Aislamiento, exilio y controles por Whatsapp: la represión en Nicaragua en primera persona
Un relato desde Managua sobre cómo Daniel Ortega y Rosario Murillo sembraron el miedo en la sociedad hasta convertir a sus críticos en fantasmas
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El periodista que escribió este reportaje desde Managua no puede firmarlo por motivos de seguridad
MANAGUA.- Nicaragua es un país dominado por el miedo; un país tomado por un Estado policial; un país en el que incluso agitar el azul y blanco de la bandera puede ser visto como un delito, al igual que decir misa en una iglesia rural o celebrar el triunfo de una reina de la belleza. Las expulsiones, la prohibición de regresar, las penas de cárcel, las confiscaciones, el hostigamiento, las amenazas y, en cientos de casos, la pérdida de la nacionalidad son castigos habituales bajo un régimen, impuesto por Daniel Ortega y Rosario Murillo, que no tolera ningún atisbo de disenso.
Es por ello que, como periodista, escribo bajo la condición de anonimato. Este artículo compone un fresco de esas catacumbas que habitan los que se oponen al régimen. Las fuentes consultadas son periodistas, religiosos católicos, exintegrantes de partidos políticos o miembros activos de movimientos surgidos a raíz de la rebelión. Son ciudadanos que piden ser citados con seudónimos para protegerse a sí mismos y a sus familias. Sus testimonios muestran a una oposición interna desarticulada, inactiva, y sobre todo temerosa, incluso después de haber huido del país.
“Dios me libre de ser periodista”
Lucy, de poco más de 50 años, no va al cine desde hace cinco años por temor a lo que le pueda pasar en un lugar público. Es periodista y crítica con el gobierno, un cóctel prohibido. Incluso algo tan sencillo y aparentemente de menor importancia le resulta “doloroso”. Ir a ver películas era su pasatiempo favorito antes de las protestas de 2018, cuando estuvo involucrada en varios movimientos opositores activos en las marchas contra el sandinismo. Después, participó en los comités de ayuda a los familiares de los asesinados, los heridos y de los presos políticos.
Cuando la conocí, a mediados de 2019, entregaba víveres en la cárcel La Modelo, de Tipitapa, en la periferia de Managua. Se despertaba de madrugada y recogía en su vehículo a las madres de los presos políticos que vivían lejos para darles un aventón a prisión. Lucy tuvo que retirarse de los movimientos de solidaridad cuando la represión se agudizó. Pero su rostro había sido visto en la cárcel en su ciudad, donde ayudó a convocar a marchas. Entonces, decidió desaparecer. “Vivo lo más encerrada posible”, reconoce esta opositora que se cambió de domicilio hace dos años. Ahora solo sale de casa para asistir a eventos familiares.
“No salgo a lugares públicos porque no quiero encontrarme con gente que conozco afín al régimen”, justifica. De hecho, muchos de sus conocidos creen que se fue de Nicaragua, que se exilió o que migró a Estados Unidos, como han hecho más de 600.000 ciudadanos desde que estalló la crisis. Su mayor temor es que los simpatizantes sandinistas la reconozcan y denuncien que está en el país. La consecuencia sería inmediata: detención o destierro.
Por supuesto, la decisión de quedarse implicó dejar de ejercer su profesión. “Dios me libre de decir que soy periodista”, relata, como si serlo fuera un delito. Los periodistas que permanecemos en Nicaragua somos pocos y tomamos medidas similares a las que ha tomado ella: no publicar en redes sociales ni en grupos de WhatsApp nada relacionado con el gobierno de Ortega ni asistir a reuniones con otros colegas o gremios críticos que aún quedan en el país. El último informe de la Fundación por la Libertad de Expresión y Democracia, publicado en octubre de 2023, reveló que al menos 222 periodistas han sido forzados a exiliarse debido al acoso y la represión.
El 3 de mayo pasado, la policía ejecutó una cacería masiva de opositores. Decenas de oficiales se desplegaron por 13 de los 15 departamentos y dos regiones autónomas de Nicaragua en redadas simultáneas un poco antes de las seis de la tarde. En cuestión de horas, capturaron a 57 ciudadanos, entre ellos informadores, activistas políticos y líderes campesinos. Fueron llevados de inmediato a Managua para acusarlos en sesiones secretas. En las 12 horas en las que estuvieron detenidos fueron interrogados. A primera hora de la mañana, los devolvieron a sus domicilios con la condición de presentarse periódicamente ante las autoridades policiales. Cada cierto tiempo firman un documento que hace constar que se encuentran en Nicaragua, bajo control.
