Bolsonaro le tiene más miedo a la cárcel que a perder sus derechos políticos
El expresidente enfrenta las consecuencias legales de haber fomentado lo que para algunos fue un fallido de golpe de Estado.
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Este artículo fue publicado originalmente en Americas Quarterly. Su autor, Guilherme Casarões, es profesor en la Fundación Getulio Vargas y director del Observatorio de la Extrema Derecha en Brasil.
SAN PABLO.- El juicio que se desarrolló esta semana en la Justicia Electoral de Brasil puede definir el futuro político del expresidente Jair Bolsonaro. La decisión del tribunal podría rendir otros frutos además de despojar a un expresidente de sus derechos políticos: puede ser el puntapié inicial de un muy necesario proceso de curación de la democracia del país, y también fogonear la disputa por el futuro de la derecha y la ultraderecha en Brasil.
Desde su regreso del exilio que se autoimpuso en Florida, en marzo, Bolsonaro optó por un perfil bajo, reuniones protocolares y discursos tibios. En sus últimas apariciones públicas, minimizó el caso en su contra y lo atribuyó a motivaciones políticas, y hasta dejó entrever su intención de postularse como concejal de Río de Janeiro en las elecciones municipales del año que viene, pero no fogoneó a su base de seguidores para que desafiaran el posible veredicto del juicio.
Esa actitud tan contenida parece extraña, ya que rendirse ante la Justicia nunca pareció ser una opción para un político sabidamente temperamental. Sus infundadas denuncias sobre las máquinas de votación en Brasil empujaron a miles de personas de todo el país que durante meses salieron a protestar contra el resultado electoral y pedir una intervención militar, lo que condujo a la lamentable intentona del 8 de enero. Antes de eso, el 7 de septiembre de 2021 y en medio de los actos por el Día de la Independencia, Bolsonaro había llegado a decir que prefería morir que ser inhabilitado o ir a la cárcel, con amenazas e insultos contra el Supremo Tribunal.
¿Cómo se explica esta estrategia “aguada” del expresidente? De vuelta en el llano y convertido en ciudadano común que ya no goza de los fueros que durante 30 años le permitieron socavar la democracia brasileña, Bolsonaro seguramente tiene miedo de la Justicia. Su mayor preocupación no es tanto perder sus derechos políticos como terminar tras las rejas. Y dada la masa de cargos que se acumulan en su contra y que van desde causas por corrupción hasta delitos contra la salud pública, lo mejor que puede hacer es andar con pie de plomo.
A diferencia de Lula, que pasó casi dos años en la cárcel antes de protagonizar un notable regreso político, Bolsonaro no tiene la menor intención de convertirse en mártir, ni cuenta con un partido político que lo respalde. Su poder emana de su habilidad para movilizar y entusiasmar a sus seguidores a través de las redes sociales y en actos masivos. A diferencia de Trump, que todavía controla a una gran porción del electorado republicano de cara a la elección presidencial del año próximo, la continuidad del apoyo a Bolsonaro depende de recursos que su Partido Liberal tal vez no esté dispuesto a darles ni a él ni a sus herederos políticos si el expresidente es encarcelado y se vuelve electoralmente tóxico.
Para seguir vigente en la vida pública, Bolsonaro tiene que ganar todo el tiempo que pueda. Y eso es clave por dos razones. Primero, porque su poder de influencia en la política nacional depende directamente de los resultados del gobierno de Lula. Si la izquierda no logra crecimiento económico con igualdad o no encara las reformas estructurales necesarias, el expresidente tiene más chances de elegir a dedo un sucesor entre su círculo íntimo, muy probablemente un miembro de su núcleo familiar…
En segundo lugar, con las elecciones municipales de octubre de 2024 casi a la vuelta de la esquina, Bolsonaro tendrá que ser el ancla de la derecha brasileña, debido al poder que todavía tiene el bolsonarismo en la política local. Pero si sale activamente de campaña por el país, Bolsonaro podría abortar el surgimiento de competidores de derecha más moderados, como en el caso del popular gobernador de San Pablo, Tarcísio de Freitas, o el de Minas Gerais, Romeu Zema, que combinan conservadurismo social y liberalismo económico con una aparente eficiencia de gestión. Para ellos, las elecciones locales podrían cumplir el rol de una especie de interna partidaria.
Pero el tema partidario y electoral es solo una parte del futuro político de Bolsonaro. Todavía no sabemos si la ultraderecha brasileña no se radicalizará aún más. Por un lado, el alarmante aumento de los ataques en escuelas durante los últimos meses genera preocupación por el auge del extremismo ideológico entre los jóvenes y su relación con las leyes a favor de las armas aprobadas por Bolsonaro. Por otro lado, los partidarios y aliados de Bolsonaro, ahora bajo la atenta mirada de la Justicia, no han dado señales claras de querer atentar contra la democracia ni de tener los recursos para hacerlo.
Mi pálpito es que la ventana de oportunidad para los golpistas se ha cerrado. Ahora sabemos que la camarilla de Bolsonaro conspiró contra la democracia al menos dos veces durante su mandato: en el contexto de las manifestaciones del Día de la Independencia de 2021, y un año más tarde, cuando se dieron a conocer los resultados del ballottage presidencial. Resta por saberse si Bolsonaro no logró orquestar el autogolpe por incompetencia, mala elección del momento o la falta de apoyo, pero el hecho es que tenía el poder para hacerlo, y ahora no.
Y aunque aún no está claro si Bolsonaro estuvo directamente involucrado en el verdadero intento de golpe del 8 de enero de 2023, una semana después de la toma de posesión de Lula, la toma por asalto de los edificios públicos solo pudo producirse con la complicidad de los leales a Bolsonaro dentro de las fuerzas militares y policiales. Algunos de ellos han sido exonerados y muchos están siendo investigados por el Supremo Tribunal. Un destino similar les espera a los empresarios que financiaron los movimientos golpistas del tipo “dejen de robar” que se extendieron por todo el país después de las elecciones.
Eso no quiere decir que Bolsonaro y sus seguidores, que según la última encuesta de Datafolha representan alrededor del 25% del electorado brasileño, no sean una amenaza para el deteriorado sistema político de Brasil. Además de los mecanismos institucionales y legales necesarios para mantener a raya a los extremistas, el gobierno debe encontrar la forma de reducir la polarización y consolidar la gobernabilidad. Como sabemos, el populismo de extrema derecha se alimenta de la fractura social y de la disfuncionalidad política.
Si bien la inhibición electoral de Bolsonaro es un buen comienzo, para salvaguardar la democracia y el civismo hará falta un esfuerzo de reconciliación nacional que todavía parece lejano.
Traducción de Jaime Arrambide
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