Cómo cambió la guerra (y el mundo) desde febrero: nueve claves de las nueve semanas de conflicto
Lejos de apaciguarse, la invasión que Putin lanzó el 24 de febrero amenaza con convertirse en un conflicto extenso que podría tener consecuencias en todo el mundo
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Antes de lanzar la invasión, el 24 de febrero, Vladimir Putin estaba convencido de que sus fuerzas podrían tomar Kiev en apenas dos días. Eso contó Williams Burns, director de la CIA, en una comisión del Senado norteamericano dos semanas después de iniciada la guerra. Ya desde 2014 el presidente ruso pensaba que la capital de Ucrania -y el país en general- era un blanco fácil y que podía caer en dos semanas; se lo dijo ese año al entonces presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso. Nada de eso sucedió.
Ni dos días ni dos semanas ni dos meses. Kiev nunca cayó, la resistencia ucraniana se hizo sentir, sorprendió a Occidente y se fortaleció, y Rusia retrocedió. Pero la guerra no se apaciguó. Todo lo contrario, creció y, desde hace semanas, amenaza con convertirse en una guerra de desgaste, de esas que duran meses o años y terminan destruyendo a un país y a los bandos beligerantes por igual.
Ese fantasma de guerra larga aumenta el peligro de ataques voluntarios o accidentales e incluso el de una ofensiva nuclear. La política, la sociedad y, fundamentalmente, la economía de otras naciones también están y estarán condicionadas por los cambios, duración y alcance del conflicto que amenaza con reordenar al planeta.
1. La guerra crece en lugar de extinguirse
Las señales de que la guerra empieza apenas a madurar no faltan. Por un lado, la diplomacia está cada vez más ausente. El último encuentro de alto nivel fue el 10 de marzo, en Turquía, entre el canciller ucraniano, Dmitro Kuleba, y su par ruso, Sergei Lavrov. Las expectativas de que un cese al fuego surgiera en ese encuentro se disiparon ese mismo día; tuvieron tan corta vida y tan poco éxito como los intentos de los líderes de Francia, Turquía y Austria de disuadir a Putin de continuar con su aventura bélica.
Otras dos señales desnudan un escenario de más guerra. Hasta hace poco Occidente se concentró en armar a Ucrania con un arsenal defensivo basado, fundamentalmente, en arsenal antiaéreo liviano y portátil y en drones y en asistirla con información de inteligencia y entrenamiento en secreto. El miedo a provocar una guerra abierta y de impacto desconocido con Rusia lo detenía.
Hoy la OTAN, incluso sus miembros más reticentes como Alemania, dio un paso adelante y envía material ofensivo, de mayor letalidad, alcance y calibre, como obúes, vehículos blindados y tanques a una Ucrania que gana en moral y poder de fuego.
Por último, los ataques comienzan a cruzar fronteras hacia el este y el oeste, un paso temido cuando estalló la guerra. Los ataques ucranianos a bases en Rusia cercanas a la frontera aumentan junto con los misteriosos incendios en lugares estratégicos rusos, como plantas químicas y centros de investigación. También se registraron ataques en Transnistria, el enclave prorruso pegado a Moldavia.
2. Los tres bandos replantearon sus objetivos:
Ni los ataques más allá de Ucrania ni el giro en los envíos de armas occidentales a Ucrania son azarosos. Responden a un replanteo de objetivos tanto por parte de la OTAN como por parte de Ucrania.
El gobierno de Zelensky fue el primero en hacer evidentes esos nuevos objetivos. Basada en una táctica ágil y feroz, la defensa de Kiev fue el momento bisagra de ese cambio. Cuando a fines de marzo, Rusia comenzó a replegarse hacia el este, frustrada por la falta de éxito para tomar la capital, la resistencia ucraniana pasó de la defensa al ataque. Su contraofensiva se hizo sentir en el norte y en el sur y ahora se concentra en el este. El presidente Zelensky está convencido de que su país puede ya no solo resistir sino derrotar a Putin y sus fuerzas.
Lo mismo cree -y cada vez más- la OTAN. Por eso ya no duda en mostrar sus dientes y sus nuevos objetivos: armar a Ucrania y darle una lección histórica y final a Putin. Lo dijo, sin matices, el secretario de Defensa norteamericano, Lloyd Austin: “Queremos lastimar a las fuerzas militares rusas lo suficiente como para que nunca más puedan atacar Ucrania”. Estados Unidos y el resto de la Alianza Atlántica quieren que el daño sobre Rusia sea “irreversible”, añadió Austin, una advertencia inusualmente franca y abierta para un gobierno (el de Joe Biden) que hasta ahora se había cuidado de mostrarse demasiado beligerante para no “despertar la tercera guerra mundial”.
