Ante un punto de inflexión histórico
ROMA- La Plaza San Pedro está colmada de almas exaltadas en solemne comunión. No puedo contener la emoción. Me sumo en este día como un peregrino más; y siendo judío, vivo en tiempo presente la memoria del pasado bíblico de las sagradas convocatorias en las que mis antepasados peregrinaban al Gran Templo de Jerusalén.
Aquí, en la basílica vaticana en Roma, consagro tanto mi vocación rabínica como cívica y política, en el privilegio como argentino de ser testigo de este punto de inflexión de lo espiritual y lo humano de la familia universal que somos.
Vibro con la profunda alegría del corazón que late con millones de fieles que, como hermanos de diferentes geografías, tradiciones, confesiones y convicciones, hoy somos una sola comunidad, convocados por la Iglesia Católica, que nos invita a que seamos parte de esta fiesta.
Es un espacio-tiempo de lo eterno, y se llama Roma donde el Cielo anticipa en la Tierra un cambio de era que dejará su marca, abriendo un nuevo capítulo en la historia con su huella en el tiempo: a.F. y d.F., antes de Francisco y después de él.
Antes de Francisco, dos antecedentes: la acción arrolladora del transformador de nuestra era, Juan Pablo II, que traduce en revoluciones que aún no hemos asumido con plena conciencia, en la grandeza tanto de encarnar en su ser y en el hacer la doctrina del Concilio Vaticano II, practicando la cotidianeidad del diálogo interreligioso; designándonos hermanos mayores en la fe al cruzar la misma plaza que hoy visito, ingresando en la Sinagoga de Roma y cerrando 2000 años en una reconciliación que migra de Caín y Abel a José con sus hermanos.
Un papa peregrino que de Polonia llegó a Roma con tanta sorpresa y admiración como la que hoy recibe quien llega al mismo trono de Pedro desde Buenos Aires.
Un hombre santo que canalizó en la historia la transformación espiritual y política del mundo, siendo peregrino de lo humano, recorriendo las distancias que acortó en su Pontificado, donde dio testimonio de que es posible desde la fe creer en lo que no se ve, y que con esperanza y dedicación se logra mover montañas sin violencia ni prepotencia, para derribar los muros que separan, en nuestros tiempos, la fraternidad de ser todos humanos.
Antes de Francisco fue la evidencia de la renuncia de Benedicto XVI, quien sólo como saben hacerlo los grandes, teniendo poder plenipotenciario hasta el final de sus días, tomó la decisión con coraje de renunciar, sin dejar de ordenar la agenda que viene y de la cual su generosa disposición hace que sea ineludible asumir aquellas acciones que sólo un visionario que es estadista podrá tomar como destino de su misión. Ello, sin abandonar su humilde disposición de conciliador, con la firmeza que tiene su decisión de hacer posible la transformación pendiente.
Bergoglio es rabino por ser maestro. Rabi, en el decir del Evangelio, como el mismo Jesús. La tradición judeocristiana nos enseña que lo compartido de la raíz fortalece el tronco común, que dando origen a dos ramas bien diferenciadas no cancela su unidad de coincidencias por el proyecto humano en la Tierra y la comunión del Cielo en un único Padre que clama y reclama que juntos nos sentemos a su mesa.
Hoy (por ayer) es un día de fiesta. Se inicia un nuevo tiempo. Un mundo después de Francisco, del que seremos testigos privilegiados al ser protagonistas y constructores de una nueva revolución. Así será cuando podamos reconocer en este liderazgo una senda más del mismo camino que nos llama a redimir, en nuestro tiempo, tanto el Cielo como la Tierra, al ofrendar en servicio la obra de nuestras manos. Sean bendecidas las obras de la manos del papa Francisco, mi rabino, maestro del camino de hacer posible lo imposible.
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