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WASHINGTON.- Hay una expresión que muchos políticos en Estados Unidos, demócratas y republicanos, repiten hasta el cansancio: “el mejor país del mundo”. Ronald Reagan habló durante su vida política, incluso en su último mensaje desde el Salón Oval, de “una ciudad brillante en una colina”. Madeleine Albright decía que era “la nación indispensable”. Barack Obama dijo en su discurso que catapultó su carrera, en 2004, que Estados Unidos era un “faro de libertad y oportunidad”, y sus libertades constitucionales eran “la envidia del mundo”. Hay quienes defienden la noción de un “excepcionalismo americano”, la creencia de que Estados Unidos, y sobre todo, su sistema político, están un paso adelante.
Esa visión choca con la realidad.
Un hilo de sentencias de la Corte Suprema de Justicia, en el que sobresale el fallo que después de casi medio siglo revocó la protección constitucional que tenía el derecho al aborto, consagró una restauración conservadora forjada con paciencia durante décadas, que marcó un punto de quiebre a contramano del mundo, y de la imagen y la historia del país. Una minoría terminó por imponerse a la mayoría en la democracia más longeva del planeta, que quedó devaluada, más tensa, más inestable, y más vulnerable.
El aborto siempre fue la más áspera y visible de todas las batallas culturales. Amanda Allen, directora de The Lawyering Project, una organización que busca defender el acceso al aborto, calificó el fallo de la Corte como “un gran paso hacia atrás”. El aborto aún es legal, pero no en todo el país. “Es la primera vez en la historia de Estados Unidos que la Corte Suprema reconoce un derecho constitucional y después lo quita”, lamentó Allen. Desde la vereda opuesta, Catherine Glenn Foster, presidenta de Americans United for Life, una de las organizaciones nacionales que trabajó sin cansancio para cambiar la legislación sobre el aborto, celebró triunfal una reivindicación que anhelaba y dijo que la sentencia pasará en la historia como “el día cuando los derechos humanos quedaron vigentes para todos”.
Otros fallos
Además de revocar esa protección constitucional, la Corte dictó otros fallos que reforzaron las garantías a la portación de armas, debilitaron el derecho al voto, la capacidad del gobierno federal para regular negocios y combatir el cambio climático, o desdibujaron la frontera entre la religión y el estado, sentencias que arraigaron el nuevo perfil conservador del tribunal, y, para la mayoría del país, retrocedieron los relojes.
En Estados Unidos, la Corte Suprema era una institución sagrada. La respuesta final y definitiva a los conflictos más difíciles y las preguntas más fundamentales. El edificio del tribunal, el “Templo de la Justicia”, un imponente palacio de mármol blanco construido entre 1932 y 1935, mira al Congreso desde lo más alto del Mall de Washington, donde conviven las tres ramas del gobierno federal. La Corte marcó la historia con fallos trascendentales, y fue, más de una vez, el “faro” al que hizo referencia Obama. Pero sus últimas decisiones quebraron la confianza de los norteamericanos en el tribunal –cayó al 25%, un piso histórico, según Gallup– y pusieron su legitimidad bajo la lupa.
La sentencia del tribunal sobre el aborto, un escrito de 213 páginas, marcó un giro sísmico en la interpretación de la constitución y la filosofía con la cual la Corte, ahora con una mayoría de jueces conservadores gracias a Donald Trump, tuerce el rumbo en la vida de los norteamericanos.
“Constitucionalismo vivo”
Cinco jueces votaron a favor de revocar la protección constitucional al aborto junto con un fallo a favor de una ley de Mississipi, que prohibió el aborto salvo en contadas excepciones después de las 15 semanas de gestación, un límite similar al que se aplica en la Argentina. El fallo se asentó en una teoría jurídica –extrema, según sus críticos– llamada “Originalismo”, que mira a la constitución como un documento estático, y la interpreta tal y como fue escrita en su origen. Es un quiebre mayúsculo.
Durante las últimas décadas, desde mediados del siglo XX, la filosofía que prevaleció en la Corte fue el “Constitucionalismo vivo”: la interpretación de la carta magna cambia, evoluciona y se adapta a los cambios en la sociedad y los valores del país. Esa mirada llevó a una histórica expansión de la protección constitucional a la privacidad, el aborto, los anticonceptivos, el matrimonio igualitario o las relaciones interraciales. Antonin Scalia, quien murió en 2016, y Ruth Bader Ginsburg, quien falleció en 2020, fueron los grandes referentes modernos de esas dos visiones. (Ambos fueron también grandes amigos.)
Brett Kavanaugh, uno de los jueces nombrados por Trump, dijo que la constitución no le otorga a la Corte “la autoridad para decidir una cuestión moral y política de importancia crítica” como el aborto. La Corte dejó esa autoridad en manos de “los representantes electos por el pueblo”. Los tres jueces progresistas, Stephen Breyer, Elena Kagan y Sonia Sotomayor, consideraron, por el contrario, que la protección al aborto está integrada en “los conceptos constitucionales centrales de la libertad individual y de la igualdad de derechos”.
“Esos conceptos legales, incluso se podría decir, han contribuido mucho a definir lo que significa ser estadounidense. Porque en esta nación, no creemos que un gobierno que controle todas las elecciones privadas sea compatible con un pueblo libre”, afirmaron.
José Miguel Vivanco, abogado experto en derechos humanos, dijo que la nueva postura de la Corte pone en riesgo derechos fundamentales y criticó el “Originalismo” al indicar que es “una discusión válida para la Biblia, pero no para un marco jurídico que debe guiar la convivencia pacífica de los ciudadanos en el siglo XXI”.
