“Burbuja de paranoia”: se multiplican las versiones sobre el creciente aislamiento de Putin
Errores de cálculo y falta de preparación para la invasión a Ucrania llevaron a que el presidente Vladimir Putin tome represalias contra su cúpula militar, a tal punto que funcionarios estadounidenses aseguran que el mandatario se está “autoaislando”
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PARIS – Vladimir Putin vive, desde hace años, aislado en una burbuja de paranoia y en medio de una espesa atmósfera de intrigas y terror que lo mantiene aislado de las realidades políticas y económicas. Esa esa la mirada de especialistas y servicios de inteligencia occidentales, que agregan que el aire que se respira en los pasillos del Kremlin no es muy diferente del ambiente que reinaba en la cúpula del poder durante la época de Stalin.
“Además de perder la guerra en una de las campañas militares más desastrosas de la era moderna, Putin perdió el apoyo de la Krugavaja paruka, el círculo de personajes de extrema confianza que rodean al presidente ruso”, afirma el historiador y ex apparatchik Alexander Adler.
Esa peligrosa soledad política se acentuó en los dos años de la pandemia de Covid. Conocido por su hipocondría y su aversión particular a las bacterias, virus y enfermedades infecciosas, el líder ruso vivía recluido en sus apartamentos privados del Kremlin, redujo al máximo los contactos con sus colaboradores. El resto del tiempo lo pasaba en su dacha ubicada en un bosque cerca de Moscú y en la fastuosa residencia de 17.691 m2 cubiertos que hizo construir en 2005 sobre un terreno de 7000 hectáreas —19 veces la superficie de Mónaco— sobre una colina de Sochi al borde del Mar Negro.
Fue en ese contexto de reclusión que rumió la operación de mayor riesgo que debió adoptar desde que llegó al poder, hace 22 años: la invasión de Ucrania. El trabajo solitario “le hizo perder contacto con la realidad y la práctica de consultar con sus colaboradores, método que —por lo demás— nunca fue su fuerte”, explica el exdiplomático ruso Vladimir Fedorovski, autor de varios ensayos sobre el nuevo zar ruso.
Según Fedorovski, la élite moscovita, un grupo de hombres de poder y potentados que totaliza apenas mil personas, descubrió rápidamente que Putin había decidido lanzarse a la guerra sobre la base de planes de ataque incompletos transmitidos por el Estado Mayor Conjunto, el GRU (servicio de inteligencia militar) y el FSB (servicio de espionaje): informaciones falsas sobre las fuerzas y la logística que necesitaría la invasión, evaluaciones incorrecta sobre el estado de ánimo de la población ucraniana y un grave error de cálculo sobre la popularidad del gobierno.
“Pero sobre todo, creyeron —y le aseguraron a Putin— que la operación estaría terminada en 48 horas y que los soldados enviados por el “gran hermano ruso” para “liberar” a Ucrania del régimen “nazi” de Volodimir Zelensky serían acogidos por los habitantes con flores y los brazos abiertos. Las tres columnas que penetraron a Ucrania estaban formadas por tropas cansadas por casi cuatro meses de maniobras, solo tenían municiones para tres días de combate, y las raciones estaban perimidas y eran incomibles”, precisa.
Cuando los combatientes descubrieron esa realidad, el Estado Mayor le ocultó a Putin las pérdidas sufridas por las fuerzas —unos 15.000 muertos en un mes—, las derrotas militares en el campo de batalla, la determinación de la resistencia de la población del ejército ucraniano apoyado por la población civil. En un abrir y cerrar de ojos, Putin descubrió que Rusia —que presumía de ser una de las grandes potencias mundiales— tenía unas fuerzas armadas debilitadas con blindados relucientes y pintados como automóviles de lujo que solo servían para desfilar en la Plaza Roja. Los tanques, aviones y helicópteros que participaron en la operación no estaban equipados para neutralizar los misiles Sting y Tow que equipaban a la resistencia ucraniana.
“Por temor a padecer un ataque de ira, ninguno de sus consejeros se atrevía a confesarle la verdad”, explicó el miércoles un alto responsable del Pentágono. Tampoco fue prevenido sobre la reacción de la unidad sin fallas que se produciría en el campo occidental ni sobre la severidad de las sanciones económicas y su impacto demoledor para la economía rusa.
El secretario de Estado, Antony Blinken, comentó por su lado que “uno de los talones de Aquiles de las autocracias es que, en esos sistemas, no hay personas que digan la verdad al poder o que tengan la capacidad de decirle la verdad al poder. Creo que eso es lo que estamos viendo en Rusia”.
