China y Xi aceleran hacia la cima global, pero enfrentan grandes obstáculos
Prevé convertirse en un país de altos ingresos para 2025; paralelamente enfrenta denuncias de represión de líderes disidentes en Hong Kong y violación de derechos humanos de etnias minoritarias
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PEKÍN.– La fotografía de la Asamblea Nacional del Pueblo (Parlamento chino) certificó la semana pasada el éxito del encuentro: 3000 delegados bajo el techo del Gran Palacio del Pueblo tras llegar de todas las esquinas del país cuando abundan las restricciones de movimiento y reunión en el mundo.
El Partido Comunista de China alcanza su centenario con las medallas apretadas en la pechera: el coronavirus sometido, la única economía que no está en números rojos de las grandes, rescatados de la pobreza extrema más de 800 millones de personas en tres décadas, el reciente acuerdo de inversiones con la Unión Europea, un elefantiásico tratado comercial que apuntala su liderazgo en Asia Pacífico.
El cuadro insufla confianza a gobierno y pueblo para continuar su ambiciosa hoja de ruta. El XIV Plan Quinquenal aprobado en la Asamblea prevé que China se convierta en un país de altos ingresos en 2025 y doble su PBI diez años más tarde. Será entonces la “sociedad moderadamente acomodada” de la que germinará en 2050 la “nación próspera, fuerte, democrática, de cultura avanzada, armoniosa y bella”.
En 2028, según los cálculos más conservadores, desplazará de la cúspide económica a Estados Unidos. Y no se vislumbra más égida que la de Xi Jinping. Dinamitada ya la norma de los dos mandatos, no hay más límite a su presidencia que su salud. Mao levantó a un pueblo arrodillado por el colonialismo, Deng Xiaoping le dio de comer y Xi Jinping lo empujará al centro del tablero global.
“Estos años van a ser claves. El plan quinquenal sienta las bases de un nuevo modelo de desarrollo. La sociedad armoniosa de Hu Jintao (predecesor de Xi) ahora toma una forma más integral: urbanización, demografía, tecnología. Apuestan por un crecimiento más moderado, alrededor del 5% anual”, señala Xulio Ríos, director del Observatorio de Política China.
Concluyeron los tiempos de los dobles dígitos y el crecimiento a toda costa de Jiang Zemin, lo más parecido a un ultraliberal que ha dado China, escasamente preocupado por las brechas sociales o el medioambiente. La promesa de acabar con las emisiones de carbono en 2060 exigirá un complicado ajuste de un modelo productivo que aún descansa en el carbón.
Pero en el camino asoman retos tan mayúsculos como las metas. La abundante mano de obra en la que descansó su milagro económico adelgaza a ritmo de 30 millones anuales y la sociedad envejece sin freno. China encadena récords negativos de natalidad incluso tras la derogación de la política del hijo único y, con los jóvenes negados a procrear, el margen de actuación se centra en los mayores. La edad de jubilación, 60 años para hombres y 55 para mujeres, se incrementará paulatinamente para adecuarla a la esperanza de vida actual de 77,3 años.
Los nuevos motores económicos en los que confía el gobierno para relevar el modelo de fábrica global se demoran más lo esperado. El consumo interno se ha quedado en el 39% del PBI y requerirá mayores esfuerzos para alzar la capacidad adquisitiva del mundo rural. Y la autosuficiencia tecnológica, que debía blindar de las turbulencias geopolíticas, ofrece resultados desiguales. En los semiconductores y chips se intuye lejana y deja a China vulnerable a las sanciones de Estados Unidos como las que Trump impuso a Huawei.
“Para los chips confiaba en la colaboración con Taiwán y las tensiones lo han complicado. Pero ha hecho esfuerzos enormes e invertido cantidades descomunales en investigación y desarrollo. Hace años nadie pensaba que rivalizara con Europa en las vacunas. China ha conseguido en diez años lo que otros tardaron treinta y en un marco de gran escepticismo. Se pensaba que la innovación no funcionaría sin libertades y que sólo los sistemas liberales incentivan la creatividad”, continúa Ríos.
A los desajustes económicos y sociales internos se suma la geopolítica. Su imagen no ha experimentado fluctuaciones reseñables en el mundo en desarrollo pero se ha hundido en Occidente y, especialmente, en Estados Unidos. Una encuesta reciente revelaba que el 55% de los estadounidenses restringirían el acceso de estudiantes chinos a sus universidades. En la percepción influyen tanto las injurias trumpianas como los errores chinos: los silencios en los albores de la pandemia, el acoso a la oposición en Hong Kong, la represión en Xinjiang contra la etnia musulmana uigur y una actitud global más desacomplejada que es percibida como arrogante.
La horneada de nuevos diplomáticos, muy activos en las redes sociales y bautizados como “lobos guerreros”, satisfacen tanto a la audiencia interna como incomodan a la externa. La reforma electoral de Hong Kong aprobada en la Asamblea para blindar el acceso al Parlamento isleño de la oposición, revela que China desatiende la presión en sus asuntos internos.
El mundo poscoronavirus es una incógnita para China. En Europa y Japón se debate la estrategia adecuada y de Joe Biden sólo se sabe que moderará las formas pero aún no ha aclarado en qué áreas buscará la confrontación y la colaboración. China ha tendido puentes económicos para endulzar las respuestas pero es improbable que basten para eliminar los roces.
“Es cierto que en la esfera internacional hay una corriente hostil, pero es difícil que Occidente pueda frustrar el ascenso chino”, juzga Anthony Saich, sinólogo de la Harvard Kennedy School.
Sus principales retos, continúa, son domésticos. “Veremos si puede elevar la calidad de sus manufacturas y salir de la fase de los ingresos medios porque muy pocos países han conseguido dar ese salto. La demografía no es favorable y puede sufrir para encontrar una mano de obra suficiente en número o con la necesaria formación para dar el salto”, añade.
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