Análisis: un juicio político exprés que extiende la vida política del trumpismo y su líder
WASHINGTON.- Pudo haber terminado desterrado para siempre de Washington y de la política. Pero Donald Trump logró salir airoso –otra vez– y quedó libre para intentar tejer su regreso a la Casa Blanca.
Su segundo juicio político, al igual que el primero, estaba terminado antes de empezar. El resultado fue el mismo. Ahora, como antes, Trump fue absuelto. Pero el drama y el impacto político que dejó el segundo impeachment fueron muchísimo más profundos. Esta vez, Trump ganó sin poder, un mes después de dejar la Casa Blanca en desgracia, derrotado y con su popularidad deshilachada.
Y ganó aun cuando el crimen del que se lo acusó fue alentar un ataque al Congreso para impedir el cambio de gobierno, al desparramar una “gran mentira” sobre un fraude inexistente y arengar un asalto de los miembros más radicales de su movimiento al Capitolio que puso en peligro a su vicepresidente, Mike Pence, y a los mismos senadores que lo eximieron de toda culpa y condena.
Durante su alegato, los demócratas pusieron a Trump y al trumpismo en el banquillo de los acusados. Sus mentiras, su apego a las teorías conspirativas, su desdén por las instituciones, su lenguaje lacerante en las redes, sus guiños a las milicias, al supremacismo blanco, a grupos de ultraderecha como Proud Boys. En una línea: Trump fue acusado de encarnar lo peor de Estados Unidos y atentar contra la democracia. Si había crimen que ameritara un juicio político, dijeron, era éste.
“¿Esto es Estados Unidos? ¿Esto es lo que queremos dejar a nuestros hijos y nietos?”, se preguntó en su argumento Jamie Raskin, el congresista que lideró a los fiscales demócratas.
Al final, el Senado lo absolvió. Otra vez. Ese desenlace volvió a entronar a Trump como líder indiscutido de la derecha en Estados Unidos. En silencio, expulsado de las redes sociales, y sin haber montado siquiera una defensa coherente, Trump volvió a dejarle en claro al país y al mundo que es amo y señor del Partido Republicano. Era el partido de Lincoln, Eisenhower y Reagan. AAhora es el partido de Donald Trump, pero es un partido que parece irremediablemente fracturado.
De un lado, quedaron trumpistas conversos como los senadores Ted Cruz o Lindsey Graham, y nuevas figuras como la congresista Marjorie Taylor Greene, trumpista de paladar negro. Del otro, grupos como The Lincoln Project, o “tradicionalistas” como el senador Mitt Romney, o la congresista Liz Cheney, hija del vicepresidente Dick Cheney, que quieren recuperar el partido.
“Somos el partido de Lincoln, no somos el partido de QAnon o el antisemitismo o los negadores del holocausto, o la supremacía blanca o las teorías de la conspiración. Eso no es lo que somos”, dijo Cheney, quien resistió una cruzada durísima del trumpismo por su votación a favor del impeachment.
Mitch McConnell, el republicano más poderoso en Washington, jugó a dos puntas en esa interna: absolvió a Trump con su voto, pero lo condenó con sus palabras. Esa incipiente batalla por la identidad del Grand Old Party –que puede terminar de fracturarlo del todo– dominará la política de Estados Unidos durante los próximos años, y jugará en contra de la promesa del presidente, Joe Biden, de buscar consensos para “unir al país”. Biden buscará el apoyo de los republicanos moderados, una minoría en la oposición, tal como dejó en claro el juicio político.
A sabiendas de la gravitación que Trump aún tiene en su base electoral –obtuvo casi 75 millones de votos en la última elección, mucho más que cualquier otro candidato presidencial republicano–, la mayoría de los republicanos decidió acompañar a Trump o lidiar con él antes de que darle la espalda.
Y los demócratas tampoco fueron a fondo. Montaron un juicio “exprés”, sin audiencias ni investigación previa en la Cámara de Representantes, y al final desistieron de llamar testigos en el Senado.
Este sábado, por unas horas, pudieron avanzar en ese frente y citar a republicanos a declarar para complicar a Trump. Cinco senadores republicanos los respaldaron. El impeachment se transformó así en un drama con un giro imprevisto. Pero duró poco: los demócratas claudicaron ante la amenaza de la oposición de arrastrar el juicio por semanas con una ola de testigos, enterrando en los hechos la agenda legislativa de Joe Biden.
Nadie quiso ir por ese camino. La defensa de la democracia, el imperio de la ley y la rendición de cuentas, principios con los machacaron los demócratas durante todo el proceso, quedaron para otro momento. Al final, las necesidades y los objetivos políticos de uno y otro bando prevalecieron por sobre todo lo demás.
Trump quedó libre para continuar su carrera política. Podrá, si quiere, intentar ser candidato presidencial otra vez en 2024, aunque seguramente encontrará nuevos rivales internos. Trump todavía tiene un frente muy complicado en la Justicia, que será menos permisiva que el Congreso. Pero si algo ha logrado Trump, hasta ahora, es salir indemne de cualquier traspié, escándalo o juicio que debió enfrentar.
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