YPF: de los peores solo se puede esperar lo peor
El fallo de una jueza de Nueva York contra el Estado argentino por la “nacionalización” de la petrolera es otra prueba de la mala praxis kirchnerista
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John D. Rockefeller decía que el mejor negocio del mundo era una empresa petrolera y que el segundo mejor era una petrolera mal administrada. La historia de YPF agrega un eslabón más a esa visión: de petrolera exitosa pasó a ser una petrolera mal administrada hasta que se convirtió en una empresa saqueada.
Nació bajo los auspicios de Hipólito Yrigoyen y Marcelo T. de Alvear, fruto de algo tan ausente como necesario en la actualidad: una política de Estado. Su primer presidente fue Enrique Mosconi, también una rareza en nuestros días por su doble condición de militar e ingeniero. Empezó en Comodoro Rivadavia con el primer descubrimiento, siguió por Salta en Madrejones y Campo Durand; luego por Mendoza, y continuó su avance tan exitoso como federal, porque allí donde estuvo YPF se fundó un pueblo, hubo progreso y civilización. Todo lo contrario a lo que se hace hoy, cuando se tergiversan conceptos y fines, entre pueblos pseudoaborígenes y erróneos argumentos ambientales.
Los desbarajustes empezaron con el primer desguace que implicó la separación de Gas del Estado. En ese punto era la empresa más grande del país, tenía flota de mar, gasoducto, oleoducto y petroquímica. Con ese movimiento devino en caja inagotable para fines políticos. Sobrevino su privatización, con una implementación escandalosa y discutible, en algo que encontraba un antecedente directo en la discusión conceptual entre las miradas de Arturo Frondizi y Arturo Illia.
La etapa de mala administración tiene esencialmente que ver con el hecho de haber estado atravesada siempre –y mal– por la política con minúsculas. Ya privatizada, se listó en la bolsa de Nueva York, lo que le dio otro perfil. Se cometieron grandes errores, como un intento de proyección internacional, con compras de sociedades con pasivos ambientales, que hoy tienen como consecuencia un juicio billonario contra nuestro país por contaminación en Delaware.
El tercer ciclo de la saga es reciente y se inauguró con un acto que simbólicamente lo dice todo: a raíz de su privatización, las provincias petroleras recibieron el equivalente de sus regalías. Las de Santa Cruz fueron a dar a una cuenta donde desaparecieron. Al día de hoy no se sabe dónde están o qué fue de esos dineros. Gobernaba entonces la provincia Néstor Kirchner y empezaba el último ciclo de la vida de YPF. El más patético.
Se inició con el ingreso de un grupo ignoto en el sector, con el argumento de su especialidad en “mercados regulados”. Todo un anticipo del capitalismo prebendario que se instauró en la Argentina, como sistema de equilibrios inestables del que saca ventaja un grupo de beneficiados sin otra credencial que una amistad o interés espurio común. Con YPF se inauguró el nuevo esquema. Una familia, con un pasado empresarial ligado a Néstor Kirchner y un crecimiento polémico, se hizo dueña de la mayor empresa argentina. Lo más insólito: con un modelo de financiamiento que les permitió no pagar un céntimo. Se trató de un préstamo garantizado con dividendos de la propia YPF. Más que garantizado, propiamente financiado, porque el préstamo se pagaba con esos dividendos. Compra apalancada, le dicen.
El problema es que las consecuencias del artilugio financiero pegaron en la línea de flotación de la economía nacional. Por un lado, YPF dejó de invertir en exploración, acción fundamental en cualquier petrolera, porque a fin de cuentas su valor está en las reservas. Por el otro, afectó la balanza de pagos del país, porque cada cuota que se pagaba significaba el egreso neto de divisas. Un negocio ruinoso para YPF y para la Argentina, principal accionista de la empresa. Sí se beneficiaron unos pocos, propósito final del régimen del capitalismo de amigos.
