Su reino es recordado como “la era oscura”, una de las épocas más tristes de la historia rusa
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Que él fuera un aristócrata ruso y ella la hija de un posadero italiano, no impidió que el príncipe Mikhail Alekseevich Golitsyn se enamorara apasionadamente de Lucia. Y que ella pusiera como condición para convertirse en su esposa que él aceptara el catolicismo, aunque fuera en secreto, tampoco fue un obstáculo.
Pero sí un pecado imperdonable, a los ojos de Ana de Rusia, quien en 1732, cuando la pareja llegó a Moscú, era la soberana. Y un pecado que ella haría todo lo posible que lamentaran profundamente.
Abandonar la fe ortodoxa rusa era inaceptable para un hombre del estatus de Golitsyn, sobre todo si lo había hecho por amor. La zarina sufría de amargura, un sentimiento poderoso en ocasiones más pernicioso que el odio. Su reino es recordado como “la era oscura”, una de las épocas más tristes de la historia rusa.
Y aunque la experiencia nos ha enseñado a cuidarnos de juzgar a las mujeres basándonos en la historia escrita por hombres, el episodio de su castigo al príncipe Golitsyn definitivamente no la favorece.
La hija del zar
Ana era la hija de Ivan V o “Iván el Ignorante” quien, aunque era un zar, en realidad sólo cumplía con los deberes ceremoniales mientras que su medio hermano, Pedro I, más conocido como Pedro el Grande, gobernaba.
A la muerte de su padre, cuando ella tenía tres años, el poder de su tío se consolidó y en 1710 arregló su matrimonio con Federico III Guillermo Kettler, duque de Curlandia y Semigalia, hoy Letonia. Emocionada, le escribió a su prometido...
“No puedo dejar de asegurarle a Su Alteza que nada podría deleitarme más que escuchar su declaración de amor por mí”.
“Por mi parte, aseguro a Su Alteza que comparto sus sentimientos. En nuestro próximo feliz encuentro, que espero ansiosamente, aprovecharé, si Dios quiere, la oportunidad de expresárselos personalmente”.
Su boda fue lujosa y, dos días después, complementada por una curiosa -o más bien grotesca- celebración organizada por Pedro el Grande: un matrimonio con novios e invitados enanos.
“En el festín, los enanos se sentaron en mesas en miniatura en el centro de la sala, mientras los cortesanos los observaban”, relata Lindsey Hughes en “Pedro el Grande: una biografía”.
“Se reían a carcajadas al ver a los enanos, especialmente los mayores, más feos, cuyas jorobas, enormes barrigas y piernas cortas y torcidas les dificultaban bailar, se caían borrachos o se peleaban”.
La viuda
Durante lo que Hughes interpetró como una muestra de desprecio de Pedro el Grande hacia hacia la pareja y toda la corte rusa, el flamante esposo bebió sin cesar, y pronto se enfermó sin remedio.
Dos meses más tarde, murió, dejando a Ana, como regente de una tierra extraña a los 17 años.
Rogó en cientos de cartas que le consiguieran un nuevo pretendiente, pero su tío ignoró sus súplicas pues si ella se casaba de nuevo perdería el control de Curlandia y Semigalia.
Así que tuvo que resignarse, de mala gana, a su destino, sin saber que lo que realmente le deparaba era algo difícil de imaginar desde su esquina en el mundo.
Cuando el nieto de Pedro el Grande, Pedro II, murió sin tener un solo hijo, fue Ana quien lo sucedió.
Su elección como emperatriz fue fruto de un esfuerzo desesperado por encontrar un Romanov para ocupar el trono y evitar un golpe de Estado.
No era la única opción pero el Consejo Privado Supremo de Rusia, un órgano ejecutivo formado por familias adineradas, la eligió pensando que sería fácil de manipular.
Se equivocaron.
Aunque Ana firmó un documento con condiciones precisas para que el poder no residiera en sus manos, cuando llegó a Moscú lo rompió, abolió el Consejo y restableció la autocracia.
