Cómo fueron las últimas 48 horas de Nelson Mandela
En los últimos meses apenas había hablado y se limitaba a seguir con los ojos los movimientos; el miércoles pasado, la mujer del líder llamó a sus familiares para que lo despidieran en vida
Fue 48 horas antes de que Nelson Mandela muriera, cuando el presidente de Sudáfrica, Jacob Zuma, recibió una llamada. Era el doctor de Mandela. Le informó de que la situación médica de Mandela se había deteriorado gravemente.
Zuma había recibido varios informes médicos desde que Mandela fue ingresado en un hospital de la capital sudafricana, Pretoria, en junio y devuelto casi tres meses después a su casa en Johanesburgo, donde había indicado que prefería pasar los últimos días de su vida. Pero este informe fue más alarmante que cualquiera de los anteriores. Zuma entendió que Mandela había entrado en la fase final de su larga agonía.
Mandela tenía un exceso de líquido en los pulmones, su punto débil desde los años en la cárcel, y había sucumbido a una infección: la circunstancia que los médicos más habían temido.
La mañana siguiente, el miércoles pasado, la esposa de Mandela, Graça Machel, empezó a llamar a miembros de la familia Mandela, distribuidos por toda Sudáfrica y en el exterior, para avisarles de que la hora había llegado y debían venir rápidamente a visitarlo.
Machel, su tercera esposa y con la que fue más feliz, estuvo a su lado durante los 181 días que Mandela permaneció en la cama entre su ingreso en el hospital y su muerte. Le leía libros, sin tener muy claro si Mandela seguía lo que le estaba contando, y lo agarraba de la mano. Machel, una ex ministra de Educación de Mozambique, donde nació, y una mujer habitualmente muy participativa en foros internacionales relacionados con la salud pública en África, suspendió todas sus actividades oficiales durante el período de la enfermedad de su marido.
Ese mismo día, Maki Mandela, la hija mayor del expresidente, anunció que su padre estaba "en el lecho de la muerte". Ya se sabía, pero el hecho de que pronunciara las palabras hizo saltar las alarmas entre la población sudafricana.
El jueves por la mañana empezaron a desfilar miembros de la familia de Mandela —hijas, nietos, bisnietos— por la casa del primer presidente negro de la historia sudafricana. Entraban en su habitación de dos en dos y en casi todos los casos salían llorando.
Mandela había estado conectado a aparatos que lo ayudaban a respirar durante la mayor parte de su enfermedad. Pero ya ni la ciencia podía ayudarlo. Los médicos explicaron a los familiares que ya no había nada más que hacer. Mandela se iba. Este era su último adiós.
Ministros del Gobierno llegaron al atardecer y también miembros de la tribu ancestral de Mandela, los Thembu, para llevar a cabo una antigua ceremonia que concluye cerrando los ojos de la persona cuya alma se va. A las 20.50 del jueves, Mandela, que había cumplido 95 años en junio, murió.
La sorpresa fue que hubiese aguantado tanto. Durante su último viaje al extranjero en 2008, para asistir a unos festejos en Londres para celebrar su 90 cumpleaños, ya se veía que le costaba andar y que no estaba en plena posesión de sus facultades mentales. La memoria ya le había empezado a fallar. La última vez que se lo vio en público fue antes de la final de la Copa del Mundo de Fútbol en julio de 2010 en Johannesburgo, cuando apareció en el estadio en una silla de ruedas. De ahí en adelante pasó la mayor parte de sus días sin levantarse de la cama.
Durante los últimos meses apenas había podido decir una palabra. Personas cercanas a él cuentan que respondía a presión con presión, por ejemplo cuando se le tocaba la mano, y a veces seguía los movimientos de la gente que le rodeaba con los ojos. Pero poco más.
Murió en su cama, rodeado de su familia. Poca gente, sin excluirlo a él, se lo hubiera imaginado en 1961 cuando fundó el movimiento armado del Congreso Nacional Africano, cuyo primer líder fue él mismo. En el juicio que le hicieron en 1964, el fiscal del Estado pidió la pena de muerte. Sospechando que este sería el veredicto final del juez, Mandela dio su famoso discurso ante el tribunal en el que declaró que "si fuera necesario" estaba dispuesto a morir por la causa a la que había dedicado su vida, la democracia y la libertad para su pueblo.
Al final fue condenado a cadena perpetua, pero durante los 27 años que estuvo en la cárcel, otros importantes dirigentes políticos negros fueron asesinados por el aparato de seguridad del apartheid, y cuando Mandela emergió de prisión en 1990 la pesadilla siempre fue que algún fanático de la extrema derecha lo asesinara, lo cual hubiera acabado con el sueño de remplazar el apartheid con una democracia estable y condenado al país al caos perpetuo.
Hoy Sudáfrica está lejos de la utopía, pero se evitó la guerra racial que muchos —con mucha razón— temían, y ahora, por más carencias que exhiba el Gobierno del presidente Zuma, el pueblo vive en democracia y en paz. Hoy, en todo el país, creyentes y no creyentes participan en servicios religiosos para conmemorar la figura de Mandela y para dar las gracias por la existencia en la tierra de un hombre sin el cual la democracia y la paz en Sudáfrica —en su día el país más divido del planeta— sencillamente no hubieran sido posibles.
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