Con dos rivales abiertos, la moral golpeada, líneas de suministros rotas y tropas de combate diezmadas, Rusia optó, a principios de abril, por ir a lo seguro: el este de Ucrania. Reducir sus objetivos a un territorio “accesible” como el Donbass y un poco más le permitiría a Putin salvar su orgullo y cantar victoria, aunque no fuera la pensada inicialmente. Pero el Kremlin quiere, al parecer, un poco más: su objetivo sería ya no solo el este sino también la franja costera del sur que le permitiría unir el Donbass con Transnistria, convertirlos en una república o incorporarlos a Rusia y dejar a Ucrania sin salida al mar.
3. Vuelve el peor fantasma de la Guerra Fría: la destrucción nuclear
La rivalidad entre la ex Unión Soviética y Estados Unidos estuvo condicionada, durante casi las últimas cinco décadas del siglo XX, por la posibilidad de destrucción mutua con armas nucleares. Las dos principales potencias de entonces se aseguraban con sus respectivos arsenales de disuadirse de un primer ataque. En torno a esa posibilidad, el mundo convivió con el peor de los miedos: el del apocalipsis nuclear. Pero también en torno a esa posibilidad se diseñó, incluso, la arquitectura legal que regula las armas atómicas.
En 1991, cuando recibió el Nobel de la Paz luego de la disolución de la ex URSS, Mikhail Gorbachov, dijo: “El riesgo de una guerra nuclear acaba de desaparecer”. Hace menos de un año, en Ginebra, Biden y Putin, ya crecientemente distanciados, coincidieron en un punto fundamental: “Una guerra nuclear nunca puede ser ganada y nunca puede ser comenzada”.
Todas esas certezas desaparecieron cuatro días después de comenzada la invasión a Ucrania, cuando Putin le recordó al mundo que su país es –con casi 6000 ojivas- la principal potencia nuclear y que él estaba dispuesto a usar esas armas contra cualquiera que se entrometiera en su determinación de tomar Ucrania, nación a la que considera parte natural de Rusia. A partir de ese momento, especialistas, funcionarios y sociedades enteras tratan de dilucidar si el presidente ruso sería verdaderamente capaz de usar un arma nuclear –fuera táctica, de menor alcance, o estratégica, de mayor llegada e impacto- y de exponerse a una repuesta fulminante.
Por ahora Occidente, sin subirse demasiado a la retórica nuclear, reacciona con dos certezas. Primero, los gobiernos de las principales potencias de la OTAN no detectan aún cambios operacionales en el estatus de las armas nucleares rusas, un paso esencial para allanar el camino a un ataque. Segundo, elaboran escenarios para reaccionar al potencial uso de ojivas nucleares por parte de Rusia, pero no todos implica una respuesta también nuclear.
El miedo, de todas maneras, volvió, en especial a Europa. “El riesgo de que Rusia use un arma nuclear en Ucrania es muy bajo pero la preocupación pública es ya mayor que el riesgo nuclear. De alguna manera, la amenaza está destinada a causar tanto daño como el arma misma”, advirtió hace poco Adam Mount, de la prestigiosa Federación de Científicos Norteamericanos, al Boletín de Científicos Atómicos.
4. La guerra del siglo XXI es tan sucia como la de otros siglos
Más como un analista que como el secretario general del organismo destinado mediar en los conflictos que agobian al mundo, Antonio Guterres, líder de la ONU, dijo esta semana desde Kiev: “No hay forma de que una guerra pueda ser aceptable en el siglo XXI. Una guerra es hoy un absurdo”.
Absurda e inaceptable, esta guerra en Europa ignora a Guterres y a millones de personas alrededor del mundo que pensaban que el planeta había aprendido de la destrucción de conflictos de otros siglos y desnuda uno de los peores dramas desde que comenzó la invasión: no importa cuán tecnológico y preciso sea un arsenal, cuán avanzada sea la inteligencia o cuánto se proclame que las guerras deben ser “limpias”, las matanzas de civiles ocurren hoy como ocurrieron en guerras que avergüenzan a la humanidad.
