Alexei Navalny intentó enseñarles a los rusos a “no vivir en la mentira”
La muerte de Navalny desató una reacción nacional que desafía la narrativa oficial de que solo era un extremista; incluso muerto, podría ser aún más peligroso al convertirse en un símbolo de resistencia
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NUEVA YORK.- Durante los 12 años que duró la cruzada de Alexei Navalny contra el gobierno de Vladimir Putin, el presidente ruso evitó mencionar por su nombre al moscardón que lo acosaba, mientras intentaba silenciarlo como fuese, incluso enviando a sus secuaces a asesinarlo. Sin embargo, cuando la noticia de la muerte de Navalny en un remoto centro penitenciario del Ártico fue difundida en los sitios oficiales de la prensa rusa, los informes incluyeron un detalle: que Putin, en ese momento de visita en la ciudad de Chelyabinsk, había sido “informado”.
Muchos medios oficiales también informaron de las reacciones de funcionarios en Occidente, y sobre las discusiones en la Duma, el Parlamento ruso, donde circulaba que Estados Unidos y sus aliados en Europa tratarían de explotar la muerte de Navalny para imponer nuevas sanciones a Rusia.
Ese tratamiento que recibió la muerte de Navalny, con una seriedad generalmente reservada para una crisis nacional, contradice a las claras la farsa del gobierno de que el líder opositor no era más que un delincuente o que para desacreditarlo alcanzaba con calificarlo de terrorista, extremista y nazi, como implicaban los falsos cargos que terminaron enviándolo al campo de trabajos.
Por el contrario y sin quererlo, las reacciones oficiales confirmaron lo que Putin se había esforzado tanto en ocultar: que las incesantes acusaciones de corrupción y mala gestión de Navalny eran un serio desafío político para al gobierno dictatorial de Putin. Y también confirmaron que Navalny muerto podía ser todavía más peligroso.
A diferencia de sus predecesores soviéticos, que cuando estaban en el poder podían apelar a una ideología universalista para justificar la represión, Putin ha tenido que construir su gobierno personal sobre una ilusión de democracia, mientras amañaba las elecciones, sometía a los tribunales a su voluntad y permitía una masiva corrupción. En lugar de criminalizar a la oposición como “agitación y propaganda antisoviética”, Putin debe combatir la disidencia basada en principios, como la de Navalny, con acusaciones y etiquetas inventadas, como “agente extranjero” o “terrorismo”.
Lo que hacía de Navalny un hombre peligroso era que rompía con las mentiras. Y eso podría convertirlo en una figura aún más poderosa: un mártir. Ese es el riesgo que enfrenta el Kremlin cuando sólo falta un mes para las elecciones nacionales, que Putin aspira a presentar como un rotundo respaldo de los rusos a su gobierno y a su guerra contra Ucrania.
Navalny había denunciado la invasión de Ucrania desde el principio. “Ésta es una guerra estúpida que inició Putin”, dijo ante un tribunal de Moscú. Putin creía que podía sofocar la oposición a la guerra encarcelando a sus críticos o enviándolos al exilio. Muchos de los que se oponían a la guerra pertenecían a la intelectualidad urbana, no a las masas provinciales, en general más dispuestas a tragarse la propaganda del Kremlin, que culpa de la guerra a las maquinaciones de Estados Unidos o a supuestas amenazas de Ucrania.
Navalny ponía en palabras el resentimiento y las frustraciones de los rusos de a pie. Su blanco preferido era la corrupción, especialmente el enriquecimiento personal de Putin y sus compinches. Apelaba a la amabilidad, el humor y el coraje, junto con una fundación que produjo una seguidilla de ingeniosos y entretenidos videos de denuncia.
En uno de ellos, realizado para demostrar que el Kremlin estaba detrás de su envenenamiento, Navalny se hace pasar por un funcionario de seguridad ruso para obtener información, notable hazaña del periodismo de investigación en un Estado policíaco. Millones de personas vieron sus vídeos sobre el palacio que se estaba construyendo para Putin y sobre la extravagante casa de campo del expresidente Dimitri Medvedev. Su condena del partido gobernante, Rusia Unida, como “una banda de ladrones y delincuentes” se convirtió en un eslogan imborrable.
