Alexander Lukashenko, el implacable y último dinosaurio de la era soviética
PARÍS.– Es el último dinosaurio de la era soviética. En el poder desde 1994, Alexander Lukashenko, presidente de Belarús, representa a la perfección el puñado de autócratas que hacen lo imposible para no desaparecer: despiadados, inescrupulosos, implacables, brutales, desalmados, arrogantes y oportunistas. Pero jamás eternos.
Bastó para que apareciera en su residencia de Minsk, en uniforme negro y una kalachnikov en la mano, para que toda Belarús, en vez de temblar de miedo, lanzara una carcajada. Era el 23 de agosto pasado. A pocos metros de allí, una inmensa muchedumbre —más de 100.000 personas— se había vuelto a reunir en la plaza de la Independencia para llamarlo a renunciar.
A pesar de no correr ningún peligro, Lukashenko, el hombre que juró que jamás dejaría el poder, aterrizó ese día en helicóptero en el predio del palacio, con su hijo de 15 años armado hasta los dientes pisándole los talones. Después de preguntar que hacían esas “ratas” ahí desapareció en la residencia, sin leer, con toda seguridad, los insultos que inundaban las redes sociales.
Sin embargo, por primera vez en casi tres décadas, algo se había roto ese día en la perfecta mecánica montada por el dictador. Para ganar la elección presidencial del 9 de agosto, había tenido que organizar un fraude de inédita amplitud. Pero los resultados fueron límpidos: su adversaria, Svetlana Tsikhanovskaïa, ganó con toda seguridad en la primera vuelta.
De nuevo bajo la lupa internacional por desviar un vuelo comercial, en el pasado ni las manifestaciones masivas, ni las sanciones internacionales fueron suficientes para convencerlo de que era hora de partir. Con apenas 67 años, Lukashenko dirige con mano de hierro su país desde 1994, dos años menos que su homólogo tayiko, Emomali Rahmon, recordman del espacio posoviético.
Como siempre, volvió a acordarse su score tradicional: 80% de los votos, una cifra que sus administrados recibieron como una bofetada. Como siempre también, las gigantescas manifestaciones que sus matracas no conseguían dispersar lo dejaron imperturbable, mientras que la televisión, controlada por los “especialistas” llegados de Rusia, nunca mostraron un atisbo de realidad.
Justamente, en medio de esa turbulencia popular, donde incluso los obreros de las fábricas de vehículos agrícolas y militares —fieles entre los fieles— parecieron abandonarlo, la permanencia del autócrata en el poder respondió al apoyo de Moscú y a la lealtad indefectible de sus fuerzas de seguridad y sus servicios secretos (KGB), los mismos que organizaron anteayer el secuestro del avión de la empresa Ryanair para apoderarse del joven opositor de 26 años, Roman Protassevitch.
Sovietismo y populismo
Sin embargo, aunque ahogada en la sangre, las torturas y las persecuciones, la protesta popular ha dejado una profunda huella. Los esfuerzos del dictador por convencer a la opinión se han. vuelto vanos. Su lenta agonía aparece como una caricatura, un condensado de su interminable reino de 27 años. Lukashenko implora, promete y amenaza con esa voz ridículamente aguda que es su marca de fábrica, pero nadie lo escucha. Incluso su legendaria habilidad de navegar entre Este y Oeste comienza a parecer un truco de prestidigitador en el que ya nadie cree: sus acusaciones de injerencia rusa como las de una inminente invasión de la OTAN solo suscitan sonrisas de complacencia.
Pero sería reductor resumir a eso su personalidad y el sitio particular que ocupó Lukashenko en la historia de su país. Con el, es todo un mundo que hace lo posible por no desaparecer, mezcla singular de sovietismo y populismo de vanguardia.
Con frecuencia presentado erróneamente como un hombre de la tierra, Alexander Lukachencho es originario de la región de Moguilev. Huérfano de padre, fue director de un sovkoze, una granja colectiva, entre 1987 y 1990. Uno de sus “galones de guerra” fue el hecho de haber propinado una golpiza con sus propias manos a un tractorista “perezoso”. Por lo demás, su carrera fue la de un apparatchik más del Partido Comunista, activo en el adoctrinamiento ideológico de los trabajadores.