Bucha, Borodyanka, Kramatorsk, Mariupol ocupan ya un lugar junto a Srebrenica, Ruanda, Afganistán o los campos de concentración nazi en la memoria colectiva. Los cadáveres de civiles ejecutados, los cuerpos de familias bombardeadas mientras esperaban el tren para huir de la guerra, las fosas comunes en una ciudad completamente extinguida. Los crímenes de guerra parecen hoy tan comunes como ayer, no importa cuán avanzado crea el mundo que está.
5. La guerra de la información alimenta la polarización global
Esos crímenes llenaron las calles de los suburbios de Kiev. De acuerdo con datos difundidos la semana pasada por el gobierno ucraniano, 1150 civiles murieron alrededor de la capital, entre el 50 y 70% de ellos presentaban disparos de arma de fuego, es decir que podrían haber sido ejecutados. Claro que el Kremlin dice lo contrario: esas matanzas fueron perpetradas por las propias tropas ucranianas para poder culpar a Rusia.
Una con bastante más evidencia que otra, ambas versiones de la masacre de civiles y de cada hecho de la guerra sirven para la otra batalla, la que enfrenta a Ucrania y la OTAN contra Rusia por la opinión pública global.
En Occidente, esa batalla tiene un ganador, Ucrania, cuya causa es abrazada cada vez más por la opinión pública y obliga a decena de gobiernos a alinearse. En el resto del mundo, más crítico de la OTAN y sobre todo de Estados Unidos, el nombre del ganador no es tan evidente, ni Rusia ni Ucrania.
6. La economía de guerra es más benévola con Rusia que con Ucrania
La guerra lleva dos meses pero el pronóstico para el resto del año ya es lapidario, más para uno de los protagonistas que para el otro. La economía de Ucrania estaba destinada, según el FMI, a crecer este año alrededor del 3%, una tasa similar a la del año pasado. Pero llegó la invasión, 5,4 millones de ucranianos buscaron refugio en otras naciones, sus ciudades se apagaron, sus puertos se cerraron, sus campos se vaciaron y sus plantas se paralizaron. Pese a que el este aún intenta mantener la cara de normalidad con comercios, bancos e industrias en actividad, la economía de Ucrania caerá este año 35%, de acuerdo con el organismo. Es una de las mayores tasas de destrucción desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, ni siquiera las dos economías de guerra de la última década –Siria y Venezuela- perdieron tanto en tan poco tiempo.
La razón no está solo en la desaparición casi total de la infraestructura esencial del país sino también en la completa neutralización del corazón de su economía, la agricultura y la explotación de yacimientos minerales. A pesar de semejante destrucción, Ucrania intenta mantener cierta dosis de normalidad: el servicio de Internet nunca se cortó y el cumplimiento de los pagos de la deuda pública ucraniana tampoco.
Más preparada para una guerra que planeaba desde hacía años, Rusia logró contener el impacto de la lluvia de sanciones occidentales y mantiene, por ahora, lejos el apocalipsis económico. Con medidas de control de capitales y con toques a las tasas de interés, el Banco Central redujo el impacto sobre el rublo y la estampida inflacionaria. Y las arcas públicas no dejan de llenarse hoy: Rusia recibe entre 300 y 850 millones de dólares diarios de Europa en pago por sus exportaciones de energía. Con las importaciones prácticamente anuladas por las sanciones y las exportaciones en alza por la suba del precio de la energía, las cuentas corrientes rusas son ampliamente superavitarias.
De todas maneras, la presidenta del Banco Central ruso, Elvira Nabiulina, les advirtió a los rusos hace dos semanas que ese aparente bienestar -festejado obviamente por el Kremlin- tiene fecha de vencimiento “en unos meses”. Prácticamente todas las manufacturas rusas tienen insumos importados y pronto las fábricas deberán apagarse ante la falta de esos productos y la economía real poco a poco empezará detenerse, dijo Nabiulina.
Ante ese escenario, el FMI prevé una reducción de 8,5% de la economía rusa para este año, de 2,3% para 2023 y un crecimiento de 1,5% para 2024. En el caso de Ucrania esa recuperación tardará varios años.
7. La guerra agrava lo que la pandemia daña
En su desigual paso por el mundo, el coronavirus deja muerte, enfermedad y un legado económico que el mundo poco esperaba: desempleo, pobreza, desigualdad e inflación. La guerra llegó para agravar alguno de esos fenómenos, en especial en aquellos ya más frágiles y golpeados por la pandemia. Las naciones emergentes y los países menos desarrollados serán los que más sufran las derivaciones económicas de la invasión, sea a través de la crisis alimentaria en los países de África y Medio Oriente que dependen de los granos rusos y ucranianos o de los conflictos sociales por la pérdida de poder adquisitivo en las naciones más impactadas por el shock inflacionario.
