Cómo afectó la guerra al gobierno de Putin: tensiones internas, impacto económico y dudas en la sociedad
El presidente logra mantenerse en el poder gracias a una combinación estratégica entre la cultura de la violencia y el miedo, pero eventos como la rebelión fallida del grupo Wagner muestran las fisuras
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PARIS.- El poeta revolucionario ruso Vladimir Maïakovski (1893-1930) afirmaba que “si uno alumbra las estrellas es porque alguien se beneficia”. Un siglo y medio después, esa frase sigue siendo pertinente: ¿a quién beneficia la absurda “operación militar especial” lanzada por Vladimir Putin y cuáles han sido sus consecuencias en el país en este año y medio?
Cuando se trata de Rusia, los occidentales son víctimas de una suerte de esquizofrenia. Hace meses que sueñan con el “après-Putin” (después de Putin), y al mismo tiempo temen un eventual estallido del país. Un miedo al caos perfectamente justificable tratándose de una potencia nuclear.
Pero es justamente sobre ese miedo que Vladimir Putin prosperó durante más de dos décadas, beneficiándose de una asombrosa complacencia. La segunda guerra de Chechenia, la desaparición de toda forma de oposición, la anexión de una parte de Georgia… La estabilidad de Rusia —así como su gas y sus hidrocarburos— justificaban que Occidente cerrara los ojos ya que, después de todo, el hombre fuerte del Kremlin restauraba la autoridad de un Estado aniquilado por el estallido de la URSS y garantizaba al mismo tiempo la estabilidad de ese espacio infinito que va del mar Báltico a Vladivostok. En casi 24 años de reino absoluto, Vladimir Putin instauró un régimen autoritario. Pero el estado de su país se agravó en forma espectacular.
Aunque las cifras demuestren que la situación no es tan grave como esperaba Occidente, en el plano económico Rusia es un desastre. La comparación con China, país que partía de cero, es demoledora. Pekín puede vanagloriarse de ser la segunda economía del mundo, mientras Rusia tiene un PBI equivalente al de España, y solo gracias a sus materias primas. Esto, antes de las sanciones occidentales de 2014 —tras la anexión de Crimea— y de 2022 después de la invasión a Ucrania. Peor aun, desde que comenzó la guerra a su vecino, una parte importante de las elites urbanas y la clase media se fue del país, por oposición a la invasión, para no tener que combatir o para evitar las sanciones occidentales.
El cuadro demográfico es trágico: la mortalidad infantil en Rusia es comparable a la de los países en vías de desarrollo, la esperanza de vida no supera los 70 años, el Covid dejó un millón de muertos, la tasa de suicidios y accidentes mortales en los menores de 30 años es espectacular. Según la ONU, el país podría perder 25 millones de habitantes en 20 años. Pero, más grave que esas cifras, es el riesgo de implosión que lo amenaza.
Tensiones internas
Rusia es una federación de 89 “sujetos”, repúblicas y territorios con intereses contradictorios. Entre ellos, 21 repúblicas no eslavas, mayoritariamente pobladas de tátaros, chechenos, baskirios, chuvasios y buriatos. Si bien las dos guerras de Chechenia y la alianza con Ramzan Kadirov, el patrón de Grozny a su servicio, acallaron por el momento toda veleidad independentista en el norte del Cáucaso al precio de miles de civiles muertos, en voz baja esas ambiciones siguen existiendo en Daguestán o en Kalmukia.
La guerra en Ucrania, con sus exigencias en material y salarios para los reclutas, también terminó con los flujos financieros que permitían al Kremlin adormecer los sueños nacionales. Varias regiones siberianas ponen en tela de juicio actualmente la repartición de recursos naturales, de los cuales solo perciben los dividendos. Existen también otras tensiones, sociales sobre todo, en las regiones cercanas a China, cuya influencia económica es espectacular.
En el terreno de la organización institucional, los gobernadores —todos fieles hasta ahora a Vladimir Putin o instalados por él— gozan de numerosos poderes. En caso de desestabilización del país, muchos podrían verse tentados de avanzar sus peones en el terreno político. Ciertos vecinos de Rusia, que hasta ahora permanecían en su órbita o bajo su control, sienten ya en forma concreta el debilitamiento del Kremlin. Con prudencia, Kazajistán toma distancia desde hace meses. Lo mismo hace Kirguistán. En Georgia, el poder prorruso, confrontado a gigantescas manifestaciones pro-occidentales hace pocos meses, no ha recibido ningún apoyo de Moscú. Aun más grave para la credibilidad del Kremlin en la región: Armenia, atacada por Azebaiyán, no pudo contar ni con su arbitraje ni con su protección, a pesar de estar garantizados por los tratados bilaterales.
En el terreno militar
Pero el peor de los desmentidos de los delirios de grandeza del jefe del Kremlin llega del terreno militar. Consideradas como las segundas del mundo, después de las de Estados Unidos, las fuerzas armadas rusas parecían —a pesar de la corrupción endémica— haberse modernizado en forma eficaz tras la caída de la URSS y constituir, con los servicios secretos, la columna vertebral del país. Había mostrado su capacidad en Chechenia, en Georgia o en Siria y parecía disponer de tropas de elite y moderno material. Pero los servicios de inteligencia occidentales quedaron pasmados ante la ineficacia operacional desde que comenzó la guerra en Ucrania. Sobre todo, porque lo esencial de las tropas desplegadas provienen de las regiones más alejadas y más pobres del país. Eso explica tal vez que las pérdidas se estimen en unos 200.000 hombres en solo un año. También explica por qué, en esas regiones, la cólera contra Moscú no cesa de aumentar.
