Durante el enfrentamiento, murieron 2500 soldados estadounidenses, 450 británicos y 60.000 afganos
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Después de 20 años en el país, las fuerzas de Estados Unidos y Reino Unido se retiran de Afganistán. Los restantes 3000 hombres y mujeres que prestan servicio allí empezaron a abandonar el país, para completar la retirada el próximo 11 de septiembre. La fecha es significativa.
Serán exactamente 20 años desde que al Qaeda perpetró los ataques del 11-S, planeados y dirigidos desde Afganistán, que motivaron la respuesta de una coalición encabezada por EE.UU. que removió al Talibán del poder y temporalmente sacó a al Qaeda del país. El costo de esa intervención militar y de seguridad de 20 años ha sido astronómicamente alto, en vidas, sustento y dinero. Más de 2500 soldados de EE.UU. murieron y más de 20.000 resultaron heridos, además de 450 bajas británicas y cientos más de otras nacionalidades.
Pero son los afganos los que se han llevado la peor parte de las bajas, con más de 60.000 miembros de sus fuerzas de seguridad muertas y casi el doble de víctimas civiles.
Se estima que el costo financiero para el contribuyente estadounidense llega casi a la impresionante cifra de US$1.000.000.000.000 (un billón de dólares).
Así que la complicada pregunta que hay que hacer es: ¿valió la pena? La respuesta depende de la vara con que se está midiendo.
Bin Laden
Demos primero un paso atrás y consideremos por qué las fuerzas de Occidente invadieron en primer lugar y qué pretendieron lograr. Durante cinco años, entre 1996-2001, un grupo transnacional designado como terrorista, al Qaeda, pudo establecerse en Afganistán, al mando de su carismático líder, Osama Bin Laden.
La organización armó campamentos de entrenamiento de extremistas, inclusive experimentando con gas venenoso con perros, y reclutaron y adiestraron a unos 20.000 yihadistas voluntarios de todo el mundo.
El grupo también dirigió el doble ataque contra las embajadas de EE.UU. en Kenia y Tanzania en 1998, en los que murieron 224 personas, la mayoría civiles africanos. Al Qaeda pudo operar con impunidad en Afganistán porque recibía protección del gobierno de la época: el Talibán, que habían tomado el control de todo el país en 1996, tras la retirada del Ejército Rojo soviético y los subsiguientes años de guerra civil.
Washington, a través de sus aliados sauditas, intentaron persuadir al Talibán de que expulsara a al Qaeda, pero estos rehusaron hacerlo. Después de los ataques de septiembre de 2001, la comunidad internacional solicitó al Talibán que entregara a los responsables pero, una vez más, el Talibán se negó.
Así que, el siguiente mes, una fuerza afgana anti-Talibán conocida como la Alianza del Norte avanzó hacia Kabul, apoyada por fuerzas estadounidenses y británicas, desalojando al Talibán del poder y forzando a al Qaeda a huir por la frontera a Pakistán. Altas fuentes de seguridad le confirmaron a la BBC que desde ese momento no hubo un solo ataque terrorista internacional exitoso que haya sido planeado desde Afganistán.
Así que, usando puramente la medida de antiterrorismo internacional, la presencia militar y de seguridad occidental logró su objetivo. Pero esa, por supuesto, sería una medida extremadamente simplista que ignora el enorme costo que este conflicto cobró -y sigue cobrando- a los afganos, tanto civiles como militares.
Legado
20 años después, el país todavía no logra la paz. Según el grupo de investigación Action on Armed Violence (Acción contra la violencia armada), en 2020 hubo más afganos muertos por dispositivos explosivos que en cualquier otra parte del mundo. Al Qaeda, Estado Islámico (EI) y otros grupos milicianos no desapareció, están resurgiendo y sin duda están alentados por la inminente retirada de las restantes fuerzas occidentales.
En 2003, durante una misión a la remota base estadounidense de artillería en la provincia de Paktika, se recordó al veterano de la BBC, Phil Goodwin, manifestando sus dudas sobre el legado que la presencia militar de la coalición dejaría atrás. “En 20 años”, vaticinó, “el Talibán estará de vuelta en control en la mayoría del sur”. Hoy día, tras las conversaciones de paz en Doha y los avances militares sobre el terreno, están a punto de jugar un papel decisivo en el futuro de todo el país.
Sin embargo, el general Nick Carter, jefe militar conjunto de Reino Unido, que prestó servicio allí varias veces, señala que “la comunidad internacional ha construido una sociedad civil que cambió el cálculo del tipo de legitimidad popular que busca el Talibán”.
“El país se encuentra en un mejor sitio que en 2001”, afirmó y agregó: “Y el Talibán ha adquirido una mente más abierta”. El doctor Sajjan Gohel, de la Fundación Asia Pacífico, tiene un punto de vista un poco más pesimista.
“Hay una legítima preocupación”, comentó, “que Afganistán pueda regresar a ser el caldo de cultivo del extremismo que fue en los años 1990”. Es una preocupación compartida por muchas agencias de inteligencia de Occidente. Gohel explicó que “ahora habrá una nueva oleada de combatientes terroristas extranjeros de Occidente que viajarán a Afganistán para recibir entrenamiento. Pero Occidente será incapaz de lidiar con el problema porque la retirada de Afganistán ya se habrá completado”.
Es posible que esto no sea inevitable. Dependerá de dos factores: primero, si un Talibán triunfante permite las actividades de al Qaeda y EI en las regiones que tiene bajo su control y, segundo, el grado al cual la comunidad internacional esté preparada para luchar contra ellos cuando ya no tenga los recursos en el país.
De manera que el futuro panorama de seguridad en Afganistán es opaco. La nación que las fuerzas occidentales abandonarán en septiembre está lejos de ser segura. Pero pocos hubieran vaticinado, en los agitados días después de S-11, que permanecerían tanto tiempo como dos décadas.
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