Adelanto en LA NACION de Una tierra prometida, las memorias de Barack Obama
WASHINGTON.– El exmandatario norteamericano Barack Obama lanzará el próximo martes el primer volumen de su memorias presidenciales, A Promised Land (Una tierra prometida), en el que narra desde sus tempranas aspiraciones políticas hasta el triunfo de 2008 y los entresijos de su gestión.
Según los adelantos editoriales, Obama lleva a los lectores al interior de la Oficina Oval y de la Sala de Crisis de la Casa Blanca, a Moscú, El Cairo y Pekín, entre otros lugares, mientras reflexiona sobre los alcances y límites del poder. "Lo más preocupante de todo esto puede ser que nuestra democracia parece estar al borde de la crisis", alerta el expresidente en el primer tomo.
A continuación, un fragmento en exclusiva para LA NACION del capítulo 21 del libro, que publica el grupo editorial Penguin Random House.
El ambiente de nerviosismo que reinaba en el Congreso no era la única razón por la que esperaba tener la legislación sobre topes e intercambios de emisiones a punto para diciembre: ese mismo mes estaba prevista la celebración en Copenhague de una cumbre sobre cambio climático auspiciada por la ONU. Tras ocho años durante los cuales, bajo la presidencia de George W. Bush, Estados Unidos se había ausentado de las negociaciones internacionales en torno al clima, las expectativas en el extranjero estaban por las nubes. Y yo difícilmente podía instar a otros gobiernos a actuar de forma agresiva contra el cambio climático si Estados Unidos no predicaba con el ejemplo.
[...] Bastantes dificultades estábamos teniendo para conseguir que el Senado elaborase un proyecto de ley doméstico sobre el clima. Barbara Boxer y John Kerry, el senador demócrata por Massachusetts, llevaban meses redactando una posible legislación, pero habían sido incapaces de encontrar algún par republicano dispuesto a respaldarla con ellos, lo que ponía de manifiesto que era poco probable que el proyecto de ley saliese adelante, y haría necesaria una nueva estrategia más centrista.
[...] Entretanto, nos preparábamos para lo que se avecinaba en Copenhague. Con la expiración del Protocolo de Kioto prevista para 2012, desde hacía ya un año se venían desarrollando negociaciones auspiciadas por la ONU para un tratado que le diese continuidad, con el objetivo de alcanzar un acuerdo a tiempo para la cumbre de diciembre. Sin embargo, nosotros no nos inclinábamos por firmar un nuevo tratado que se inspirase en exceso en el original. Mis asesores y yo teníamos dudas sobre el diseño regulatorio del Protocolo de Kioto; en particular, sobre el uso de un concepto conocido como «responsabilidades comunes pero diferenciadas», que hacía recaer la carga de recortar las emisiones de gases de efecto invernadero casi en exclusiva sobre las economías avanzadas y que hacían un uso intensivo de energía, como las de Estados Unidos, la Unión Europea y Japón.
[...] El problema era que el Protocolo de Kioto había interpretado que «responsabilidades diferenciadas» significaba que potencias emergentes como China, la India y Brasil no tenían ninguna obligación vinculante de reducir sus emisiones. Esto quizá fuese razonable cuando se redactó el protocolo, doce años atrás, antes de que la globalización transformase por completo la economía mundial. Pero en medio de una brutal recesión, y con los estadounidenses ya furiosos por la continua marcha de puestos de trabajo a otros países, un tratado que impusiese restricciones medioambientales a las fábricas domésticas sin pedir una actuación análoga a las que operaban en Shanghai o Bangalore no iba a ser aceptable.
[...] Necesitábamos una nueva estrategia. Gracias al inestimable asesoramiento de Hillary Clinton y Todd Stern, enviado especial para el cambio climático del Departamento de Estado, mi equipo preparó una propuesta para un acuerdo provisional de menor calado, basada en tres compromisos compartidos. En primer lugar, el acuerdo exigiría que todos los países –incluidas potencias emergentes como China y la India– presentasen un plan propio para reducción de gases de efecto invernadero. El plan de cada país podría diferir en función de su riqueza, perfil energético y estadio de desarrollo, y se revisaría a intervalos periódicos a medida que aumentasen las capacidades económicas y tecnológicas de dicho país. En segundo lugar, aunque estos planes no serían de obligado cumplimiento bajo el derecho internacional como sí lo son las obligaciones de los tratados, cada país aceptaría la adopción de medidas que permitiesen a las demás partes firmantes verificar de forma independiente que estaba cumpliendo con las reducciones que se había autoimpuesto. En tercer lugar, los países ricos proporcionarían a los pobres miles de millones de dólares en ayudas para mitigar y adaptarse al cambio climático, siempre que estos últimos cumpliesen sus compromisos (mucho más modestos).
[...] Cuando llegó diciembre y se inauguró la conferencia de Copenhague, parecía como si mis peores temores se estuvieran haciendo realidad. En el ámbito interno, aún estábamos esperando a que el Senado pusiese fecha a la votación sobre la legislación de topes e intercambios de emisiones, mientras que en Europa la negociación del tratado había llegado a un primer punto muerto.
[...] "¿Alguien se ha parado a pensar –pregunté– la cantidad de dióxido de carbono que estoy soltando en la atmósfera a consecuencia de estos viajes a Europa? Estoy bastante seguro de que, entre los aviones, los helicópteros y las comitivas, tengo la mayor huella de carbono de cualquier persona en todo el maldito planeta".
"Mmm... probablemente sea así". Encontró el partido que buscábamos, subió el volumen y añadió: "Quizá sea preferible que no lo menciones mañana en tu discurso".
