero el historial de Bogotá acá parece irremediable.
“Si el Estado sigue con su incomprensión, sería masoquista seguir relacionados y no independizarnos”, dice el pescador Jay. “Pero si por fin logramos nuestros reconocimientos, no tiene sentido separarse de Colombia”.
*Por Daniel Pardo
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