Durante la redada, me oculté por precaución. Dormí varios días fuera de mi casa. Temía que la policía me buscara. No es la primera vez que me escondo para evitar ser capturado. A mitad de 2022, cuando persiguieron y allanaron las viviendas de un equipo periodístico de La Prensa, viví en otro domicilio durante meses. Pero regresé. La nostalgia por ver a mi familia pudo más que el miedo de ser arrestado.
Uno de los detenidos en aquella redada fue Juan, un opositor de un departamento del norte que estuvo involucrado en las protestas de 2018. Conocí a Juan en esos días convulsos, cuando me relató su versión del ataque de la policía contra unos manifestantes que habían bloqueado las vías de acceso de una carretera del pueblo, en el que tres jóvenes fueron asesinados a balazos. En aquel momento, lo entrevisté en una casa clandestina, mientras afuera rondaban patrullas.
Cuando lo llamé para esta crónica, Juan me dijo que ya no se metía “en esos temas” y terminó la conversación. EL PAÍS intentó comunicarse con otras personas que fueron detenidas durante la redada masiva en mayo, pero ninguno quiso hablar al respecto. “Hemos decidido que mejor estar quietos y callados que irnos al exilio”, asegura Lucy, quien aclara: “Lo cierto es que la gente tiene tanto miedo que ya no quiere ni denunciar cuando un familiar ha sido apresado por razones políticas”.
La toma de los municipios
La última vez que conversé con Julio, un campesino de 60 años del centro del país, estaba trabajando en su finca junto a su familia. El pueblo donde vivía era de los más opositores al gobierno de Ortega. Cuando llegué a su casa a principios de 2021, él pertenecía a un partido político liberal que hasta entonces había ganado todas las elecciones en las que había participado. El sandinismo nunca había gobernado allí.
Julio solía reunirse en su casa con otros colegas para hablar de política. Decía sin temor que su pueblo debía “ser un ejemplo para que en toda Nicaragua deje de haber miedo en contra de los tiranos”. Pero todo cambió con los resultados de las elecciones municipales de noviembre de 2022, cuando las 153 alcaldías del país quedaron en poder del sandinismo, acelerando la implantación de un régimen de partido único, en unos comicios sin oposición real después de que varios partidos fueran inhabilitados. “Cuando perdimos la alcaldía, me empezaron a acosar los militantes sandinistas. Los policías llegaban a parquearse afuera de mi casa, a amenazarme para que no siguiera en política”, recuerda Julio.
En febrero de 2022, unos encapuchados entraron a una parcela donde sembraba maíz. Sin decirle una palabra, lo tiraron al suelo, lo redujeron con las manos en la espalda, se llevaron su celular para revisarlo y lo amenazaron de muerte si continuaba en política. “Ahí decidí apartarme del partido porque no quería caer preso ni que me mataran”, continúa.
En septiembre de ese año, emigró a Estados Unidos, pero no le ha ido bien. Se cayó mientras trabajaba, se quebró el hueso de la pelvis y estuvo cuatro meses postrado en cama, recuperándose. “Estoy con la esperanza de volver, pero miro que cada vez está más difícil la situación”, dice Julio por teléfono desde Indianápolis.
—¿Cómo se encuentra la oposición en Nicaragua? –le pregunto.
—Desactivada… porque esta gente [Ortega y Murillo] son satánicos. Solo ellos quieren tener las organizaciones [políticas]. Para nosotros no hay nada. No hay forma de tener un espacio. Tantito se dan cuenta de algo, y ya buscan cómo neutralizarte.
El miedo de los sacerdotes
Miedo. Es lo que vivieron los sacerdotes católicos cuando la policía perpetró una cacería a principios de octubre pasado en la que capturaron a seis párrocos del norte del país. Después se produjo otra, las pasadas Navidades, que acabó el pasado domingo con la expulsión de los 17 sacerdotes y seminaristas arrestados y de dos obispos: Isidoro Mora y Rolando Álvarez, símbolo de la resistencia contra Ortega y Murillo que llevaba detenido desde agosto de 2022. Todos fueron desterrados a Roma. Una fuente policial me contó que las capturas de octubre se dieron después de que la periodista australiana Prue Lewarne, de la cadena SBS News, publicase una entrevista con un cura —sin mostrar su rostro ni identificarlo— en la que habló sobre la represión que vive la Iglesia católica en Nicaragua. Las detenciones se hicieron para identificar quién habló con ella, según esa fuente.
La Iglesia católica se ha convertido en un blanco de la represión. Luego de arrasar con los opositores —más de 1.300 han sido encarcelados en los últimos cinco años y al menos 300 desterrados—, y de eliminar partidos políticos y más de 3000 ONG, el Gobierno de Ortega enfiló sus ataques contra los obispos y sacerdotes críticos. La investigadora Martha Patricia Molina lleva un registro detallado de las agresiones. Hasta finales de 2023 había registrado 275 agresiones, la cifra más alta desde que se inició esta sistematización de datos a raíz de la crisis política de 2018.