En 1990, diputado del Consejo Supremo de la República Bielorrusa, se incorporó al grupo de “comunistas para la república”. Poco conocido del público, se impuso en la elección presidencial de 1994, forjándose la imagen de un hombre de carácter, consagrado a la lucha contra la corrupción y paseándose con una maleta que supuestamente contenía las “pruebas” de esa corrupción.
Pocos días antes de la votación, se presentó como la supuesta víctima de un intento de asesinato, la primera de una larga lista de mentiras.
Los elementos que formarían el zócalo de su modelo autoritario y social se ensamblaron con una sorprendente celeridad. En 1996, el joven mandatario cambió en su beneficio la Constitución, agregando dos años a su mandato. En 1999 y 2000, tres de sus principales adversarios desaparecieron, probablemente asesinados.
Singularidad
Pero, en esa región del mundo donde el endurecimiento autoritario es casi una banalidad, la singularidad de Lukashenko reside en otra característica: mientras que sus homólogos venden a sus pueblos la modernización y la apertura al mundo, el autócrata bielorruso asume un discurso que estimula la nostalgia soviética. Tanto, que en 1995, otorgó al ruso estatus de lengua oficial de Belarús y restableció una bandera inspirada en el periodo soviético.
Lukashenko no solo aplicó el sovietismo por su folklore sino que practicó una política social realmente protectora, en particular con los obreros. Las fábricas menos rentables fueron mantenidas a flote con masivas subvenciones, el empleo y los salarios garantizados.
Todo esto no impidió la prevaricación. Pronto, una pequeña casta en la cúpula del Estado se apoderó del 75% de la economía del país. No obstante, la estabilidad de ese país protegido de los tormentos exteriores, donde se mantiene el orden incluso con la pena de muerte, le permitió contar con el apoyo de Rusia, que subvenciona masivamente la economía gracias a la provisión de petróleo a precios reducidos, que las refinerías bielorrusas venden después a Europa.
El vínculo con Moscú
Pero como nada es eterno. Sus políticas oportunistas frente a Moscú provocaron el fin progresivo de ese sistema, colocando en dificultades al autócrata, incapaz de mantener a flote su Estado social.
El modelo de Lukashenko, apodado “batka” —el “papá” de la nación— implica también una conducta perfectamente autoritaria del país. La cumbre del Estado es opaca, con rotación frecuente de cuadros que permite calmar las ambiciones. El KGB es todopoderoso. Los medios amordazados, la oposición marginalizada, reprimida, y las elecciones trucadas.
Los verdaderos problemas comenzaron en la década de 2010, con los movimientos democráticos en Europa Central, sobre todo en Ucrania, y la brutal respuesta dada por Moscú. Porque, desde siempre, Lukashenko hace lo posible por evitar una mayor integración de su país con Rusia, perspectiva que aceptó, sin embargo, al firmar en 1999 un tratado de unión.
Aprovechando la crisis desencadenada por la anexión de Crimea y la agitación en el este de Ucrania, el dictador bielorruso tomó distancias con Moscú. Imponiéndose como mediador en el Dombass, también ganó las simpatías de Occidente y obtuvo incluso el levantamiento de sanciones europeas cuando liberó sus últimos prisioneros políticos. No obstante, esperó en vano los miles de millones que podrían haber salvado a su régimen de la bancarrota.
Pero como la vida suele ser un eterno recomenzar: tras la brutal represión desatada en las últimas elecciones, las sanciones regresaron y Lukashenko no tuvo más remedio que volver a solicitar el paraguas protector de Moscú.
“Todo antes que abandonar, que terminar echado de su país, en una casa de las afueras de Moscú, como le sucedió a su homólogo ucraniano Viktor Ianukovitch”, analiza la especialista francesa Marie Mendras.
Tras 27 años de poder, aquel que la ex secretaria de Estado norteamericana Condolezza Rice calificó de “último dictador de Europa”, sigue siendo igual a sí mismo. Su último objetivo: imponer a su hijo Viktor como sucesor. Mismo bigote, mismo corte de pelo, mismo gusto por la represión… A los 45 años, Viktor Lukashenko es el clon de su padre. Al punto que éste se apresta a modificar la ley para transferir el poder ejecutivo al Consejo de Seguridad Nacional, donde su vástago reina desde 2007.
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