El palacio de hielo
La nueva emperatriz, sin embargo, tenía poco interés en los asuntos gubernamentales y dependía en gran medida de su amante, Ernst Johann Biron, y de un pequeño grupo de asesores alemanes para administrar el Estado.
Ella, entre tanto, se ocupaba principalmente de entretenimientos extravagantes y diversiones crudas en la corte de San Petersburgo, así como de financiar lujosos proyectos, desde la Academia Rusa de Ciencias -puesta en marcha por Pedro el Grande- hasta la Tsar Kólokol, una de las campanas más grandes del mundo.
En el invierno de 1739-1740 la emperatriz comisionó una obra de fantasía que fusionaba la magia con la ciencia: un palacio completamente amueblado hecho totalmente de hielo, el primero de la historia conocida.
El respetado arquitecto Piotr Eropkin y el científico Georg Wolfgang Krafft utilizaron enormes bloques de hielo, unidos con agua congelada, para construir “la Casa de Hielo” a las orillas del río Neva, entre el Palacio de Invierno y el Almirantazgo.
Detrás de la fachada decorada con delfines con la boca abierta, había una sala en con un reloj, un comedor con platos y comida, una habitación con colchones, mantas, almohadas y cortinas, todo esculpido en hielo y teñido con colores naturales.
El perímetro estaba poblado de fantasmagóricas figuras de pájaros y animales, entre las cuales la más impresionante era un elefante helado de tamaño natural que, según testigos, lanzaba chorros de agua de día y aceite ardiendo de noche, y “podía gritar como un elefante vivo, con el sonido que un hombre con una trompeta escondido en él producía”.
Era una fabulosa extravagancia de la emperatriz para celebrar el reciente triunfo ruso sobre el Imperio Otomano.
Y qué mejor manera de representar la “victoria total de Rusia sobre todos los infieles” que combinando su forma de entretenimiento favorita -concertar y reorganizar matrimonios- y su castigo al príncipe converso.
El príncipe
Para ese entonces, Mikhail Alekseevich Golitsyn llevaba años sin ser príncipe.
Ana I había exiliado a su amada Lucía, poco después de enterarse de su existencia, había cancelado su matrimonio y le había retirado el título, exiguiendo que sólo se le llamara por su nombre de pila, incluso en los documentos oficiales.
Y más tarde, ni siquiera eso.
Tras convertirlo en su bufón, lo apodó Kvasnik, pues lo obligó a pasar sus días sirviendo una bebida tradicional llamada kvas, así como entreteniéndola a ella y sus invitados o a permanecer acurrucado en una canasta al lado de su escritorio.
Pero su estocada final llegó ese invierno de 1740, cuando se le ocurrió la idea de casarlo con una de sus sirvientas, la jorobada Avdotya Buzheninova, quien se le antojó como la más fea.
El 6 de febrero, la infeliz pareja -vestida con trajes de payaso- fue bendecida en una iglesia, metida en una jaula e izada sobre un elefante asiático que los llevó, seguidos por una caravana de embajadores de todas las razas del Imperio ruso, a la Casa de Hielo, donde pasarían su noche de bodas.
Una vez ahí, los obligaron a desnudarse y los encerraron en la habitación, luego de que la zarina los instara a consumar su matrimonio antes de morir congelados.
Pero si lo que había despertado la furia de Ana contra el príncipe y su Lucía había sido que otros se amaran como ella nunca pudo, lo que logró fue inspirar una historia de amor de cuento de hadas.
Cuando Avdotya vio a su nuevo esposo en peligro de muerte, convenció a uno de los guardias de que le diera su abrigo de piel a cambio de la cosa más exquisita que había poseído jamás: un collar de perlas que la emperatriz le había dado como regalo de bodas.
Según el historiador ruso-francés Henri Troyat, salieron de su prisión de hielo al día siguiente con “nada peor que una nariz moquienta y algunas quemaduras por frío”.
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