Brasil pone a prueba los anticuerpos democráticos
RÍO DE JANEIRO.- Brasil no es Venezuela ni tampoco Grecia, aunque haya analistas políticos que alertan que la democracia de Brasil se está fragilizando. No existen, en efecto, democracias para siempre. Se conquistan cada día.
Uno de los pilares que han ayudado a Brasil a crecer y que le otorgaron respeto internacional fue la consolidación -paso a paso, tras la dictadura militar- de sus libertades democráticas. Frente al espejo de muchas democracias frágiles en la región y de tentaciones autoritarias en la vieja Europa, Brasil fue visto siempre, a pesar de sus desequilibrios y de su violencia, como una sociedad en la que los poderes del Estado funcionaron sin sobresaltos y con libertad.
¿Es hoy así? No es un secreto que el país atraviesa una de sus crisis más graves. Una crisis que no es sólo económica, sino también -y quizá sobre todo- política y ética.
Brasil tiene recursos naturales y humanos para poder salir de la crisis que lo atenaza y que parece agravarse cada semana con la multiplicación de los índices negativos de crecimiento del PBI, inflación, intereses, desmovilización industrial y desempleo.
Más difícil parece superar el momento político que se presenta, cada día más enmarañado, agriado, imprevisible y hasta peligroso.
Un país con un gobierno tan frágil que ni siquiera es apoyado por su partido, el PT, ni por el mayor aliado, el PMDB. Un gobierno criticado duramente hasta por el ex presidente Luiz Lula da Silva; con una presidenta como Dilma Rousseff, con un 9% de apoyo popular, cuya salida se pide cada día en la calle, en los palacios del poder económico y en las redes sociales, corre peligro de ver minada su democracia.
Hay quien se pregunta cómo un país de la envergadura de Brasil puede continuar el mandato entero (apenas comenzado hace seis meses) con esa espada de Damocles encima exigiendo un cambio que no puede darse más que por vías democráticas.
Diarios serios, como Valor Económico, explican las supuestas maniobras del PMDB, el partido más importante de la coalición de gobierno, para apear a Dilma del poder. Lula tacha de mudo al gobierno, incapaz de reaccionar, y asegura que Dilma está políticamente muerta.
Mientras tanto, la explosión del volcán de la corrupción en Petrobras amenaza llegar a la playa del palacio presidencial con la posibilidad de que Dilma pueda ser denunciada por ilegalidades que la obligarían jurídicamente a perder el puesto.
El peligro de hoy en Brasil es que se está poniendo en discusión, quizá por primera vez, el papel indispensable para la solidez de una democracia, como lo es el de la oposición.
Brasil tiene, en efecto, poca conciencia de que, en una democracia, tan importante o más que el papel del gobierno lo es el de la oposición, a la que se intenta a veces ver como enemiga de la democracia.
Hasta la más sólida de las democracias acaba degenerando en tiranía cuando se despoja a la oposición de su papel fundamental, que es vigilar, controlar y denunciar al gobierno cuando considere que se desvió del mandato recibido en las urnas, al mismo tiempo que organizarse para llegar al poder con programas alternativos que deberán ser juzgados por la sociedad.
El hecho, por ejemplo, de que sea tachada como "golpe" la acción de la oposición que exige cuentas al legislativo no es más que el deseo de maniatarla y demonizarla.
Sin duda, algo que no debería olvidar el PT, ya que él y su mayor líder, Lula, junto con los sindicatos y los movimientos sociales, ejercieron una oposición sin cuartel al gobierno democrático del ex presidente Henrique Cardoso, del que se pedía en la calle, un día sí y otro no, su salida del gobierno. Y nadie lo tachó entonces de golpismo y consiguió llegar al poder. Brasil tiene hoy la suerte de que la sociedad no exige en las calles soluciones extremistas o revolucionarias a la crisis. No han surgido ni siquiera partidos nuevos antipoder ni enemigos de la democracia.
Todas las soluciones que se barajan desde la oposición no pueden ser más conservadoras que prevén alternativas de poder como antídoto contra la corrupción de gobiernos eternizados en el poder. Hasta parece a veces que la crisis es culpa de la oposición. ¿Es que es culpa del PSDB que Brasil acabe el año en recesión, con una inflación de un 9%, con los mayores índices de interés del planeta o con el fantasma del desempleo golpeando a los trabajadores? ¿Es culpa de la oposición la corrupción que desangra a Petrobras, el debilitamiento de la industria, la pérdida de confianza en el gobierno de los empresarios o la falta de inversiones?
Una democracia de verdad tiene sus reglas fundamentales. El gobierno tiene que gobernar y a la luz del sol. Cuando fracasa, la culpa es sólo suya, no de la oposición, cuya función es desenmascarar las artimañas del poder cuando roza la ilegalidad.
No es golpe ejercer hasta con dureza el papel de la oposición. Golpe es, si acaso, el que ejercen a veces en las sombras los que tienen la responsabilidad de dar cuentas a la sociedad sobre cómo se emplean sus impuestos y en llevar a cabo maniobras poco ortodoxas para mantenerse a cualquier costo en el poder.
Cuanto más se alargue y engangrene la crisis, más en peligro estará la democracia. Y es deber de la oposición no dejar que la situación llegue a degenerar, sea por miedo a ejercer su papel o por no saber encontrar soluciones alternativas que convenzan a una sociedad desmoralizada y desengañada.
© El País, SL
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