Perseguida y torturada, a los 56 años le adjudicaron una parcela para vivir, pero todavía no obtuvo el título de propiedad
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“Quiero salud, quiero educación. No quiero ver a mi gente morir”, clama Apolonia Flores Rotela mientras los campesinos ultiman detalles del viaje.
“No sabemos si vamos a salir vivos”, advierte uno de ellos para convencerla de que se quede.
“Si muero, a lo mejor se va a hacer justicia y los compañeros no tendrán más hambre. Iré con ustedes”, contesta ella, con dejo de inocencia.
El puñado de hombres se agrupa para dar la puntada final al reclamo con el que pretende desembarcar en Asunción desde el interior paraguayo.
Apolonia toma una decisión que cambiará su vida. Tiene 12 años. Es 1980.
No muy lejos de allí, el plan para silenciar la protesta comienza a tomar forma. El campo, el río, los árboles van a teñirse pronto de sangre y dolor.
Apolonia recuerda hoy que la lucha por la tierra se remonta a cuando tenía 7 años. Por entonces, la parcela que sus padres trabajaban en el departamento de Misiones, en Paraguay, ya no daba para más.
Fruto de la organización campesina, consiguieron que el Instituto de Bienestar Rural (IBR) cediera 500 hectáreas en Acaraymí, Alto Paraná, para familias nucleadas en las Ligas Agrarias Cristianas, organización que se hizo fuerte en las décadas de 1960 y 1970 cuyo sentido colectivista despertó un especial encono en Alfredo Stroessner, el gobernante de facto del país de 1954 a 1989.
En 1975, su familia se muda a Acaraymí. Apolonia es una niña alegre que juega en el monte con los chicos de su comunidad.
El sosiego de las jornadas campestres se interrumpe cuando el general Leopoldo Ramos Giménez y su esposa, Olga Mendoza de Ramos Giménez, conocida como “Ña Muqui”, se presentan para reclamar las tierras que la comunidad trabaja.
Se sospecha que la pareja está detrás de la orden a un grupo de militares para que maten a los animales. Cuatro años dura el asedio orquestado por el general. Tres hermanos de Apolonia mueren en el asentamiento por falta de atención médica.
Sin medicamentos ni comida, acorralados en una espiral de persecución y detenciones, los campesinos resuelven sacar a la luz su proclama e ir a reclamar a Asunción.
I. El viaje
Es 8 de marzo de 1980. Sus 12 años asoman entre una veintena de adultos que integran las Ligas Agrarias Cristianas y se preparan para viajar a la capital paraguaya.
“Si te levantás contra Stroessner, te mata. ¡No podés irte!”, suplica Genara Rotela.
“¡Prefiero morir que vivir así! En esta miseria ya no quiero seguir, mamá”, suelta Apolonia y apura el paso.
En el camino, Mario Ruiz Díaz, compañero de travesía, trata de convencerla.
“Quedate acá en la escuela y mañana regresás a tu casa”, le indica.
“No insistas. ¡Voy a ir con ustedes hasta el final!”.
Los campesinos paran un ómnibus de la empresa Rápido Caaguazú que circulaba de noche con destino a Asunción.
Victoriano Centurión, líder del grupo, convence al chofer para que los lleve hasta la capital.
En el medio de la noche las balas comienzan a silbar cerca del vehículo. Con los campesinos viajan mujeres, niños, adultos mayores.
El interior del ómnibus queda tapizado con el vidrio de las ventanillas. Todos se arrojan al piso. “Ya vienen los militares”, escucha Apolonia.
“¡Todos vamos a morir!”, concluye un pasajero. El colectivo es un grito desesperado.
Los campesinos se bajan en Campo ocho. El matorral es su cobijo. Caminan por horas. Comen maíz y mandioca crudos. Nadie duerme esa noche.
II. La persecución
Junto a efectivos del ejército y de la Policía Nacional, civiles armados que responden al Partido Colorado del caudillo participan en la represión. Acabar a sangre y fuego con los “guerrilleros” es la orden.
El 12 de marzo, cerca de las 4 de la tarde, uno de los campesinos sale del escondite a buscar agua.
“¡Ya vienen los militares, prepárense compañeros, son muchísimos!”, avisa.
Los campesinos se dividen. El grupo de Apolonia camina debajo del aguacero.
Una ráfaga quiebra el silencio nocturno cuando Centurión enciende su linterna. Apolonia cae al suelo. Tiene seis balazos en el cuerpo, las piernas destrozadas.
Rodeada por la policía, cierra los ojos. Aguanta la respiración. “Señor todopoderoso, si voy a ser útil para mis hermanos, encuéntrame una salida”, implora al cielo.
“Está muerta esta nena. Vamos a revisarla, ya tiene pelos”, dice uno de los efectivos. Le rompe la ropa. Quiere manosearla.
