Marguerite Porete era una de sus figuras referentes, quien fue condenada a muerte tras escribir su libro El espejo de las almas simples; surgió en Flandes en el siglo XII
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El 1 de junio de 1310, en la Place de Grève de París, Marguerite Porete ardió en llamas. Fue condenada a esa lacerante muerte por escribir una obra mística, Miroir des simples âmes (1300; El espejo de las almas simples), un diálogo entre el amor, la razón y el alma. Lo escribió en su lengua, Picardo, y no en latín, como dictaban las reglas eclesiásticas. Era “un libro itinerario espiritual” que leía en voz alta en distintas localidades, haciéndolo peligrosamente popular.
Para las autoridades, su mensaje era que el amor a Dios podía expresarse sin necesidad de un clero establecido como mediador. La idea de democratizar la fe amenazaba con restarle poder no solo a la Iglesia, sino también al rey Felipe IV de Francia, quien trataba de establecerse como el defensor de la fe católica.
Por esas y probablemente otras razones más, El espejo de las almas simples fue declarada varios años antes una obra “herética” en Valenciennes por el obispo de Cambrai, quien ordenó quemar públicamente una copia en la Place d’Armes.
Marguerite buscó el consejo de eclesiásticos de los Países Bajos y recibió aliento de una figura eclesiástica tan luminosa como Godofredo de Fontaines, exmaestro regente de Teología en la Universidad de París. Quizás pensando que con el paso del tiempo había también pasado la tormenta, a finales de 1308 decidió leer su tratado en público, y fue arrestada y entregada al tribunal de la Inquisición.
Durante un año y medio, Guillermo de París, el confesor del rey, la interrogó, mientras que un panel de 21 teólogos evaluaba extractos de su obra. En su juicio, se negó a prestar juramento de “verdad” ante la Inquisición, pues la consideraba una institución injusta, y a recibir la absolución sacramental por faltas que, según ella, no cometió. La encontraron hereje reincidente y Marguerite y su libro fueron sentenciados juntos.
El continuador del cronista Guillermo de Nangis, quien narró la ejecución, relató que mostró signos de penitencia “nobles y devotos”, que retorcieron el corazón de los espectadores. Su caso contribuyó a la redacción de un canon del Concilio de Vienne (1311-1312), que condenó al movimiento de las beguinas, del cual Marguerite Porete era una de sus más notables figuras, como hereje.
El movimiento
Las beguinas fueron parte de una era de vigoroso florecimiento espiritual durante la Edad Media. En esa época, las opciones de las cristianas no eran muchas: podían casarse con Dios y volverse monjas confinadas al claustro bajo votos de obediencia, castidad y pobreza, o con un hombre y vivir cuasi confinadas en sus hogares bajo votos de obediencia y fidelidad.
Eso dejaba a las que se negaban a casarse o a las que no encontraban pareja, dada la alta mortalidad de los hombres en las Cruzadas, así como a las viudas, y hasta a algunas mujeres casadas, sin espacio claro en el cual vivir o lugar para gozar de algún asomo de independencia.
Fue así como surgió ese estilo de vida semirreligioso de las beguinas en Flandes en el siglo XII, que forjó una tercera vía para mujeres de todos los rangos y fortunas. No pertenecían a ninguna orden religiosa, así que hacían sus propias reglas, y, dependiendo de ellas, podían vivir desde como itinerantes solitarias hasta en comunidades de clausura, con mucha variedad entre esos dos extremos.
Tal diversidad y la ausencia de una administración centralizada dificultaron cuantificar el número de beguinas. Por una carta del papa Juan XXII al obispo de Estrasburgo, se supo que en 1321 en Alemania Occidental vivían unas 200.000 beguinas. En Bruselas, cinco décadas después, se calculó que vivían unas 1300 beguinas, más del 4% de sus 30.000 habitantes.
Se estimó que en el momento de su mayor expansión el movimiento contaba con un millón de beguinas en toda Europa, pero no hay documentación para afirmarlo con certeza.
Aunque tendían a ser muy piadosas y a llevar una vida de devoción religiosa, no estaban obligadas por votos permanentes. La castidad, por ejemplo, se valoraba mientras permanecieran en la comunidad, pero eran libres de dejarla y casarse. Vivían en beguinajes, grupos autosuficientes de casas individuales congregadas a menudo alrededor de una iglesia y cercadas, en entornos urbanos.
