China inaugura su presidencia imperial y, a la vez, se desacelera: ¿cómo afectará a la Argentina?
La interdependencia entre el mundo y el gigante asiático es total y difícil de desmantelar, y en ese tablero nuestro país ocupa un casillero; el congreso del PCCh que empieza este domingo le dará un tercer mandato consecutivo a Xi Jinping, que obtendrá un poder sin límites
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Xi Jinping está a días de convertirse en el líder más poderoso del mundo. Claro que su influencia global hasta hoy era indiscutida, pero cuando, esta semana, el Partido Comunista (PCCh) le dé el sí a su tercer mandato consecutivo, el presidente chino se habrá deshecho de la última traba que le queda para sobrepasar, en el ránking, al otro mandatario que compite por ese puesto, Joe Biden.
La reelección que aprobará, en su vigésimo congreso, el PCCh no es solo un término más para Xi. Es, también, la puerta de entrada a la presidencia imperial, un regreso al tiempo de Mao Tse-tung y de los grandes emperadores, un poder sin límites que le permitirá a Xi gobernar hasta que él quiera. La alternancia democrática de Estados Unidos le impone a Biden una fecha de vencimiento al poder que el impulso autocrático de China está a punto de borrar para Xi.
Despojado de las trabas temporales, Xi busca restablecer y mantener, según dice en sus discursos y sus libros, el esplendor y la potencia de China sin repetir precisamente los errores de los emperadores y de Mao, que llevaron al país a ciclos de auge, pero también de decadencia. El presidente quiere eternizar tanto su poder como el dominio de China en un nuevo orden mundial.
A su país no le falta hoy influencia. En 1976, cuando murió Mao –y con él, su gobierno- la nación representaba el 2% del PBI mundial. Tras casi cinco décadas de reformas, apertura, crecimiento y avance social, China cuenta con el 19% de la economía global; es el principal socio comercial de, por lo menos, 120 países y se convirtió en el mayor prestamista de los países más pobres.
La interdependencia entre el mundo y China es total y difícil de desmantelar, aun cuando Occidente, condicionado por la creciente rivalidad entre Washington y Pekín, busque minimizarla.
En ese tablero, la Argentina ocupa un casillero. China es su segundo socio comercial y, por momentos, va camino a destronar a Brasil. La relación política entre ambos gobiernos creció en las últimas dos décadas al ritmo de las inversiones en infraestructura local, de los préstamos y los swaps chinos y de una cercanía política que se independiza cada vez más de la ideología.
Ambas naciones están en momentos bisagra. China da pasos firmes para cimentar para siempre su crecimiento y su influencia global, mientras que la Argentina hace lo que puede para evitar su colapso. ¿Afectarán los cambios políticos de la primera en el frágil futuro de la segunda?
1- Un Xi superpoderoso...
El presidente chino nunca dejó entrever que su intención sea la de perpetuarse en el poder. Él solo gestó el cambio de reglas para acceder a un tercer mandato, pero, en el camino, evitó hacer lo que sus antecesores hicieron para asegurar la alternancia: nombrar un sucesor al momento mismo de asumir.
Cuando Jiang Zemin accedió al gobierno, en 1993, el nombre de su eventual sucesor para diez años después (dos mandatos) ya se sabía, Hu Jintao. Al llegar el turno de la asunción de Hu, el propio Xi estaba en la lista de posibles sucesores. Él eludió esa norma, incluso ahora, cuando se acerca el inicio de su tercer mandato.
“China ha hecho una movida muy delicada [con el tercer mandato de Xi] porque altera la viga maestra del sistema político, que era dos términos. El problema más grave de los regímenes no democráticos es la sucesión. La regla de los dos períodos fue instituida por Deng Xiaoping para que no pasara en la China actual lo que pasó con Mao. Si no, la única forma de cambio disponible es un evento biológico, como la muerte, o un evento violento, como un golpe de Estado”, advierte Gonzalo Paz, académico argentino de la Universidad de Georgetown, que estudia la relación de Rusia y China con América Latina.
