Vargas Llosa: un merecido Nobel
El galardón al escritor peruano es un extraordinario estímulo para quienes defienden el ideario liberal en América
Los motivos de júbilo por el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa son numerosos e innegables. En este diario se ha vivido con intensidad el acontecimiento: Vargas Llosa ha sido un colaborador periódico de LA NACION desde hace muchos años, como lo fueron Jorge Luis Borges y Octavio Paz, entre los escritores cuya obra, traducida a decenas de lenguas, se ha expresado en letras castellanas de excelencia.
En un diario en cuyas páginas se acogen contribuciones de ensayistas, narradores y periodistas que no necesariamente coinciden con su línea editorial, Vargas Llosa ha constituido durante largo tiempo, sin embargo, uno de los casos de casi invariable alineamiento en el mismo campo de ideas en el que LA NACION desenvuelve su prédica cotidiana.
Tal vez sea en la periferia de la cultura más profunda expuesta en lengua castellana que la batalla por la tolerancia, la eficiencia y la pérdida de gravitación de todas las modalidades que ningunean la libertad sufra los más perseverantes y perturbadores tropiezos. Es ésa la batalla que ha librado, en obra y actos políticos, incluso como candidato presidencial, el gran intelectual peruano. Escritores de escaso recorrido, y menor vuelo, y propagandistas rentados de regímenes autoritarios se han permitido, después de la concesión del Premio Nobel a Vargas Llosa, expresar una desazón que a nadie, más que a ellos, conmueve.
Tamaño desencanto ha sido acorde con la falsa interpretación que hacen sus contradictores de que la cultura latinoamericana debe pasar, para ser considerada como tal, por el registro de pautas sectarias establecido, a pesar de mil fracasos, por el populismo obcecado en que militan. En esos ámbitos, a Vargas Llosa se lo ha tenido entre ceja y ceja desde que en 1971 comenzó a disparar, desde la izquierda, contra el totalitarismo cubano.
Por eso el Premio Nobel de Literatura 2010 ha de verse como un estímulo de extraordinario valor para quienes defienden, en particular dentro de la órbita iberoamericana, el ideario liberal, y como un revés para anacrónicos e inexplicables corrillos políticos y literarios. El día que se concedió la distinción de la Academia Sueca a Vargas Llosa fue, pues, de fiesta para los amantes de lo mejor de la novelística contemporánea y para los seguidores del lúcido pensamiento democrático y republicano manifiesto en sus ensayos. Fue, en cambio, de luto para quienes subordinan, en todos los órdenes, el individuo al Estado y se identifican con divulgadores concentrados en sostener lo indefendible: que es preferible evitar las inversiones extranjeras antes que el riesgo de aceptarlas; que los Estados Unidos son la causa de nuestros males y no la paulatina degradación entre nosotros de la cultura del trabajo y de la vieja educación sarmientina, que se difumina entre paros docentes de nunca acabar y padres que se alían con hijos cuando maestros y profesores instan a un mayor rigor y entrega al aprendizaje escolar.
Ese populismo puso en riesgo la seguridad de Vargas Llosa en Rosario, la última vez que estuvo en la Argentina, en 2008. Había venido para presidir un par de jornadas de la Fundación Internacional para la Libertad, que preside. El ómnibus que lo trasladaba, junto con otros congresistas, fue detenido y atacado por una turba guevarista. El kirchnerismo, que tampoco vio con simpatía su presencia en el país, mantuvo otro silencio cómplice frente a la gravedad del suceso.
La otra Argentina hace llegar hoy a Vargas Llosa un saludo entusiasta por un acontecimiento tan justo y significativo como los que lo precedieron, en igual e imaginario podio, en 1970, con el ruso Aleksandr Solzhenitzin; en 1980, con el polaco Czeslaw Milosz; y en 1990, con el mexicano Octavio Paz.