¿Y si apareciera un Caravaggio en la Argentina?
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La noticia de que las autoridades españolas suspendieron una subasta en la que una de las piezas expuestas a un precio irrisoriamente bajo podría ser una obra auténtica de Michelangelo Merisi da Caravaggio provoca más de una reflexión a quienes se preocupan por el patrimonio artístico de la Argentina. Ante la mera sospecha, en España se decidió prohibir la exportación de la obra, que fue declarada Bien de Interés Cultural.
Cuestiones como esta exigen establecer un balance delicado entre el derecho de propiedad de los dueños de una obra semejante y el interés estatal por evitar que el patrimonio cultural de un país pueda emigrar para no volver. Están en juego, en consecuencia, consideraciones constitucionales acerca del límite razonable de las pretensiones de las partes involucradas y la facultad estatal de interferir en las relaciones comerciales entre terceros. Una cosa es debatir sobre el tráfico ilícito de obras de arte y otra, muy distinta, sobre la existencia de limitaciones jurídicas al derecho de propiedad, establecidas en función del objetivo de salvaguardar el patrimonio cultural. El caso del posible Caravaggio cae dentro de esta última categoría.
En la Argentina, existe una definición sumamente amplia acerca de qué son los “bienes culturales” (contenida en la ley 25.197 y reiterada por la ley 27.522), pero carecemos de un criterio preciso acerca de cuáles de ellos integran el “patrimonio cultural” de nuestro país y con qué consecuencias prácticas. Solo hay normas puntuales acerca del patrimonio paleontológico, arqueológico y precolombino.
Los bienes culturales pueden pertenecer tanto al Estado como a los particulares. En el caso de estos últimos su inclusión en el patrimonio cultural argentino (para así limitar su venta y prohibir su eventual exportación) requiere la sanción de una ley específica y el establecimiento de un mecanismo compensatorio para su propietario. No se pueden dictar normas expropiatorias que obliguen a vender inesperada y compulsivamente al Estado cualquier tipo de bien que pueda satisfacer demandas o exigencias puntuales o caprichosas de las autoridades de turno. Dado el revisionismo histórico actualmente de moda, tampoco sería razonable permitir la desaparición de bienes asociados con próceres o etapas históricas caídos en desgracia por la pequeñez ideológica de militantes devenidos en funcionarios.
Legislar sobre el patrimonio cultural requiere capacidad técnica para conciliar derechos contrapuestos. No hay en la Argentina una ley integral que proteja nuestro patrimonio cultural. Hay, sí, organismos con responsabilidades concretas en materia de relevamiento del patrimonio cultural en manos del Estado, pero se ignora si han sido íntegramente cumplidas. Hay también registros de anticuarios y vendedores de obras de arte, pero como sujetos de eventuales sanciones más que con carácter preventivo. La falta de esa legislación integral nos pone en débil situación para hacer reclamos fundados cuando la Argentina quiere hacer valer sus derechos ante la aparición de bienes de su patrimonio en el extranjero.
Una actitud como la tomada por las autoridades españolas responde a la existencia de mecanismos de vigilancia activos y ágiles, con conocimientos técnicos y un presupuesto preparado para afrontar las consecuencias de sus decisiones. Parece ciertamente ilusorio e ingenuo exigir semejante tarea a un Estado argentino fofo, profundamente politizado, corroído por agrias disputas internas y motivado solo por vergonzosas ambiciones monetarias de sus autoridades. Pero una mirada de mediano y largo plazo debería tener en cuenta estas consideraciones; de lo contrario muchos bienes, y con ellos nuestra memoria y cultura colectivas, se perderán para siempre.