En un discurso de 1980, el propio Deng, que asumió el poder tras una turbulenta y sangrienta sucesión a Mao, describió su decisión de limitar los mandatos como una medida para evitar que “la situación política de China se desestabilice y sus problemas se desparramen hacia el resto del mundo”.
La estabilidad es un también una condición excluyente para la visión que Xi tiene de su país, necesaria para contener la oposición interna y para proyectar la imagen global de un China equilibrada y calma en medio de un mundo caótico, en especial el de las democracias. Solo que el camino que Xi elige para la estabilidad es el del control de la oposición y de las minorías más que el de la alternancia de mandatos.
La clave de ese control es la sofisticadísima maquinaria de represión y vigilancia que Xi perfeccionó desde que asumió, en 2012. La disidencia está hoy casi por completo silenciada, al punto de que la mayor señal de malestar social con la reelección de Xi fue un cartel colgado el viernes en un puente en Pekín, que por supuesto fue retirado rápidamente por las fuerzas de seguridad.
“Después de que se desarticuló la disidencia, la oposición no logró estructurarse más. La disidencia hoy no representa una amenaza para Xi. De hecho, salvo que haya una fractura en el partido, no existe una amenaza fuerte para el presidente”, dice, en diálogo con LA NACION, Eduardo Oviedo, profesor especializado en China de la Universidad de Rosario e investigador del Conicet.
2. …pero con problemas adentro y afuera
La hegemonía del PCCh no está en duda ni tampoco su unidad detrás de Xi. Al colectivismo con el que gobierna China desde 1949, el partido ahora le vuelve a sumar una altísima dosis de personalismo, como durante la era Mao.
Sin embargo, la ausencia de disidencia no es sinónimo de falta de problemas ni de malestar social para Xi. Su sueño de una “prosperidad común” para todos los chinos es sacudido hoy por una serie de problemas potenciados cada vez más por un fenómeno que pocos creían posible hace unos años: la economía china se desacelera con fuerza.
La bomba demográfica, la baja productividad, la caída de la inversión, la burbuja inmobiliaria, el creciente endeudamiento atentan contra los objetivos y la estabilidad de la China de Xi y alimentan un peligroso rasgo que el país no logró revertir pese a la espectacularidad del avance económico y de la reducción de la pobreza: la desigualdad.
Mientras muchos especialistas responsabilizan, en parte, al estatismo de Xi por la desaceleración, millones de chinos culpan a la estrictísima política de Covid-cero del régimen. Por apenas un puñado de casos, esa estrategia confina ciudades enteras, como Shangai o Shenzhen, y paraliza cíclicamente la economía.
A lo largo del año, los organismos internacionales y el propio gobierno tuvieron que reajustar sus pronósticos de crecimiento, siempre a la baja, a medida que las cuarentenas se sucedían. La proyección de crecimiento para 2022 era, a principio de año, 5,5%; hoy es de 3,2% para este año y de 4,8% para 2023, dos de las peores tasas en los últimos 40 años.
3. La “superioridad china”...
Al gobierno de Xi la desaceleración no lo asusta tanto como para relajar su política anti-Covid; la autoridad sanitaria anunció la semana pasada que se mantendrá, al menos, hasta entrado 2023. Para Xi, es casi una cruzada moral para proyectar el excepcionalismo chino al mundo.
“La superioridad de nuestro sistema político y nuestro sistema de gobierno queda aún más claro con su respuesta a la pandemia de Covid y el triunfo en la guerra contra la pobreza. El contraste entre el orden chino y el caos occidental ha sido incluso más agudo”, dijo Xi, en un discurso en marzo pasado.
Esa diferenciación constante con Occidente es una marca del gobierno de Xi y de una diplomacia cada vez más agresiva.
“Xi empujó la política hacia la izquierda leninista; la economía, hacia la izquierda marxista y la política exterior, hacia la derecha nacionalista”, opinó Kevin Ruud, el premier que gobernó Australia entre 2006 y 2010, en un reciente artículo en Foreign Affairs.
