A 30 años de la implosión de la URSS, Putin presiona para mantener intacta la zona de influencia de Rusia
Como lo hizo el eximperio comunista, el Kremlin lleva adelante una gestión tentacular, un riguroso control de su población y una voluntad feroz de afirmarse frente al gran rival norteamericano
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PARÍS.– La historia de la ex Unión Soviética es de una ferocidad absoluta que el arquitecto supremo de la perestroika, Alexander Iakovlev (1923-2005), resumía en tres cifras: 25 millones de muertos con Lenin, Trotski y Stalin; 27 millones durante la Segunda Guerra Mundial, y una inflación anual de 2500% tras su derrumbe. Ninguna de esas cifras es accesible al entendimiento humano: los sufrimientos padecidos por el pueblo ruso superan la imaginación. Por suerte, hay una continuidad que escapa a esos dramas: la de una civilización que dio al mundo a Chaikovski, los ballets y escritores como Tolstoi o Dostoievski.
El 26 de diciembre de 1991 el presidente soviético Mikhail Gorbachov reconoció por la televisión rusa que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) –esa identidad tan diversa como imponente que marcó a fuego cerca de medio siglo de historia del mundo– había dejado de existir, anunció su disolución y presentó su renuncia. Principal actor de lo que en aquel momento se llamaba Guerra Fría, la URSS dejó con su desaparición cantidad de preguntas sin responder. No obstante, si bien la Unión Soviética no existe más, la Rusia actual parece haber recuperado la flama de su antecesora de forma mucho más sutil y elaborada.
Hace 30 años, en efecto, la URSS y su inmenso sistema satelital, que incluía repúblicas que iban desde los actuales Países Bálticos al Cáucaso (Armenia, Azerbaiyán), pasando por Asia Central (sobre todo Kazajistán, Uzbekistán y Turkmenistán), se desvaneció después de casi 70 años de existencia. Marcada por una gestión tentacular, un riguroso control de su población y de sus múltiples pueblos, así como por una voluntad feroz de afirmarse frente al gran rival norteamericano, la URSS fue, durante medio siglo, la punta de lanza de la lucha contra la hegemonía de Estados Unidos en el mundo.
Pero si la Unión se dislocó finalmente en 1991, las premisas de esa caída datan de los años 1980 con el inicio de las reformas lanzadas por el último secretario general del partido, Gorbachov, que este año festejó a su vez sus 90 años. Todo un símbolo para un hombre que intentó en vano enderezar una economía agónica y un país convertido en “un coloso con pies de arcilla”.
Depredación
La implosión de la URSS también representó el fin de un mundo que marcó generaciones enteras de gente a través del globo. En el plano interno, después de haber sido una potencia dominante, ese fin significó el comienzo de una nueva era signada por décadas de inestabilidad, acaparamiento de sus riquezas y la llegada de una nueva nomenklatura ávida de beneficios.
La nueva Rusia vio emerger una corrupción galopante y la aparición de esos famosos oligarcas, cuyo enriquecimiento fue tan rápido como desmesurado. El colmo en una entidad que había erradicado el capitalismo y se vanagloriaba de sofocar las más mínimas veleidades liberales de sus ciudadanos.
Los años 1990 fueron rudos para la antigua Unión Soviética. Rusia, nacida de sus cenizas, resultó traumatizada por su pérdida de influencia, sobre todo en el Cáucaso y en Europa Central, y por la brutal aparición de una economía de mercado durante la presidencia de Boris Yeltsin.
Inestabilidad crónica, dificultades para ejecutar reformas, guerras en Chechenia. Todo contribuyó para que el país perdiera su rango de gran potencia. Y así fue hasta la llegada de Vladimir Putin, nuevo líder de un país en plena deriva que terminaría convirtiéndose en 1999 en el primer zar del siglo XXI.
El actual presidente ruso asumió rápidamente el perfil de una figura casi monárquica. Convencido de que su país necesitaba estabilidad política, decidió encarnarla retomando por su cuenta toda la mitología política rusa, ese inextinguible deseo de grandeza y de renacimiento que trasciende las épocas y los regímenes. Dotado de una extraordinaria capacidad para conmover las fibras más sensibles del ciudadano común, Putin organizó una gigantesca campaña de comunicación de masa, modelo de populismo que pronto dio sus frutos.
“Hoy en Rusia, Stalin es más popular que Pedro el Grande. Los rusos no quieren oír hablar de los crímenes soviéticos. A su juicio, Stalin salvó al mundo de Hitler y su imponente figura sigue fascinando al pueblo. En realidad, para ellos encarna un comunismo más intransigente que se distingue del período de corrupción generalizado que vivieron con Yeltsin”, afirma Vladimir Fedorovski, escritor y exdiplomático soviético.
Los últimos sondeos publicados esta semana lo confirman: más del 60% de los rusos lamenta la implosión de la Unión Soviética.
Melancolía
Putin, por su parte, es un hijo de la URSS cuya historia personal demuestra que nunca soportó su desaparición –la “mayor tragedia geopolítica del siglo XX”, repite– y que suele definir con una frase: “Aquel que no lamenta la Unión Soviética no tiene corazón. Y aquel que desea su retorno no tiene cabeza”. A su juicio, la revolución y después la colectivización fueron “experiencias útiles e interesantes”.
“La gran mayoría de los rusos de hoy extrañan la URSS: sería absurdo que Putin no lo tuviera en cuenta”, señala Fedorovski.
En todo caso, el espíritu de revancha histórica que anima la política del presidente ruso en los confines de Rusia, sobre todo en Ucrania, es la mejor ilustración. Personalizando la función presidencial, Putin consiguió federar un país y poner en marcha los gérmenes de la expansión de una política que va mucho más allá de las fronteras rusas.
Ya sea en Ucrania hace unos 15 años, cuando se produjo la “revolución naranja” de 2004, y en 2014 con la anexión de Crimea, en Georgia o en Belarús, con la crisis de los migrantes llegados a las puertas de Polonia, país miembro de la UE, Moscú fue capaz de ejecutar una intensa, pero turbia, política estratégica que no se distingue demasiado del estilo soviético.
Putin consiguió también convertirse en un actor importante del conflicto sirio, para gran desconsuelo del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, e implantar su presencia en África, particularmente en Libia y el Sahel, a través del grupo de mercenarios Wagner, sin importarle la indignación de Francia, cuyo Ejército intenta contener las milicias islamistas de la región con su participación en la Operación Barkhane.
Insensible a las sanciones económicas y amenazas occidentales, la Rusia de Putin recorre ostensiblemente el mismo camino que su predecesora soviética, tanto en el frente político, como diplomático, estratégico y tecnológico, siendo acusada regularmente de ser autora de ciberataques, manipulaciones electorales, injerencias, expansionismo y otras interferencias.
Capaz al mismo tiempo de modernizar la noción de “guerra fría” frente a su mejor enemigo norteamericano y fiel heredera de los “zares rojos”, Rusia sigue demostrando que, tres décadas después del derrumbe del primer imperio comunista, es imposible ignorar sus capacidades de acción… y de desestabilización.
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