Los sacerdotes han sido objeto de vigilancia permanente y también se han documentado daños a iglesias, disparos con armas de fuego, cobros exorbitantes, cortes de servicios básicos, incendios, saqueos, suspensión de misas, confiscaciones e inmovilización de cuentas bancarias a organizaciones católicas. Además, más de 100 curas han sido expulsados de Nicaragua.
El pasado 7 de diciembre, caminé por mi barrio mientras se celebraba una de las tradiciones católicas más importantes y masivas del país: La Gritería. Miles de personas salen a las calles para cantarle a imágenes de la Virgen María colocadas en altares de las casas. Luego del canto, los anfitriones dan un brindis a cambio de un dulce, un jugo, una caja de fósforos, pitos, cintillos, nacatamales o panas de plástico. Era un día atípico para los católicos nicaragüenses, porque varias de las procesiones, por ejemplo las de Semana Santa, fueron suspendidas por la policía. La Gritería, sin embargo, aún está tolerada.
Control a través de WhatsApp
Roberto es un joven activista político de un movimiento que surgió en 2018. Fue uno de los organizadores de las marchas en el pueblo donde residía. En los primeros meses de la revuelta, fue capturado junto a otros miembros de su familia y condenado a cinco años de cárcel acusado de “atentar contra miembros de la Policía Nacional”.
Salió seis meses después, en junio de 2019, con una ley de amnistía que aprobó la Asamblea Nacional para quienes fueron encarcelados durante las protestas. Pero eso no significó el fin del acoso. “Me quedé con la marca de preso político”, lamenta Roberto, de veintipocos años. De hecho, fue capturado cuatro veces más, aunque en ninguna ocasión pasó una noche en la cárcel. “Me capturaban y me liberaban rápido… solo me decían que no me siguiera metiendo en más problemas”, cuenta.
Roberto continuó reuniéndose a escondidas con varios jóvenes activistas, mientras las patrullas de la policía asediaban su casa. “Siempre llegaban en las fechas conmemorativas de la rebelión porque no querían dejarme salir de la casa… Pero nunca me agarraron en ninguna reunión política”, dice.
Un día llegó a su casa un inspector policial. El hombre le amenazó: “No te metás a problemas o vas preso”. El policía le dijo que a partir de ese día se reportara mensualmente a través de WhatsApp. Un día específico del mes, Roberto le enviaba una fotografía y la ubicación donde se encontraba al inspector. “Si vos no me contestás, llega la patrulla de inmediato a tu casa”, le advirtió el hombre.
Roberto se reportó con el inspector durante cuatro meses, hasta que a mediados de septiembre hubo una redada en la que capturaron a varios colegas de su movimiento político. “Pensé que venían por mí”, rememora Roberto. Y huyó del país al día siguiente.
Semanas después, logró cruzar de forma irregular a Estados Unidos. Ahora está en Texas, donde trabaja en la construcción. Una tarde, sin embargo, le llegó un mensaje del inspector. Roberto había olvidado que ese día le tocaba reportarse. Le contó todo, y este le respondió que necesitaba una foto y la dirección exacta de su domicilio en Texas. Con algo de temor, Roberto le escribió el último mensaje para terminar la conversación: “Podés mandar la patrulla a la casa para que mirés que ya no estoy en Nicaragua”.
El temor de Roberto, como el de la mayoría de emigrantes y exiliados, no acabó al cruzar la frontera de Estados Unidos. Pese a estar a miles de kilómetros de distancia, no quiere que lo identifiquen y habla todavía bajito por teléfono porque tiene miedo de lo que puedan sufrir su esposa y sus dos pequeños hijos, que todavía están en Nicaragua. Con la oposición interna arrasada, la nueva estrategia de Ortega y Murillo para sembrar el terror se ha volcado contra los familiares de los críticos que tuvieron que huir. En las últimas semanas, por ejemplo, y coincidiendo con la Navidad, se prohibió la entrada y salida del país a allegados de disidentes, dejando a familias enteras divididas y en un limbo. Sucedió también con la ganadora de Miss Universo, Sheynnis Palacios, y con la propietaria de la franquicia de Miss Nicaragua, Karen Celebertti, y su familia.
Es la misma impotencia que sienten los feligreses cuando apresan al sacerdote de su parroquia, la sensación de vacío que se experimenta una familia cuando la policía tumba la puerta de una casa para llevarse detenido a uno de sus miembros por oponerse al régimen. Ortega y Murillo han hecho de Nicaragua un país silenciado por el miedo, un lugar donde gobierna la represión.
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