¿La vida urbana podrá sobrevivir a esta pandemia?
Pasan las horas de la pandemia y cada vez se vuelve más difícil saber cuál será la nueva normalidad.
En situaciones de crisis como estas, nos necesitamos unos a otros, pero nos da miedo juntarnos, y con razón. Francia y España ya ordenaron el cierre de bares y restaurantes. En Nueva York lo mismo, con los museos y obras de Broadway en receso. En muchos países cerraron las mezquitas, las iglesias cancelaron las misas, y el Papa ya prohibió la asistencia de público a las celebraciones de Semana Santa.
Tradicionalmente, buscamos consuelo en la religión, el deporte, el entretenimiento y en la promesa de que la ciencia y la sociedad modernas nos suministrarán todas las herramientas necesarias para resolver cualquier problema.
Pero el coronavirus socava hasta nuestras ideas más básicas sobre la vida en comunidad, y en especial sobre la vida urbana. La historia dice que las ciudades surgieron hace miles de años por razones económicas e industriales, debido a saltos tecnológicos que generaron un excedente de producción agrícola, lo que a su vez determinó que no todos tuvieran que seguir labrando la tierra.
Sin embargo, aunque sea menos tangible, las ciudades también proliferaron como respuesta a necesidades sociales y espirituales profundamente humanas. El concepto mismo de "calle", de compartir vivienda y espacio público, surgieron como una especie de reafirmación colectiva, de un sentimiento de que al fin y al cabo estamos todos embarcados en la misma.
Las pandemias se alimentan sin piedad de ese sentimiento colectivo. Son antiurbanas. Se aprovechan de nuestro impulso de congregarnos. Y la respuesta que hemos encontrado hasta el momento, el distanciamiento social, no solo va en contra de nuestro esencial deseo de interactuar con los demás, sino también contradice el modo en que hemos construido nuestras ciudades y nuestras plazas, nuestros subtes y nuestros rascacielos.
Todo eso fue pensado y diseñado para que los ocupáramos y diéramos vida colectivamente. Para que muchos sistemas urbanos funcionen adecuadamente, la densidad de gente es el objetivo, no el enemigo.
Por supuesto que ahora tenemos teleconferencias y una gran variedad de redes sociales y otras formas de interacción remota y digital. En cierto sentido, ya habíamos derivado hacia cierta forma de distanciamiento social con el creciente uso de nuestros celulares y nuestras vidas en comunidades virtuales.
La tecnología que consumimos es también la que nos consume, para bien y para mal, haciendo que se disparen nuestros niveles de ansiedad por el bombardeo constante de información y desinformación en partes iguales. Pero a muchos de nosotros la tecnología también nos permite seguir trabajando y funcionando de manera global de formas que hasta hace un par de generaciones eran inimaginables. Así y todo, nos seguimos necesitando unos a otros, y no solo virtualmente.
Ezra Klein, del sitio de noticias Vox, alertó sobre la perspectiva de que el "distanciamiento social" derive en una "recesión social", una especie "de colapso de los contactos sociales que golpee con especial dureza a los grupos sociales más proclives a quedar solos o aislados, los adultos mayores, los discapacitados y las personas con enfermedades preexistentes".
Y hay evidencias que lo confirman. Eric Klinenberg, sociólogo de la Universidad de Nueva York, escribió un libro sobre la ola de calor de 1995 en Chicago, donde murieron 739 personas. El fenómeno climático resultó devastador entre los ancianos de Chicago que vivían en barrios pobres y apartados, donde los vecinos tenían poca posibilidad de interactuar socialmente. Pero entre los ancianos de Chicago que vivían en comunidades igualmente pobres e inseguras, pero donde tenían acceso a eso que Kilenberg llama "una sólida infraestructura social" -una red urbana de veredas, negocios, instalaciones públicas y organizaciones sociales que generan contacto entre los vecinos- la mortandad fue notablemente más baja.
Ahora, son esas mismas formas de interacción social las que ponen en peligro a la gente. Por eso los ricos de Nueva York abandonaron la ciudad durante sábado y domingo y se recluyeron en sus casas de fin de semana, como los personajes del Decamerón, de Boccaccio cuando llegaba la peste negra.
Durante el último siglo, millones de norteamericanos huyeron a los suburbios. Las ciudades barrieron con sus barrios más antiguos y los reemplazaron por gigantescos proyectos inmobiliarios con enormes espacios vacíos, argumentando que al hacinamiento urbano era caldo de cultivo de enfermedades.
Pero a pesar de que la ciencia inventó infinidad de nuevas formas de conectarse a distancia, la gente fue volviendo a las ciudades, que se convirtieron en epicentros del nuevo dinero y de la nueva creatividad, porque la proximidad alimenta las ganancias y la fuerza, de las que surgen las nuevas ideas y oportunidades.
Los economistas ya se refirieron a esa migración urbana en términos de dólares y centavos, pero el valor en términos de espacio humano compartido es incalculable. Luego de los ataques del 11 de Septiembre, visité las salas de arte islámico del Museo Metropolitano de Nueva York, y las encontré atestadas. Cuando le preguntaba a la gente por qué había ido, muchos me contestaban que necesitaban reconectarse con la vida, la belleza y la tolerancia, y buscar apoyo y fuerza en los demás.
La amenaza que enfrentamos hoy es muy distinta y representa un desafío para nuestro estilo de vida y nuestra capacidad de ser solidarios. Esta vez la crisis no se mitiga reuniéndonos en museos o en manifestaciones. Nos exige aislarnos. Juntos, tendremos que imaginar un abordaje diferente.
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