11 de Septiembre: la historia de la argentina que fue rescatista tras el atentado y se llevó un “recuerdo” de los escombros
Alejandra Ciappa cursaba un doctorado en genética de Alzheimer en Nueva York cuando ocurrió el ataque a las Torres Gemelas; sin dudarlo, se ofreció como voluntaria en la Cruz Roja y pasó tres días en busca de sobrevivientes, mientras evacuaba a quienes vivían en los alrededores del World Trade Center
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Alejandra Ciappa le ganó al cáncer, sobrevivió a una intoxicación por monóxido de carbono y caminó sobre los escombros de las Torres Gemelas, en donde participó del equipo de rescatistas que auxilió a las víctimas del atentado del 11 de septiembre. Las tres vivencias la sacudieron en un lapso de tres años, mientras vivía en Nueva York.
A dos días de que se cumplan 20 años del atentado terrorista protagonizado por el grupo jihadista Al-Qaeda, que se llevó la vida de casi 3000 personas, la médica neurogenetista se abruma entre las imágenes que revive cada septiembre, y recuerda, con desazón, aquella cantidad de víctimas. “Me ofrecí como voluntaria creyendo que podía salvar a alguna persona atrapada en el derrumbe, pero al instante entendí que de ahí no iba a salir ningún sobreviviente. Fue duro. Transité una desesperanza absoluta”, cuenta, conmovida, en diálogo con LA NACION.
Alejandra se enteró del atentado camino al trabajo. Vio el impacto del segundo avión sobre la Torre Sur en el pequeño televisor portátil del encargado de un edificio vecino al suyo, en el barrio Upper West Side de Manhattan. Quedó shockeada, pero la inercia de la rutina diaria la hizo tomar el subte para llegar al laboratorio de genética de la Universidad de Columbia, del otro lado de la ciudad.
La joven de 31 años, alta, delgada y de pelo negro lacio estaba perturbada. En el vagón del metro nadie parecía haber visto lo que ella vio. “¿Sabías que un avión chocó contra las Torres Gemelas?”, le dijo a una mujer afroamericana que viajaba a su lado. “Estás loca”, le respondió la mujer, y se alejó. Pero ella no estaba loca. Lo que estaba pasando era una completa locura, pero era real.
Para cuando llegó a la dependencia de la universidad neoyorquina, en la zona norte de la Gran Manzana, el panorama había cambiado. El tránsito estaba colapsado y la gente buscaba huir hacia algún destino incierto, lo más alejado posible del World Trade Center.
“Úsenme para lo que quieran”
Su mamá la llamó al laboratorio, desde Buenos Aires, para corroborar que estuviera bien, y le aportó detalles para que sumara a su relato insano. “Se cayeron las Torres Gemelas. Escuchame bien. No existen más. Andate a tu casa ya”, le gritó. La mujer seguía el minuto a minuto del atentado por las noticias y tenía más detalles que su propia hija.
Alejandra le hizo caso. A medias. Se fue de ahí, pero no a su casa, sino a la sede de la Cruz Roja. “Úsenme para lo que quieran, soy médica”, dijo, casi rogando.
A las seis de la mañana del día siguiente caminaba entre los restos de edificios de una ciudad fantasma, junto a sus compañeros del “Team A”. Ya no había ruido ni gente en la calle; la orden del alcalde Rudy Giuliani había sido que todos los neoyorquinos permanecieran en sus casas. Sí había humo, mucho humo. Y un polvo de hierro astillado que quemaba la cara. “Duró más de un mes”, asegura Alejandra.
El equipo de voluntarios trabajó en labores respiratorias con gente que se acercaba ahogada por el aire contaminado. “Mi piel tenía olor a combustible quemado”, cuenta la argentina. Y detalla: “Limpiábamos los ojos y las vías respiratorias, atendíamos a otros voluntarios lastimados y, también, participábamos del acompañamiento psicológico de las personas que estaban en shock”. El “Team A” buscaba prevenir el estrés postraumático, un trastorno que se convirtió en auge después del atentado.
“Caminar sobre los escombros fue terrible. Eran tantos que tenían casi la misma altura que algunos edificios erguidos. No podía ubicarme en el espacio, tampoco en el tiempo. Frenaba, cada tanto, y me ponía a llorar con los bomberos que trabajaban en el operativo”, recuerda Alejandra.
El golpe más bajo llegó cuando los rescatistas corroboraron que no iba a encontrar ningún sobreviviente entre el polvo y los restos de hormigón. “En ese momento dijimos: ‘Si no podemos salvar vidas, al menos prevengamos la muerte’. Entonces empezamos a evacuar a quienes vivían en los edificios de alrededor”, dice la médica, y remarca: “Esa experiencia me llenó de aprendizaje”.
En un trabajo de hormiga atravesado por la urgencia, Alejandra tuvo que convencer a decenas de personas de que dejaran sus hogares. A una familia india que se había arrinconado a rezar; a una italiana de 80 años que no quería salir de su departamento hasta que no lo hicieran, también, sus vecinas amigas; a un hombre que se había quedado paralizado por el detalle con el que presenció el ataque desde su ventana.
Su trabajo terminó dos días después, el viernes 14. Había que despejar el área porque era el turno de que el entonces presidente George Bush caminara sobre los escombros. Habían pasado 72 horas y todo el que llegara a pedir asistencia después de la partida del “Team A” debía, desde de ese momento, ser derivado a un hospital.
“Me miré en el espejo de la sede de campaña y no me reconocí. Una persona apoyó su mano en mi hombro y me dijo que era tiempo de que regresara a mi casa. Necesitaba ese permiso. Me dieron ropa limpia y me fui”, dice Alejandra a LA NACION.
Tres años y medio después de haberse instalado en Estados Unidos para cursar un doctorado en genética de Alzheimer en la Universidad de Columbia, la médica nacida en Tandil volvió a la Argentina a buscar refugio en su familia. No solo había vivido de (muy) cerca “la muerte de otros en cuestión de segundos”, sino, también, la suya. Recién llegada a Nueva York, en el 2000, debió ser operada de un tumor maligno en el cuello del útero; y pronta a partir, en abril de 2002, vio la luz blanca durante unas tres horas, mientras yacía en el piso de su departamento, desmayada por una fuga de monóxido de carbono.
Hoy, desde la ciudad de Buenos Aires, Alejandra burla su enfermedad oncológica y celebra la vida junto a su hija Catalina, de 15 años. A sus certificados académicos se sumaron diplomas de coaching, medicina ayurvédica y periodismo médico, y trabaja en el acompañamiento de pacientes que intentan recuperarse de traumas o duelos.
Cada año, la médica argentina empieza septiembre con un aire distinto, aunque siempre denso. El aniversario número 20 del atentado a las Torres Gemelas lo considera un quiebre. La fecha la encuentra en medio de la preparación de un libro sobre su vivencia del ataque y, por primera vez, habiéndose contactado con los familiares de las víctimas argentinas para entregarles un recuerdo que guarda desde la primera conmemoración del 11-S, a la que asistió en 2002: las piedras de los escombros, que, para ella, “representan a esas personas cuyos cuerpos nunca se encontraron ni fueron identificados”.
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