Alimentada por los precios de la energía, la inflación se ensañó con todos los países y obligó en abril al FMI a revisar a la baja a las proyecciones de crecimiento de 143 naciones. La economía global dejará de crecer este año un 0,8% gracias a la guerra (de 4,4% a 3,6%). Entre las regiones más golpeadas estará obviamente Europa, cuya proyección de crecimiento para 2022 pasó de 3,9% en enero a 2,8% en enero.
América Latina no estará entre las que más tienen que revisar a la baja sus proyecciones pero sí entre las de menor crecimiento (1,8% en 2022, según la Cepal), un dato que profundizará la anemia económica de una región que perdió en la última década el impulso y que ve cómo desaparecen los avances que había hecho en la lucha contra la pobreza.
Esos escenarios de descalabro económico están condicionados por la dimensión y duración de la guerra. Aunque sean bajas y ya hayan sido recortadas, las proyecciones implican una guerra de duración limitada. “Este pronóstico es solo si la guerra se circunscribe a Ucrania y las sanciones no impactan el sector energético”, dice el FMI.
Hoy la guerra está más cerca de cruzar fronteras que de permanecer en Ucrania y Europa, el consumidor crítico del gas y el petróleo ruso, define los últimos detalles de su bloqueo a la energía de Rusia.
8. Sobre llovido, mojado: la guerra detona crisis en otros países
Poco tienen en común Colombo y Lima; miles y miles de kilómetros de distancia; culturas e idiomas por completo diferentes; distinto grado de desarrollo económico; contextos regionales antagónicos. Pero sus calles estallaron casi a la vez el mes pasado. El denominador común: el detonante fue la inflación, el precio de la energía, los bolsillos que se adelgazan, sociedades agotadas y gobiernos que no saben ni pueden responder a la crisis.
Como la pandemia, la guerra desnuda la debilidad de las naciones, exacerba sus crisis y pone en peligro la gobernabilidad. En Sri Lanka, una crónica crisis de deuda y malas decisiones del gobierno de Gotabaya Rajapaksa dejaron al Estado sin divisas para pagar las importaciones de energía y de alimentos; los precios inmediatamente se dispararon y las calles se llenaron. Hoy el país está paralizado y el gobierno, conducido por el miembro de la mayor dinastía política del país, a punto de caer.
En Perú, el destino de Pedro Castillo tal vez no sea el de Rajapaksa. Pero el presidente peruano lleva menos de un año en el cargo y ya transcurrió varias crisis, la peor fue la última. Comenzada con un paro de transportistas por el precio del combustible, la movilización -y el malestar- se desparramó desde el interior hacia Lima y alimentó el enfrentamiento entre el Congreso y el poder Ejecutivo. Castillo sobrevivió pero la crisis dejó más en evidencia que nunca la inestabilidad permanente que desgasta a las instituciones peruanas.
9. El impacto en las urnas, más ambiguo
Si las ramificaciones de la guerra se hicieron sentir casi de inmediato y de forma directa en las calles de otras naciones, su impacto en las urnas parece menos lineal. Dos son las elecciones en las que, hasta ahora, la guerra fue protagonista, ambas en el continente que está en el centro del conflicto.
Viktor Orban, primer ministro de Hungría desde 2010, es el dirigente europeo más cercano a Putin tanto en relaciones políticas y económicas como en el estilo autocrático de gobierno. Llegó a los comicios del 3 de abril con temor a que ese vínculo le frustrara su reelección. Razones no le faltaban; el rechazo a Putin entre los húngaros crecía y la oposición pro occidental ganaba impulso desde hacía un año.
Pero las urnas beneficiaron una vez más a Orban y a su partido, Fidesz, que obtuvo el 53% de los votos. Para los analistas, los húngaros optaron por la promesa de neutralidad y estabilidad de Orban.
En Francia, en el tramo final de la campaña para el ballotage, el presidente Emmanuel Macron se encargó de insistir una y otra vez que votar por su rival, Marine Le Pen, era votar por Vladimir Putin, por quien la candidata de extrema derecha mostró siempre simpatía política y a quien acudió en busca de ayuda financiera. Con una ventaja de 17 puntos porcentuales, el presidente logró la reelección la semana pasada. Pero su contrincante, que dedicó su campaña a hablar de la caída del poder adquisitivo de las clases medias y bajas, también festejó: creció en número absoluto y relativo de votos respecto de 2017. Sus vínculos con Putin asustaron pero no del todo a los franceses.
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