Siendo ministro de Economía, Axel Kicillof habló mucho y mal, dejando por todos lados rastros que luego serían utilizados por la justicia neoyorquina como pruebas en contra
Si se presta atención, este es el origen de la crisis energética (y también de balanza de pagos) argentina. Ocurrió entonces una jugada tan sorpresiva como mal ejecutada. El Poder Ejecutivo de aquel entonces dispuso la “estatización” o “nacionalización” de la empresa. El último eslabón: del desguace, pasando por la privatización y la participación forzada de especialistas en mercados regulados, a la estatización. Una vuelta carnero en círculo, que devolvió todo al punto de partida, con pérdidas millonarias en el medio, que son muy difíciles de explicar.
Lo peor: la ejecución, tanto política como legal, de la mala idea. Siendo ministro de Economía, Axel Kicillof, habló mucho y mal, dejando por todos lados rastros que luego serían utilizados como prueba en contra. Lo mismo vale para gobernadores que, muy ufanos y al ritmo de cánticos partidistas, echaron literalmente a patadas a los directivos de la empresa. Pero lo mejor de todo el esquema tan chabacano se lo llevó lo normativo, que luego de ejecutada una “intervención” jurídicamente inexplicable pretendió servir de apoyatura a la estatización. Hay un consejo que suelen recibir los abogados noveles: en cuestiones litigiosas, lo mejor es hablar poco y escribir conciso, claro y lo menos posible. Es todo lo que no se hizo en los decretos que se dictaron, en lo que dijeron las autoridades y en las leyes que siguieron sobre el tema.
Claro, sobrevino un reclamo millonario de los accionistas destratados. La verborrea y la prepotencia política tienen un precio (muy caro). Se empezaron pagando miles de millones de dólares en concepto de indemnización a un accionista al que se le dijo primero que no se le debía nada; más, se le dijo que no era acreedor, sino deudor. A otro grupúsculo, el Grupo Petersen, el de los especialistas en mercados regulados, directamente lo dejaron afuera. Muy orondos, estos vendieron el crédito a un fondo de inversión especialista no en esos mercados, sino en créditos litigiosos, con un acuerdo de retrocesión del 30% del resultado del juicio a los de los “mercados regulados”.
El fondo inició el juicio, usando como prueba y apoyo todo lo que dijeron y escribieron los prepotentes de entonces, de ahora y de siempre. Muy probablemente desde la ignorancia, pero parecía que hasta quisieron dar una mano, porque además contrataron a un estudio de abogados de Miami para defender un caso en Nueva York. Como si para un caso judicial en Tucumán se contratara un abogado de Tierra del Fuego. Hubo en un punto un esfuerzo por acomodar las chances en el juicio, especialmente con argumentos desde nuestra Constitución Nacional y la ley de sociedades argentina, porque el caso tiene una rareza: se juzga en Nueva York, pero la ley aplicable es la de nuestro país.
El viernes pasado se resolvió el caso en primera instancia. La jueza es Loreta Preska, la misma que heredó todos los casos por los defaults de deuda argentinos perpetrados sucesivamente en 2001, 2004 y 2008, por los prepotentes de siempre. Se dice que los conoce muy bien, y que nos conoce muy bien. También que es una jueza ecuánime, apegada a la ley, una ley que no pierde de vista que Nueva York es una de las principales plazas para la resolución de conflictos de empresas internacionales, donde las estatizaciones son vistas como una excepción, y las mal hechas, más aún.
Eso es lo que dice, ni más ni menos, el fallo. Es responsable el Estado, dice la jueza, porque el gobierno de entonces actuó mal, incumpliendo sus obligaciones bajo el estatuto de YPF. Dentro de lo negativo, tiene una noticia positiva: se excluyó a YPF. No es menor, porque es mucho más fácil ejecutar a una empresa listada en la bolsa neoyorquina que al Estado, como ya se vio en los reclamos de los holdouts en los últimos años.
Queda todavía una instancia de apelación por lo menos, y que se defina el monto de la condena a la Argentina, pero ya es bueno ir sacando conclusiones y aprendizajes. Alguien decía que justamente para hacer las peores cosas se necesita a los mejores. Acá pasó lo contrario: lo peor lo hicieron los peores. Aquí están las consecuencias.