Aunque intentó postularse para la presidencia y alentó a sus seguidores a votar contra Putin, Navalny no era un político. Inicialmente miembro del partido opositor Yabloko, rompió con esa agrupación porque él estaba dispuesto a apoyar a cualquier facción que se opusiera a Putin, sin importar su ideología.
Era un cruzado: contra la corrupción, contra el mal, contra la venalidad y siempre, siempre contra Putin. Algo de eso quedó reflejado en una serie de respuestas a las preguntas que le envió Boris Akunin, un popular escritor ruso de novelas de misterio radicado en Gran Bretaña y cuyo arresto fue ordenado recientemente por un tribunal ruso que lo condenó “en ausencia” por “justificar el terrorismo”.
En esas respuestas, Navalny habla de su fe en Dios y en la ciencia, de su amor por la literatura, de su amor por Rusia. Su libro favorito, dijo, era “Las aventuras de Huckleberry Finn”, de Mark Twain, que leyó cuando tenía 10 u 11 años.
“¿Cuál es la mayor fuente del mal?”, le preguntó Akunin. “Lo único que hace falta para que triunfe el mal es la inacción de las buenas personas”, respondió Navalny. ¿Y cuál es la mejor manera de apoyar el bien? “Participar en la batalla del bien contra la neutralidad”.
Ése era su credo: que es imposible mantenerse al margen mientras el mal medra a sus anchas. Los rusos de todos los niveles entienden ese tipo de cruzadas espirituales. Ellos ya supieron convertir a sus escritores y artistas en los opositores más poderosos de los autócratas, haciéndose eco y respondiendo al desafío de Aleksandr Solzhenitsyn de “no vivir en la mentira”.
Sin embargo, mientras que Solzhenitsyn y los disidentes de la era soviética luchaban contra un régimen que negaba la libertad en nombre de una ideología utópica, la batalla de Navalny fue contra aquellos que se aprovecharon de la victoria sobre el comunismo para acumular riqueza y poder.
No puedo evitar odiar feroz y salvajemente a quienes vendieron, desperdiciaron y dilapidaron la oportunidad histórica que tuvo nuestro país a principios de los años 90
La ex KGB entendió la amenaza que representaba Navalny. Trabajaron incansablemente para silenciarlo o mandarlo al exilio, con interminables arrestos por insignificancias, acoso a sus seguidores y finalmente, en 2020, con un infame intento de asesinarlo con un agente nervioso llamado Novichok.
Pero Navalny sobrevivió y al año siguiente regresó a Rusia, sabiendo que Putin probablemente lo enviaría a los campos de trabajo donde languidecen los más importantes disidentes de Rusia, y que allí bien podía morir. Desde 2021 estuvo preso y el año pasado lo enviaron a un campo remoto y notoriamente brutal conocido como Lobo Polar, mucho más allá del Círculo Polar Ártico.
Pero desde ahí Navalny siguió hablando, a través de sus abogados cuando los visitaban ocasionalmente, o a través de su fundación o su familia. El sitio web de Navalny viene haciendo campaña para no permitir que el resultado de las elecciones presidenciales del próximo mes en Rusia sea interpretado como un respaldo popular al gobierno de Putin. “Desbaratemos sus planes y hagamos que nadie se interese por los resultados inventados del 17 de marzo, sino que toda Rusia vea y entienda que la voluntad de la mayoría es que Putin debe irse”, dice el llamamiento.
Todavía es pronto para dimensionar las consecuencias de la muerte de Navalny. En Rusia, gran parte de la oposición organizada ha sido aplastada, arrestada, o subida a un avión y enviada al extranjero. Pero el ascenso de un nuevo mártir hará que las preguntas y acusaciones de Navalny resuenen con más fuerza, y a Putin le costará mucho más sostener el mito de que es un servidor de la grandeza rusa.
Navalny no tenía miedo al sufrimiento y decidió luchar por lo que creía. “Creo en el amor verdadero”, le dijo a Akunin. “Creo que Rusia será libre y feliz. Y no creo en la muerte”.
Por Serge Schmemann
Traducción de Jaime Arrambide
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