“¡Nadie me va a tocar!”, lanza Apolonia desde el suelo. Los policías, que la creen muerta, se sorprenden. Retroceden unos pasos.
Le pegan con sus armas en el pecho, en la cara. Preguntan por Victoriano Centurión.
“¡Mátenme, por favor, ya no vayan a jugar más por mí! -exclama-. No soy un animal, soy un ser humano como ustedes”. Los policías se ríen. La violan. Arrastran su cuerpo por el monte.
Un jefe policial intercede. La llevan al hospital de Caaguazú.
“¿Qué vamos a hacer si muere?”, murmura el chofer de la ambulancia. “Si la nena muere, tengo órdenes precisas: vamos a tirarla por el camino”, responde el compañero.
III. Una visita inesperada en el hospital
Apolonia despierta cuatro días después en el hospital de Policía Rigoberto Caballero. Tiene los pies y manos atados a la cama. Stroessner irrumpe en la habitación.
“Saliste de tu comunidad porque querías estudiar. Te traje una propuesta”, anuncia El Rubio, apodo con el que se conoce al líder. Apolonia mira a la pared.
“¿Por qué no habla conmigo? ¿Esta se tragó la lengua cuando la balearon?”, pregunta el militar a una enfermera.
“Ustedes son comunistas que se levantaron en mi contra”, le dice a la niña en la segunda visita al hospital policial.
La tercera vez es más contundente: “Si no aceptás mi propuesta, te vas a ir a la cárcel del Buen Pastor”.
El ofrecimiento -le comenta Apolonia a BBC Mundo- incluía renunciar a su comunidad, a su familia, para mudarse con las enfermeras que la atendían en el centro de salud.
“¿Por qué, señor presidente? ¿Por qué a mí? ¿Por qué no le ofrecés lo mismo a mis compañeros?”, pregunta la niña. “Voy a volver a mi comunidad”, asegura.
Ofuscado por la tenacidad de la niña, El Rubio sentencia: “En la cárcel te vas a morir con estas heridas, nadie te va a cuidar. Y si te vas a la comunidad, te va a picar un mosquito. De cualquier manera, todos van a morir”.
IV .La detención de Apolonia
La trasladan, por orden de Stroessner, al Departamento de Investigaciones de la Policía Nacional. Le preguntan por Victoriano Centurión. Más tarde la envían a la cárcel del Buen Pastor.
“Ahí viene la salvaje, la guerrillera”, escucha al llegar a la Penitenciaria Nacional para Mujeres.
En la cárcel estudia cocina, peluquería, escribe. Durante su reclusión la ven integrantes del Comité de Iglesias Para Ayuda de Emergencias (Cipae) y abogados. La visita su madre.
“¿Viniste a buscarme?”, pregunta Apolonia y estalla en llanto. Genara la consuela; lleva un bebé de 3 meses en sus brazos. Es junio.
“Debés quedarte para que curen tu pierna”, le dice Heriberto Alegre, abogado del Cipae.
Las celadoras matan el tiempo los domingos haciéndole fumar cigarrillos. Si la obligan a beber cerveza, vomita. No la dejan dormir.
Un día la llevan a declarar al Palacio de Justicia. Cuando los fotógrafos accionan sus flashes, se desmaya: teme que le disparen, como pasó en el monte.
La liberan tras declarar en la cárcel ante los jueces. Su padre la busca para regresar a Acaraymí. La policía interrumpe la fiesta de bienvenida a los culatazos.
V. Los desaparecidos
En el operativo cívico-policial-militar de Caaguazú, diez manifestantes fueron capturados y trasladados al rancho de un dirigente del Partido Colorado. Se cree que fueron enterrados en algún sitio del Departamento de Caaguazú.
Los campesinos de las Ligas Agrarias Cristianas continúan desaparecidos.
Desde 2017, el médico Rogelio Goiburú, titular de la Dirección de Memoria Histórica y Reparación del Ministerio de Justicia paraguayo, realizó cuatro viajes de reconocimiento con su equipo para dar con el lugar donde estarían los restos de los campesinos.
Mediante relatos de personas que lograron hablar con los represores trazó un mapa y, en octubre de 2022, un grupo de paleros de su confianza comenzó a excavar una parcela.
Tras 60 días de búsqueda y ocho espacios cavados no se encontraron restos humanos y se levantó el campamento.
La Agrupación Especializada de la Policía Nacional funcionó como centro de detención bajo el régimen de Stroessner: en 2009, el equipo de Goiburú recuperó allí los primeros restos óseos de desaparecidos.
Encontraron ocho tumbas colectivas “vaciadas por el general Galo Longino Escobar para ocultar las desapariciones forzadas perpetradas por su padre, el coronel Juan Ramón Escobar”, afirma el médico paraguayo.