En hospitales y asilos para leprosos o en sus propias enfermerías, atendían a los pobres y enfermos. Se ganaban la vida gracias a la floreciente industria textil europea, lavando lana cruda o sábanas, confeccionando encajes y tejidos. O trabajaban en hogares, granjas y jardines.
Así, su cotidianidad era una mezcla inusual de elementos religiosos, como la oración y la búsqueda mística, y laicos: individualidad, independencia institucional, trabajo remunerado. Gracias a estos últimos, podían entrar en la ciudad a voluntad, con tal de que regresaran a sus beguinajes al anochecer, lo que les permitía un grado excepcional de independencia, desconocido por sus congéneres medievales.
Claroscuro
Nada de eso iba a pasar desapercibido. Las llamadas mulieres sanctae o mulieres religiosae (en latín: mujeres santas o religiosas) y, más tarde, beguinas, un término de origen desconocido, contaban con el aprecio de los beneficiarios de sus obras de caridad y la admiración de personalidades poderosas.
Para el abad y escritor alemán Cesario de Heisterbach (1180-1240), por ejemplo, “aunque esas mujeres, que sabemos que son muy numerosas en la diócesis de Lieja, viven entre la gente, superan a muchos de clausura en el amor de Dios”, señaló. Y apuntó: “Viven la vida eremítica entre las multitudes, espiritual entre lo mundano y virginal entre los que buscan placer. Cuanto mayor es su batalla, más grande es su gracia y mayor corona les espera”.
El predicador, historiador y líder de la Iglesia Jacques de Vitry trató de que las beguinas fueran reconocidas por la autoridad eclesiástica. Tuvo una profunda relación con Marie d’Oignies, quien renunció a la fortuna de su familia para llevar una vida apostólica y se convirtió en una “santa viviente”. Tras su muerte, De Vitry escribió Vita Marie de Oegnies (1216), en la que plasmó casi todo lo que se sabe sobre su vida, así como el primer relato de esa nueva forma de espiritualidad femenina. Para él, mujeres como ella podían salvar al cristianismo de la herejía.
Pero el estilo de vida beguino también despertó recelo. Su autonomía y autosuficiencia pronto desagradaron a muchos, en particular a los hombres medievales (aunque el movimiento inspiró a una rama masculina, conocida como los begardos).
La castidad voluntaria, sin votos vinculantes, invitaba a la malicia. Que las beguinas eludieran el control de la Iglesia también irritó a las autoridades eclesiásticas. Como algunas comunidades beguinales estaban estrechamente asociadas con frailes dominicos y franciscanos, y algunas comunidades e individuos cultivaron formas intensas de misticismo, mucha gente sospechaba de que tenían tendencias heréticas.
A lo largo del siglo XIII, fueron objeto de prejuicios y de una legislación restrictiva y, cuando el papa Clemente V acusó al movimiento de herejía y lo prohibió, la persecución obligó a muchas beguinas a unirse a órdenes mendicantes y monásticas reconocidas. Otras resistieron pero, para cuando la orden de disolución finalmente se levantó, el movimiento beguinal había decaído drásticamente.
No obstante, a pesar de la reducción y las otras restricciones que les impusieron, algunas comunidades de beguinas sobrevivieron hasta el siglo XX, pero para el XXI, su número se podía contar con los dedos de las manos.
Marcella Pattyn, la última beguina, murió un domingo de abril hace 10 años en Cortrique, Bélgica. Entretanto, la obra de Marguerite Porete sobrevivió su ejecución. Aunque el texto original se perdió, una versión en francés vernáculo del siglo XV se utilizó para traducciones al inglés, italiano y latín. Sin embargo, permaneció en circulación como obra anónima, a menudo asumida como escrita por un hombre.
Pero, como otra beguina, Matilde de Magdeburgo (c.1207-1282) escribió Nadie puede quemar la verdad. En 1946, la historiadora Romana Guarnieri encontró el texto perdido en la Biblioteca Vaticana y lo publicó en 1962, resucitando el nombre de la autora.
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