Brasil se asoma al abismo de un colapso nacional de las terapias intensivas
Los científicos advierten sobre el peligro de que el país se convierta en incubadora de mutaciones y la OMS teme una explosión regional de casos
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La única buena noticia que han recibido esta semana los brasileños es que Pelé ya ha recibido la primera dosis de la vacuna del coronavirus; el cantante Caetano Veloso, también. Eso y los mensajes en redes sociales de nietos e hijos que muestran aliviados el instante en que sus mayores reciben la inyección son un rayo de luz en medio de un panorama sombrío. Porque en todo Brasil el virus mata y contagia como nunca. Ninguna semana ha sido tan dura como la última, con 1910 muertos el miércoles (el récord en un día). Y la perspectiva es nefasta porque la vacunación avanza lenta.
Cascavel, una ciudad del Estado de Paraná, es uno de los casos más dramáticos que se conocieron la semana pasada. Gran centro urbano de una zona de población dispersa, tiene las unidades de cuidados intensivos al 99%. ¿Consecuencias? Pacientes intubados en pasillos de hospitales, ambulancias convertidas en camas… Hasta lanzaron un SOS al zoológico local, que les prestó nueve bombas de infusión y un respirador de los que usan para tratar animales, según la prensa brasileña. La crisis es grave no solo en ciudades poco conocidas en el extranjero. San Pablo, la urbe más rica y poblada de América Latina, anunció el viernes un nuevo hospital de campaña y pide “voluntarios para la guerra”. Pero, como alertan los especialistas, aumentar camas sin frenar los contagios es un apaño temporal. Los secretarios estatales de Salud temen un “inminente colapso nacional de la red sanitaria pública y privada” sin un toque de queda nacional y, en las zonas más afectadas, confinamiento. Cientos de enfermos necesitan una cama hospitalaria; decenas han fallecido en la espera.
La grave situación brasileña contrasta con países que empiezan a ver alguna luz a medida que avanza la vacunación y disminuyen los casos. El director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, se declaró este viernes en Ginebra “muy, muy preocupado” a causa de Brasil. Teme que propicie una explosión de casos también fuera de sus fronteras. “Si Brasil no se lo toma en serio, seguirá afectando a la región y más allá”, según Ghebreyesus.
Un año dura ya esta contienda contra un virus que ha infectado a 10 millones de brasileños y causado 260.000 muertes en el país. Una batalla que aquí se libra sin un mando unificado, más bien como una guerra de guerrillas —no siempre coordinadas— de la mano de 26 gobernadores y un ejército de alcaldes. Y con un presidente, Jair Bolsonaro, empeñado en sabotear cualquier esfuerzo que coloque la salud pública como prioridad. En una estrategia que le desgasta menos de lo que se podría sospechar. Todas las semanas exhibe su desprecio ante la alarmante situación: “Basta de quejas, ¿hasta cuándo van a seguir llorando?”, dijo horas después del último récord de muertes.
Gobernadores y alcaldes han decretado nuevos toques de queda y restricciones que quedan lejos de las tres semanas de confinamiento nacional que reclaman algunos científicos. San Pablo cerrará durante dos semanas las actividades no esenciales. En Río de Janeiro habrá restaurantes a media jornada y veto a los vendedores ambulantes en las playas. Ochenta ciudades del Estado de Minas Gerais están confinadas. La Liga de fútbol sigue adelante, aunque sin público.
La cuarta ola de contagios está siendo la más virulenta. Empezó a gestarse hacia Nochevieja, a finales del año pasado. Los casos comenzaron a aumentar y desde entonces la tendencia se ha acelerado. Ese incremento, unido a otros factores, ha cebado una bomba de relojería.
La tasa de transmisión es alta hace tiempo y el virus circula sin control, de modo que facilita mutaciones como la variante brasileña P1 y aumenta el riesgo de nuevas cepas. Son muchísimas las familias en las que varias generaciones conviven hacinadas en un minúsculo espacio. Desde que en enero acabó la paga del coronavirus, millones de personas salen a la calle a ganarse la vida, el personal médico está agotado, abunda la desinformación… Y todo ello agravado por la politización. La gestión de la pandemia es un campo de batalla política desde el día uno. El presidente, además proclamar que no piensa decretar un confinamiento ni vacunarse (su madre sí fue inmunizada), causa aglomeraciones todas las semanas, culpa de los daños económicos a gobernadores y alcaldes, ha cambiado tres veces de ministro de Salud y siembra dudas sobre la eficacia de vacunas y mascarillas mientras dedica personal y dinero público a fabricar medicamentos cuya eficacia contra la Covid-19 no está demostrada.
El biólogo y divulgador científico Atila Iamarino sostiene, en declaraciones a BBC Brasil, que existe “una estrategia genocida para que la gente se mueva libremente y desarrolle inmunidad (colectiva). No es casualidad que aquí surgiera una de las variantes más peligrosas”.
“El pueblo todavía se cree que esto es una broma. Hasta que a la gente no le toca, no entiende lo grave que es”, se quejaba este viernes Luciana Trinidade, de 45 años, que vende panetoni en un pasillo subterráneo de Luz, una céntrica estación de metro en San Pablo. Sabe de lo que habla porque el virus agarró a su familia. “Mi hijo, con 23 años, tuvo secuelas. Le atacó a la médula, perdió la movilidad de las piernas, tuvo una trombosis y casi se muere. Ahora se está recuperando”, explica mientras una marea de viajeros hace transbordo a paso ligero. Recalca que el joven Trinidade no es de ir a fiestas, pero, como tantos brasileños, es obeso e hipertenso.
“No me quito la mascarilla, no dejo de usar gel desinfectante, y, en cuanto llego a casa, me quito la ropa y me pego una ducha”, recalca la vendedora, que estuvo 40 días sin olfato. Pero tomar precauciones no disipa su inquietud: “Ahora dicen que te puedes volver a contagiar. Y yo aquí, en medio de esta multitud”.
La pandemia también brinda anécdotas como la causada por un funcionario del Ministerio de Salud que se despistó o no se sabe el alfabeto. Envió al Estado de Amapá 78.000 vacunas que correspondían al vecino Amazonas, adonde mandó las 2000 que Amapá esperaba.
Existen otros problemas más allá de la incompetencia o el sabotaje. Incluso en San Pablo, donde las autoridades han exhibido voluntad política para combatir la epidemia, la distancia entre las normas y su aplicación es amplia. Casi 8500 personas fueron apercibidas por las autoridades de esta ciudad de 12 millones de habitantes a causa de la mascarilla, según Fiquem Sabendo, una agencia informativa especializada en transparencia. Ni una sola fue multada.
© El PAIS, SL
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