Semejante acumulación de errores provocó, como era previsible, una volcánica reacción de Putin, incluso contra el ministro de Defensa, Serguei Shoigu, su amigo personal, y uno de los hombres clave de su círculo restringido. Shoigu desapareció a principios de marzo tras haber sufrido un infarto, según la explicación oficial. Pero ahora acaba de reaparecer en un video. Desde la misma época tampoco fue visto en público Roman Gavrilov, número dos de la Guardia Nacional, el cuerpo encargado de la seguridad personal de Putin. Otro personaje clave de la cúpula militar, el jefe de Estado Mayor, Valery Guerassimov, ideólogo de la doctrina militar, se esfumó sin explicaciones de los radares de los kremlinólogos desde los primeros días de la invasión. El líder del Kremlin también colocó en arresto domiciliario a dos altos oficiales de la inteligencia militar: el coronel general Serguei Beseda, jefe de la sección extranjera del FSB, y su adjunto, Anatoly Bolyukh. Pero la sanción no fue por razones estratégicas, sino por corrupción. En plena guerra, al menos uno de ellos decidió quedarse con una colosal suma de dinero que le entregó Moscú para sobornar a miembros del gobierno y militares ucranianos.
Dos semanas después de su detención, se anunció —misteriosamente— la muerte de Beseda sin ninguna explicación complementaria.
“Actualmente hay una viva tensión entre Putin y la cúpula militar. Esa tirantez llegó inclusive al nivel más bajo de las fuerzas de ocupación. De los 7 generales que “murieron en combate”, uno de ellos al parecer fue eliminado por sus tropas y otro decidió suicidarse para evitar el propio que le esperaba a su regreso a Moscú”, afirma Adler.
Al menos otros ocho comandantes rusos fueron sancionados desde que comenzó la invasión, el 24 de febrero, asegura Oleksiy Danilov, jefe de seguridad de Ucrania.
Hoy, el presidente estadounidense, Joe Biden, dijo que Putin parece estar “autoaislado” en Rusia y hay indicios de que podría haber despedido o puesto bajo arresto domiciliario a algunos de sus asesores, aunque no ofreció pruebas al momento.
Aunque lo dice en público, Putin también echa fuego por la nariz por la sospecha de que una o varias personalidades de primera importancia de la presidencia se han convertido en informadores del Kremlin. Desde que Rusia comenzó a acumular tropas a lo largo de las fronteras ucranianas en 2021, la CIA anticipó con asombrosa precisión los movimientos de Putin.
Como ocurre en todo régimen autocrático, nadie es culpable. Los responsables se acusan y se arrojan la responsabilidad sin ningún pudor para tratar de salvar el pellejo, lo que han provocado arreglos de cuenta y disputas homéricas entre altos funcionarios del Kremlin, la cúpula militar, las agencias de inteligencia e inclusive de los servicios diplomáticos.
Esa atmósfera de división interna e inestabilidad provocó la exasperación de Putin. Quienes lo conocen en la intimidad, aseguran que, desde hace años, vive trastornado con las imágenes particularmente espantosas de un episodio reciente de la historia mundial: el final del dictador libio Muammar Khadafy, en octubre de 2011, que murió lapidado por una multitud enfurecida que lo persiguió hasta el fondo de una cloaca. En los últimos años, para colmo, se dedicó a estudiar la revolución bolchevique y, en particular, el final del último zar ruso Nicolás II y su familia, que fueron acribillados a balazos como perros el 17 de julio de 1918 en Ekaterinburgo.
Por el momento, nadie se atreve a hablar de grandes protestas populares, destitución, golpe o asesinato. Pero hay antecedentes suficientemente inquietantes como para quitarle el sueño a más de un dirigente. Desde la caída del imperio, ningún dirigente ruso fue derrocado por un golpe de Estado ni asesinado, aunque subsisten dudas sobre el final de Stalin. La clase dirigente, sin embargo, se plantea ciertos interrogantes sobre el impacto que puede tener la guerra de Ucrania en Rusia, aun más si concluye con una derrota. La debacle de la Primera Guerra Mundial terminó con el imperio zarista y la humillante retirada de Afganistán en 1989 precipitó el derrumbe de la Unión Soviética. Pero esa perspectiva inmediata es atemperada por el historiador británico Mark Galeotti, gran especialista de Rusia, para quien: “El sistema de seguridad está tan entrelazado que es necesario una alianza para hablar de un golpe en el Kremlin”.
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