Guerra cultural
“Esto es un síntoma, una evidencia flagrante de la guerra cultural en la que está Estados Unidos con una arremetida conservadora que no conoce límites y está dispuesta a obligar al país a retroceder a mediados del siglo anterior, donde Estados Unidos, que se supone que es una democracia plena con amplios derechos, retrocede a prácticas de países con una estructura institucional fundada en la religión, que impone valores teológicos a una sociedad moderna”, señaló.
El presidente de la Corte, John Roberts, intentó –sin éxito– tejer un consenso entre el ala conservadora y el ala progresista del tribunal. Un intento por cerrar la grieta. Roberts apeló al principio de “moderación judicial” y abogó por limitar la protección del fallo “Roe vs. Wade”, de 1973, sin eliminarlo.
“Si no es necesario decidir más para resolver un caso, entonces es necesario no decidir más”, apeló Roberts, en referencia a la demanda de Mississippi.
Las últimas decisiones de la Corte destaparon un problema político mucho más profundo: el sistema democrático norteamericano atraviesa una crisis de representatividad que corroe su credibilidad, su estabilidad y su legitimidad, y deja al país ante una enorme dificultad para forjar soluciones a los problemas más agudos en medio de una polarización rampante. Para la izquierda, los republicanos, ahora dominados por el trumpismo, han retorcido los mecanismos institucionales para imponer una visión ultraconservadora y minoritaria al resto. La derecha acusa a los demócratas de querer cambiar el espíritu, la naturaleza y los pilares del país con una “agenda radical de izquierda”. El centro se diluye.
Los partidos, sobre todo el Partido Republicano, se han corrido hacia los extremos. Una encuesta global de 2020 de la Universidad Harvard entre casi 2000 expertos que compara la ideología, posiciones políticas y retórica de los partidos políticos alrededor del mundo colocó al Partido Republicano junto con los partidos más autoritarios de ultraderecha. Y ahora los partidos están divididos territorialmente: los republicanos arraigaron su poder en las zonas rurales, más conservadores y menos pobladas, y los demócratas, en los centros urbanos, más poblados y progresistas. Por esa división, los republicanos sacan ventaja respecto de los demócratas de dos pilares institucionales, el Colegio Electoral, que elige al presidente, y el Senado, donde además cualquier reforma sustancial debe superar el filibuster, que requiere una mayoría de 60 votos, una muralla prácticamente infranqueable. Con Trump, que perdió el voto popular, y el Senado los republicanos instalaron la mayoría actual de seis jueces conservadores en la Corte.
“Es definitivamente un tiempo de crisis”, evaluó Steven Levitsky, politólogo y profesor de la Universidad Harvard, y coautor del libro Cómo mueren las democracias. “Estamos descendiendo hacia un orden de la minoría. Estamos viendo un tribunal dispuesto a dictar sentencias que cuentan con el apoyo de una sorprendente minoría de la población. Es realmente peligroso. Para cualquiera que crea en la democracia, un sistema que permite que una minoría gobierne a una mayoría es un verdadero problema”, completó.
La mayoría de los norteamericanos cree que el aborto debe ser legal bajo cualquier circunstancia, o al menos en casos de violación o incesto, o cuando está en riesgo la salud de la madre. Alrededor de seis de cada diez norteamericanos, el 56% de los católicos, más del 60% de los protestantes cree que una mujer debe poder acceder al aborto. Solo una mayoría de los evangélicos, un pilar del trumpismo, se opone, según el Centro Pew.
Una mayoría de los norteamericanos quiere más control sobre las armas, seis de cada diez quieren prohibir los rifles de asalto, según Gallup, y tres de cada cuatro quiere subir la edad legal para comprar un arma a 21 años, la edad mínima para comprar alcohol o marihuana en los estados donde es legal. Dos tercios de los norteamericanos cree que el Gobierno debería hacer más para combatir el cambio climático. Seis de cada diez creen que el cannabis debe ser legal. Ninguna ley ha puesto nada de eso por escrito. La paralización –gridlock, en la jerga política washingtoniana– atenaza el Congreso.
Vivanco cree que lo que está en juego “es el aplastamiento de una minoría que no está dispuesta a jugar con las reglas del juego democrático” y quiere avasallar a una mayoría liberal.
“No sé cuánto tiempo más California, Nueva York, Connecticut, Massachussets van a aceptar ser gobernados por Kentucky. Eso es lo que está en juego. Es una guerra donde una minoría rural y decimonónica se está imponiendo sobre la mayoría. Esa tensión no sé cómo se va a resolver, pero es una situación crítica”, afirma.
Levitsky señala otros dos problemas. Una mayoría dentro del Partido Republicano, indicó, no acepta una “democracia multirracial”, y mientras controlen el partido, cualquier reconciliación será más difícil. El otro: el rechazo de los más jóvenes al sistema.
“Mi generación, quienes crecimos en los 70, 80, 90, aceptamos ampliamente nuestro sistema político como legítimo. Eso es cada vez menos cierto para las generaciones más jóvenes, que crecieron con dos elecciones en dieciséis años donde el perdedor gana la presidencia, la última guerra se basó en una mentira, y una crisis financiera donde el gobierno rescató a los bancos y no a la gente”, describió. “Y qué significa eso en términos de la voluntad para elegir a un populista, a un outsider, o protestas masivas es imposible de predecir –completó–. Cuando una generación pierde la confianza en las instituciones políticas y nuestro gobierno, la democracia es más vulnerable”.
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