Auge y caída de la operación Lava Jato
Siete años después de su inicio, han sido condenados 12 presidentes o expresidentes de América Latina; con el cierre del caso y la anulación de la condena de Lula por corrupción, este podría postularse en las elecciones presidenciales de 2022
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RÍO DE JANEIRO.- La operación anticorrupción Lava Jato, que sacudió a Brasil y llevó a la cárcel a presidentes, empresarios y poderosas figuras de América Latina, se cerró hoy sin estruendo y con sus propias investigaciones bajo sospecha.
Lava Jato empezó en 2014 con una requisa por blanqueo de dinero en una estación de servicio de Brasilia. Tirando los hilos, y recurriendo a métodos como la delación premiada, los investigadores descubrieron una tentacular red de sobornos pagados por grandes constructoras como Odebrecht a políticos de casi todos los partidos, para obtener contratos con la empresa estatal Petrobras.
Sus principales figuras, el juez de primera instancia Sergio Moro y los fiscales de Curitiba, se convirtieron en superhéroes para buena parte de los brasileños y llegaron a inspirar una película y una serie de Netflix.
En casi siete años, el balance es de 174 condenados en Brasil y 12 presidentes o expresidentes involucrados en América Latina, entre ellos el líder del Partido de los Trabajadores (PT), Luiz Inácio Lula da Silva, cuyos procesos por corrupción en el caso fueron anulados hoy por un juez del Supremo Tribunal, lo que le permitiría volver a presentarse en las elecciones de 2022.
Los juicios habían permitido además al fisco brasileño recuperar 4300 millones de reales (unos 800 millones de dólares al cambio actual) y otros 15.000 millones, todavía en proceso.
Irónicamente, la decisión de anular las condenas de Lula ocurrió bajo la presidencia de Jair Bolsonaro, el líder ultraderechista que supo capitalizar la ola antisistema provocada por la operación Lava Jato para ganar las elecciones de octubre de 2018.
“El político que más se benefició de la investigación anticorrupción le ha puesto el último clavo a su ataúd”, sentenció Celso Rocha de Barros, sociólogo brasileño, en un artículo publicado en Americas Quarterly.
Lava Jato, un petardo mojado
Bolsonaro se vanaglorió incluso en octubre de haber dado la última palada. “Acabé con la Lava Jato, porque no hay más corrupción en el gobierno”, explicó.
La afirmación fue rápidamente cuestionada: una semana después, la policía encontró cerca de 30.000 reales (unos 5500 dólares) en los calzoncillos del vicelíder de la bancada oficialista en el Senado, durante una redada por supuestos desvíos de recursos para combatir la pandemia de Covid-19.
Bolsonaro, que tiene miembros de su familia y su círculo investigados por casos de corrupción y unos 60 pedidos de impeachment en su contra, ha mostrado menos fervor en luchar contra la corrupción como presidente que como candidato.
Se acercó a las fuerzas políticas que había prometido combatir, conocidas como “Centrao” (el gran centro), muchos de cuyos dirigentes estuvieron en la mira de la Lava Jato. Y dos días después del anuncio del fin de la operación, sus nuevos aliados conquistaron las presidencias de la Cámara de Diputados y el Senado.
Con ese acercamiento, el mandatario espera una relación tranquila con el poder legislativo, sin amenazas de impeachment y con la mira puesta en una posible reelección en 2022.
Superhéroes caídos en desgracia
Pero Lava Jato murió también por mérito propio. La operación se vio a la defensiva cuando en 2019 el portal The Intercept Brasil divulgó conversaciones entre el juez Moro y los fiscales, que arrojaban dudas sobre la imparcialidad de las investigaciones que llevaron a Lula a la cárcel y le impidieron presentarse en las elecciones de 2018.
Apenas elegido en esos comicios, Bolsonaro nombró a Moro ministro de Justicia. Pero el idilio duró poco y Moro renunció en abril de 2020, denunciando tentativas de Bolsonaro de interferir en investigaciones de la Policía Federal.
Legado incierto
Algunos fiscales de Curitiba fueron integrados en un Grupo de Actuación Especial de Represión al Crimen (Gaeco). A veces se oye a los que ayer fueron superhéroes decir que “les cortaron las alas”. Una impresión que ya pudieron tener cuando la Suprema Corte los privó de dos de sus armas favoritas, por inconstitucionales: la conducción forzada de un sospechoso para ser interrogado y el encarcelamiento de condenados que disponen aún de recursos en el lento sistema judicial brasileño.
La operación Lava Jato “flexibilizó las reglas de un sistema judicial cuestionado por no condenar a los poderosos”, pero “la experiencia demostró que, en la práctica, esas flexibilizaciones pusieron en jaque toda la estructura del sistema judicial (...) y a la propia democracia constitucional”, dice Daniel Vargas, profesor de derecho en la Fundación Getulio Vargas (FGV).
Así y todo, la operación Lava Jato logró lo que durante mucho tiempo pareció imposible en Brasil y en muchos países de la región: sentar en el banquillo a poderosos acusados de corrupción.
“Durante siete años, Brasil no fue Brasil”, escribió el respetado periodista brasileño J.R. Guzzo en una columna de Gazeta do Povo, un semanario de Curitiba. En el Brasil del Lava Jato, los poderosos corruptos “podían realmente ir a la cárcel”, agregó.
Agencia AFP
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