Colombia, sin paz: las masacres de bandas armadas renuevan la espiral de violencia
Una masacre en el norte. Otra en el sur. Otra más en el oriente del país. En la frontera con Ecuador o en la frontera con Venezuela. Violencia sin límites.
Cientos de colombianos se desangran a manos de bandas criminales que merodean en las zonas más vulnerables, dejadas a la buena de Dios y sin más esperanza de los aterrorizados vecinos que rogar que sus diversos verdugos, enceguecidos de furia y poder, se vayan de una vez o se liquiden entre ellos.
En lo que va del año murieron al menos 263 personas en 66 masacres cometidas en 19 de los 32 departamentos colombianos, una epidemia que se agregó a la del coronavirus y para la cual, según los críticos, el gobierno de Iván Duque no ofrece respuestas satisfactorias.
Bandas narcotraficantes, guerrilleros retirados, guerrilleros en ejercicio, antiguos paramilitares, mineros ilegales y bandoleros al acecho de negocios libran sus propias guerras en estas regiones sin ley, donde en los últimos años se hizo un vacío de poder tras la desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Las masacres aumentaron este año en número y escala, cuando todo hacía pensar que, después de los trabajosos acuerdos de paz de 2016 -que pusieron fin a las correrías de las FARC desde la década de 1960, cuando las guerrillas revolucionarias eran lo más chic del continente-, lo que vendría sería un período de relativa calma.
"No podemos seguir poniendo muertos en una guerra que no nos pertenece y que con el pasar de los días se agudiza", dijo en un comunicado la Unidad Indígena del Pueblo Awá (Unipa), luego de que tres de sus miembros fueron asesinados en el departamento de Nariño, fronterizo con Ecuador y uno de los más desangrados.
¿Pero qué hace diferente este 2020 de los tres o cuatro años anteriores, cuando ya no estaban las FARC? ¿Por qué las masacres retomaron su cauce? En estos años nunca faltaron las víctimas, sobre todo líderes sociales y excombatientes que adhirieron al proceso de paz.
Pero ahora hay más: un vacío que nadie termina de ocupar y una fértil cantidad de negocios ilícitos, algunos en curso y otros a futuro, que despertaron los instintos sin barreras de las nuevas mafias locales y que intentan dominar a la fuerza su escurridizo radio de acción.
"Cuando un actor hegemónico se va de escena, como sucedió con las FARC, se dan períodos de reacomodo criminal de unos dos años, en promedio, hasta que otro grupo criminal les gana a todos y se vuelve hegemónico", dijo a LA NACION el analista político Ariel Ávila, subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación.
Pero eso no está pasando. Ninguna fuerza impuso su autoridad a las demás, no las sacó de circulación. Se dio en cambio un "empate técnico negativo", dijo Ávila, una guerra de trincheras donde nunca asoma un vencedor. No existe la pax romana en la realidad colombiana.
"Nadie le gana a nadie en varias zonas del país y por tanto la emprenden contra los civiles. Un grupo armado llega a una zona y dice: ‘Bueno, ustedes apoyaron a tal otro grupo’. Los torturan, los matan, al día siguiente van a otro poblado y hacen lo mismo", dijo Ávila.
A eso se agrega, señaló, la insuficiente respuesta del gobierno de Duque, que asimila casi todas las criminalidades habidas y por haber al narcotráfico. Y también, como tercera causa, la tentadora cantidad de negocios ilícitos a disposición de cualquier criminal con ambiciones y un fusil que lo ayude a abrirse camino.
Esos negocios incluyen el narcotráfico, claro. Después de cinco décadas de "guerra contra las drogas", el país sigue siendo el principal productor mundial de cocaína.
Pero también asoma la minería ilegal de oro, un nuevo filón en la vida delictiva del país. Y el tráfico de personas, una empresa que se hizo fuerte a partir de la diáspora venezolana, un torrente de personas que escaparon de su país y se dispersaron como pudieron por el continente. Más de un millón se establecieron en Colombia.
Según la lógica del gobierno, cuestionada por ambientalistas y defensores de los derechos humanos, la solución al rebrote de la violencia estaría en terminar con las siembras ilegales de coca, de una vez, mediante el brutal expediente de rociarlas con glifosato. Se trata de un herbicida potencialmente cancerígeno, cuyos vuelos fueron suspendidos en 2015, durante el gobierno Juan Manuel Santos, quien también negoció los acuerdos de paz.
"Hay muchos elementos que se están analizando. Hay vínculos que no se pueden desconocer entre coca y violencia, entre coca y asesinato de jóvenes, entre coca y asesinato de líderes sociales, entre coca y deforestación. Por esa razón, el gobierno está actuando con gran prioridad para disminuir los cultivos ilícitos", declaró el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, a la revista colombiana Semana.
Según la analista política Laura Gil, que recientemente organizó un seminario internacional sobre el proceso de paz y el camino que falta por recorrer, el gobierno colombiano prefiere reducir deliberadamente la complejidad de las masacres.
"Es una estrategia para derechizar el país, para radicalizar el país. Dicen que nos toca mano dura y volver a las fórmulas del pasado, fórmulas que por lo demás habían fracasado", dijo Gil a LA NACIÓN.
Los expertos en temas de violencia y, sobre todo, los vecinos afectados por la lógica de la ola criminal, quieren una presencia efectiva del Estado, como se prometió con los acuerdos. Contener la violencia y, al mismo tiempo, establecer una presencia institucional.
"En eso Colombia es como el resto de América Latina, como debe ser también en la Argentina", concluyó Ariel Ávila. "Somos muy buenos para empezar las cosas pero no para terminarlas. Es nuestra tragedia, digamos".
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