Ese nacionalismo se traduce en una política exterior ambiciosa, que busca hacer algo que la China de Deng y sus sucesores evitó expresamente: proponer el modelo chino como un patrón exportable, casi al estilo norteamericano.
“La política exterior china se ideologiza crecientemente a medida que Xi proclama el ‘estilo de modernización chino’ como un ejemplo para que otras naciones se desarrollen por fuera del paradigma occidental… Para ello, Xi se concentrará en construir un mayor liderazgo chino en el mundo desarrollado y en minimizar la influencia occidental en la gobernanza internacional”, advierte, en un informe de la semana pasada, la consultora norteamericana Eurasia.
4. … y la asimetría argentina
Una política exterior más musculosa y una economía más flaca son dos rasgos de la China del Xi imperial que sobrevuelan la relación con la Argentina. Es vínculo está hoy definido por un comercio exterior deficitario para nuestro país; una deuda privada y pública de unos 6000 millones de dólares; inversiones y concesiones que agitan la política local y alarman a otras naciones, como la estación de exploración espacial en Neuquén o la explotación del litio en el Norte, y por la urgencia argentina de hacer equilibrio entre dos superpotencias a las que necesita y que cada vez se enfrentan más, China y Estados Unidos.
“Estamos en el momento de mayor asimetría en las relaciones entre la Argentina y China. El país asiático pasó a ser una potencia en 1998 y, de allí en más, la asimetría se consolidó”, dice Eduardo Oviedo, autor de Las Relaciones Internacionales entre Argentina y China, y estima que el vínculo del país con China es el más asimétrico entre los lazos con otras naciones.
Para Oviedo, la mayor expresión de esa asimetría es el déficit en nuestra balanza comercial con China, que, desde 2008 a hoy, suma casi 100.000 millones de dólares.
Otros socios de China protagonizan una situación exactamente inversa. Más del 50% del superávit comercial récord que tuvo Brasil en 2021 responde al intercambio con China. Chile, que firmó un acuerdo de libre comercio con la potencia asiático, registró, en los últimos cinco años, un superávit comercial de más de 33.000 millones de dólares.
Para Julieta Zelicovich, doctora en Relaciones Internacionales por la Universidad de Rosario, profesora e investigadora del Conicet, el problema en el desequilibrio de la relación comercial con China no es tanto el déficit como la composición de la canasta exportadora. Más del 70% de los productos exportados a China son materias primas. Esa proporción es, por ejemplo, de 18% con Brasil y de 39% con Estados Unidos, según datos recabados por Zelicovich.
“Para ingresar con más valor agregado, hay que dar un salto en las cadenas productivas. Ese es un tema más de la Argentina y de su situación macroeconómica que de China -dice Zelicovich-. Por la desaceleración, China está ajustando su relación comercio exterior/PBI y eso sí va a condicionar la relación con la Argentina”.
Oviedo coincide que el problema del desbalance comercial responde más a la “inoperancia argentina” que a China pero advierte que eso conlleva un riesgo grande.
“La fuerte asimetría se ve en las concesiones como la estación de Neuquén y otros pedidos de corte político. Si no hay cambios estructurales, eso se va a profundizar”, opina.
La Argentina no es la única nación de la región que hace concesiones a China o que tiene una canasta exportadora basada en materias primas con poco valor agregado. Brasil y México se abstuvieron, como la Argentina, en la reciente votación en la que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU rechazó debatir un informe sobre los abusos a las minorías uigures en China.
El costo de la relación con China es para muchos países el mismo, no importa la ideología de su gobierno: comercio e inversiones a cambio de silencio sobre los rasgos más regresivos de su autoritarismo y de apoyo en los organismos internacionales. Pero una Argentina hundida en su crisis tiene mucho menos margen que sus vecinos para resistir los embates y los daños de la asimetría que amenaza con perpetuar la debilidad argentina.
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