“No resulta para nada incongruente que hayan sacado los cuerpos de acá para llevarlos a otro sitio”, dice Goiburú mientras señala el terreno excavado.
Con la recolección de nuevos testimonios, otro espacio de investigación se abriría -adelanta Goiburú a BBC Mundo- al sureste del lugar donde comenzaron las excavaciones.
“Es un trabajo lento, pero necesario. El secreto está en nuestra virtud de perseverancia y paciencia que proviene de nuestras raíces indígenas”, sostiene el médico.
Producto de los años de investigación hay 30 sitios para futuras búsquedas en todo el país.
No hay militar, policía ni civil en el radar de la justicia por las desapariciones forzadas de los diez campesinos.
“Tengo diez nombres de militares que actuaron en la masacre. De ellos, tres o cuatro murieron”, explica Goiburú.
Y espera que, a partir de los trabajos realizados, la justicia pida al Ejecutivo los nombres de los implicados en la represión.
Dos mil efectivos del ejército permanecieron dos años en la zona donde los campesinos fueron perseguidos.
VI. Los familiares
Los paleros armaron una hilera de carpas para que familiares de las víctimas se protegieran del calor diario y del rocío nocturno durante los dos meses de investigación.
Goiburú asegura que la búsqueda de memoria, verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición de los crímenes del stronismo es una fotografía de los últimos 200 años de Paraguay.
Caaguazú, que en guaraní significa “selva grande”, es un verde océano de soja que se mueve al ritmo del agronegocio terrateniente y el monocultivo, salpicado por ocasionales plantaciones de caña de azúcar.
VII. Búsqueda e identificación
Cerca de 450 desapariciones forzadas fueron registradas en Paraguay. Para Goiburú son más. Dice que algunos familiares no denunciaron por temor, por no contar con recursos.
También apunta a la falta de documentación de los pueblos originarios; menciona el caso de las niñas que, convocadas para estudiar y criarse con familias acomodadas de Asunción, se sospecha que fueron reclutadas como esclavas sexuales de Stroessner y su círculo íntimo, y nunca regresaron a sus casas.
La Dirección de Memoria Histórica y Reparación hizo excavaciones en ocho de los 17 departamentos paraguayos: Misiones, Itapúa, Ñeembucú, Cordillera, Caazapá, Central, Asunción y Paraguarí.
Según información del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), 34 cuerpos fueron recuperados de siete sitios en Paraguay.
Además, el EAAF cuenta con 227 muestras de sangre de familiares, la mayoría tomadas por la Dirección de Memoria Histórica y Reparación paraguaya.
Jajoheka Jajotopa (“nos buscamos, nos encontramos”, en guaraní) es la campaña nacional que el organismo dirigido por Goiburú promueve con el objetivo de extraer muestras de sangre para el Banco Genético de Familiares de víctimas del stronismo, para ser cotejadas con el perfil genético de los restos óseos encontrados y, más tarde, con el perfil genético poblacional.
Rogelio también busca a su padre, Agustín Goiburú, secuestrado el 9 de febrero de 1977 en Paraná, Entre Ríos, por agentes paraguayos, y trasladado al Departamento de Investigación de la Policía en Asunción.
Según Rosa Mercedes Palau, coordinadora del Centro-Museo de la Justicia, el Archivo del Terror conserva las fichas de 394 niñas y niños detenidos con sus familias durante el régimen militar.
Muchos acompañaban a sus padres en las marchas campesinas.
Apolonia Flores, con 12 años, figura entre los detenidos más jóvenes en la historia de Paraguay. Estuvo recluida en la cárcel del Buen Pastor un año. Aún mantiene antecedentes por asalto a mano armada en los registros policiales.
Si bien el Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (Indert) le entregó la adjudicación en 2017, no tiene título de propiedad de la parcela que ocupa en la comunidad Ko’e Rory, en el departamento Alto Paraná.
A sus 56 años, Apolonia sigue luchando por un pedazo de tierra para vivir.
A veces el dolor en las piernas no la deja dormir, caminar ni estar parada mucho tiempo. Sueña con helicópteros, con policías, con la tortura.
“Con mucho orgullo soy campesina y tengo estos agujeros en mi cuerpo: es el mapa de lo que me hizo Alfredo Stroessner”, dice.
Aunque lleve el legado de la violencia del régimen en su piel, sus ojos negros titilan al recordar a sus compañeros.
Apolonia vuelve a empoderarse, como en aquel monte donde se vio rodeada por la infamia y le hizo frente a la muerte.
“Quisiera que los jóvenes se interesen por la historia para que sepan qué pasó en Paraguay”, subraya.
Por Adrián Pérez
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