Cuando llegamos a Copenhague, la mañana era oscura y gélida, y las carreteras que llevaban hacia la ciudad estaban envueltas en neblina. El lugar donde se celebraba la conferencia parecía un centro comercial reconvertido. Nos vimos deambulando por un laberinto de ascensores y pasillos (en uno de los cuales, por algún motivo incomprensible, había toda una fila de maniquíes) hasta reunirnos con Hillary y Todd para que nos pusiesen al tanto de la situación. Como parte de la propuesta de acuerdo provisional, había autorizado a Hillary a comprometerse a que Estados Unidos redujese sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 17 por ciento para 2020, y que destinaría diez mil millones de dólares al Fondo Verde del Clima, del total de cien mil millones que aportaría la comunidad internacional, para ayudar a los países pobres en sus esfuerzos de mitigación y adaptación al cambio climático. Según Hillary, los delegados de una serie de países habían mostrado interés en nuestra alternativa, pero, de momento, los europeos seguían optando por un tratado plenamente vinculante, mientras que China, la India y Sudáfrica parecía que se contentaban con dejar que la conferencia acabase en fracaso y culpar de ello a los estadounidenses.
"Si puedes convencer a los europeos y a los chinos de que respalden un acuerdo provisional –dijo Hillary–, entonces es posible, incluso probable, que el resto del mundo haga lo propio".
[...] Aparte de mí, el actor más importante presente allí ese día era el primer ministro chino, Wen Jiabao.
[...] Ahí estaban la mayoría de los líderes clave, entre ellos Angela Merkel, Nicolas Sarkozy y Gordon Brown, todos con la misma somnolienta mirada de frustración. Querían saber por qué, ahora que Bush ya no estaba y que mandaban los demócratas, Estados Unidos no podía ratificar un tratado del estilo del Protocolo de Kioto. En Europa, decían, hasta los partidos de extrema derecha aceptan la realidad del cambio climático. ¿Qué les pasa a los estadounidenses? Sabemos que los chinos son un problema, pero ¿por qué no esperar a un acuerdo futuro para obligarlos a ceder?
[...] Miré mi reloj.
–¿A qué hora es mi siguiente reunión con Wen?
–Ese es el otro problema, jefe –dijo Marvin–, no encontramos a Wen.
Me explicó que cuando nuestro equipo se había puesto en contacto con sus homólogos chinos, les habían dicho que Wen iba ya camino del aeropuerto. Circulaban rumores de que en realidad seguía en el edificio, en una reunión con los otros líderes que habían estado oponiéndose a que se supervisasen sus emisiones, pero no habíamos podido confirmarlo.
[...] Hace tiempo ya –dijo, con aspecto de chica formal que ha decidido soltarse la melena–.
[...] "¿Tienes un momento para mí, Wen?", dije en voz alta, mientras veía cómo el líder chino se quedaba boquiabierto por la sorpresa. A continuación, recorrí la mesa dándole la mano a cada uno de ellos. "¡Caballeros! Los he estado buscando por todas partes. ¿Qué tal si intentamos llegar a un acuerdo?"
[...] –Señor primer ministro, se nos acaba el tiempo –dije–, así que permítame que vaya al grano. Imagino que, antes de que yo entrase en esta sala, el plan era que todos ustedes se fuesen de aquí y anunciasen que Estados Unidos era responsable del fracaso a la hora de alcanzar un nuevo acuerdo. Creen que si se resisten durante un tiempo suficientemente largo, los europeos desistirán y firmarán otro tratado del estilo del de Kioto. Lo que ocurre es que yo les he explicado con toda claridad que no puedo hacer que nuestro Congreso ratifique el tratado que ustedes quieren. Y no hay ninguna garantía de que los votantes europeos, canadienses o japoneses vayan a estar dispuestos a seguir colocando a sus industrias en situación de desventaja competitiva y a seguir dando dinero para ayudar a los países pobres a lidiar con el cambio climático mientras los mayores emisores del planeta se desentienden de la situación.
[...] Una vez que los intérpretes terminaron de transmitir mi mensaje, el ministro chino de Medioambiente, un hombre fornido, de cara redonda y con gafas, se puso en pie y empezó a hablar en mandarín, elevando la voz y gesticulando en mi dirección, con el rostro enrojecido por la indignación. Así siguió un par de minutos, sin que el resto de los presentes tuviésemos muy claro qué pasaba, hasta que el primer ministro Wen levantó una mano fina y venosa y el ministro se sentó de forma abrupta. Reprimí las ganas de reír y miré a la joven china que hacía de intérprete para Wen.
–¿Qué ha dicho mi amigo? –pregunté–. Antes de que pudiera responderme, Wen movió la cabeza y murmuró algo. La intérprete asintió y se volvió hacia mí.
–El primer ministro Wen dice que lo que el ministro de Medioambiente ha dicho no tiene importancia –explicó–. Y pregunta si tiene usted aquí el acuerdo que propone, para que todos puedan volver a revisar la redacción concreta.
Hizo falta otra media hora de tira y afloja, con los otros líderes y sus ministros mirando por encima de mi hombro y el de Hillary mientras yo subrayaba a bolígrafo algunas de las frases del arrugado documento que había llevado en el bolsillo, pero cuando salí de la sala el grupo había aceptado nuestra propuesta. Volví corriendo al piso de abajo, y dediqué otros treinta minutos a conseguir que los europeos aceptasen los ligeros cambios que los líderes de los países en desarrollo habían pedido. La nueva redacción se imprimió y se distribuyó a toda prisa. Hillary y Todd hablaron con los delegados de otros países clave para que contribuyeran a ampliar el consenso. Hice una breve declaración ante la prensa en la que anuncié el acuerdo transitorio, tras la cual reunimos a nuestra comitiva y salimos pitando hacia el aeropuerto.
Llegamos con diez minutos de margen respecto a nuestra hora límite para despegar.
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