En sus análisis, los servicios occidentales no olvidan la historia y saben que las derrotas militares en Rusia son con frecuencia seguidas por gigantescos terremotos políticos. Así fue en 1905, en 1917 o en 1989, consecuencia directa de la guerra en Afganistán.
La Historia, justamente, era la apuesta de Vladimir Putin. Con la conquista de Kiev, soñaba con reforzar su poder, como lo hizo Stalin después de la guerra con la Alemania nazi. Pero probablemente esa estrategia política sea, justamente, el factor agravante de las amenazas de implosión que pesan sobre el país.
“Vladimir Putin no ha hecho el duelo de su imperio y del periodo en que Moscú tenía su influencia en todos los puntos del globo. Peor aún, quiere restaurar su influencia a toda costa. Desde hace 16 meses, tergiversando la historia, justifica su ofensiva en Ucrania en una negación total de la realidad ya que, desde hace dos décadas, Ucrania ha girado hacia Occidente y rechaza la dominación de Moscú”, analiza Galia Ackerman, historiadora, especialista del mundo ruso.
Fue con el objetivo de restaurar el poderío ruso que alentó a Yevgeny Prigozhin y su milicia privada Wagner a desplegarse en Siria, El Líbano, África Central y Malí, sin medir el riesgo que corría tanto él como su país. La actividad de Prigozhin también tenía otro fin: apoderarse de todos los recursos naturales posibles en los países donde Wagner operaba, una parte de los cuales pasaron a engrosar las arcas del jefe del Kremlin.
Cultura de la violencia
En este punto y tras un año y medio de guerra, la gente sigue preguntándose cómo los rusos, aquellos menos instruidos que se quedaron en ese país de 143,5 millones de habitantes, puede seguir apoyando masivamente al hombre que los está llevando a la ruina. La respuesta es: perpetuando como estrategia social la cultura de la violencia.
Al término de una fascinante investigación, realizada durante meses entre Moscú y Magnitogorsk, dos periodistas franco-rusos, Veronika Dorman y Ksenia Bolchakova, develaron en un reciente documental la estrategia desplegada por el régimen para organizar una sociedad en torno de la violencia. En los últimos años se multiplican las escuelas militares (1.240.000 inscritos según cifras gubernamentales), donde los niños en uniforme aprenden a utilizar armas de guerra y son adoctrinados en una ideología pretendidamente patriótica. Son obligatorios cursos extraescolares en los cuales se difunden videos grotescos que ponen en escena una niña que hace preguntas a un (pretendido) historiador cuya misión es justificar la invasión en Ucrania, “una tierra de nazis”. Más extravagante aún, niñas y niños pequeños son detenidos e interrogados por la policía si son sospechosos de ser desfavorables a la “operación especial”, término consagrado por la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Un simple dibujo con lápiz de color alusivo a la amistas franco-ucraniana basta.
“La articulación entre la idealización de la muerte y la puesta en escena de la infancia es una característica de los regímenes autoritarios. Todos los saben: los dictadores no quieren a nadie, excepto a los niños y a las flores”, afirma Patrick Martin-Genier, especialista en Relaciones Internacionales.
En el documental, estupefacientes videos y testimonios de observadores independientes muestran urnas llenas de papeletas falsas y electores que votan en varias oficinas de voto a la vez durante las elecciones. Así es cómo el partido de Putin, desde hace años, obtiene una mayoría aplastante.
“La destrucción metódica y retórica del individuo, de su valor, de su razón de vivir es una prioridad para el Kremlin. El Estado organiza la justificación de su opresión presente, futura pero, también, pasada”, analiza Martin-Genier. Quien recuerda que “la manipulación de la historia es una etapa indispensable de la transición de la civilización hacia la barbarie. La victoria contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial es ahora asimilada a la invasión de Ucrania”.
Según el gran escritor ruso y opositor Mijail Chichkine, para entender a Rusia es necesario antes que nada comprender hasta qué punto la mentira ha sido predominante en su historia.
“La mentira es la única manera de sobrevivir. En mi juventud, bajo el régimen comunista, la mentira estaba omnipresente. El Estado engañaba a los ciudadanos y los ciudadanos hacían lo mismo con el Estado. El poder temía a su propio pueblo y la población participaba de esa mentira porque, a su vez, temía al poder”, afirma. Y prosigue: “Hoy, Putin, la gente que lo rodea, pero también los simples ciudadanos, prolongan ese círculo vicioso de mentiras”, agrega.
Para Marie Mendras, investigadora y especialista de Rusia, el sistema político ruso es exactamente el mismo de hace mil años, con el mismo funcionamiento piramidal.
“En el imperio mongol, el Khan consideraba los países y los pueblos como su propiedad. La ley fundamental era la del más fuerte. La de la violencia y el poder. Y concluye: “También en la Rusia actual todo pertenece al más fuerte. Solo existe la lealtad personal que termina invariablemente en el círculo allegado a Vladimir Putin”.
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